Una guía navideña hacia la felicidad auténtica
Por: P. Alejandro Ortega Trillo, L.C. | Fuente: CatholicnetLA NOCHE DE LA ALEGRÍA
El hombre fue concebido para la alegría. Ella es su destino original. De ahí
que su corazón la busque sin cansarse, como siguiendo un instinto
inextinguible. Vida y tristeza deberían ser realidades antagónicas, tan
inconciliables como el aceite y el agua.
Por desgracia, la tristeza se ha posado sobre el mundo como una espesa niebla
que envuelve muchas vidas. Hablo de tristeza de la mala. Porque hay una
tristeza buena y santa; una tristeza cristiana, que añora a Dios y suspira por
su gracia. La mala, en cambio, carece de fe y esperanza; y abre la puerta a ese
espantoso sinsentido que convierte las vidas en indescifrables laberintos que
topan con la nada.
Jesús devolvió al mundo la alegría. Le bastó una noche para desbordar el
universo y hacer de la alegría el verdadero parte-aguas de la historia. Alegría
en los Cielos, que cantaban gloria a Dios y paz a los hombres; y alegría en la
Tierra, que se estremecía de reverente gozo bajo el diminuto peso infinito de
un Dios hecho bebé.
El Evangelio, que es buena
noticia encarnada en páginas y letras, hace una cuidadosa reseña de lo que pasó
en los corazones que protagonizaron el momento. Corazones que se fueron
iluminando en cascada, como se iluminan una a una las casas de un pequeño
pueblo cuando corre de pronto entre ellas una gran noticia.
Un arcángel, una joven de
quince años, una anciana estéril y el hijo que milagrosamente llevaba en su
seno, un coro de ángeles, unos pastores, unos magos, todos y cada uno a su
manera, experimentaron la Alegría divina, materializada en una Palabra, en un
Mensaje, en una Carne, en un Niño.
El mundo cristiano revive cada
año –está invitado a hacerlo– la alegría del “Dios
con nosotros”. Alegría sin otro límite que las dimensiones del corazón
que la recibe. La Navidad es fiesta de alegría. Y hay que rescatar siempre de
nuevo ésta, su esencia. Vivir la Navidad es permitir que el gozo de Dios,
Felicidad Eterna, tome posesión de nuestro corazón, morada siempre suya por más
que a veces la encuentre demasiado nuestra.
“Con
Jesucristo siempre nace y renace la alegría”, escribió el Papa Francisco
en su exhortación Evangelii gaudium[1]. Las siguientes reflexiones quieren
prolongar esta misma intuición y convicción. Nos servirá de itinerario la
experiencia personal de Cristo que hicieron ángeles y humanos en torno al
Misterio de la Navidad.
Que el Espíritu de Dios, Protagonista invisible y eficaz de aquel Misterio, llene
de gozo nuestra alma y nos transforme, al mismo tiempo, en heraldos incansables
de esta alegría cuyo destino es el corazón de cada hombre y mujer en cualquier
latitud y meridiano de la Tierra.
UN MUNDO SIN ALEGRÍA
Todos batallamos para dar con
la alegría. Quiero decir con la alegría verdadera; porque las falsas alegrías
siempre las hemos buscado y encontrado. La alegría auténtica, en cambio, nos
resulta a menudo la perla inalcanzable, el eslabón perdido, la pieza que falta
entre el vivir y ser feliz.
Cansado el hombre de buscarla,
le asalta la tentación de desistir, de negar incluso su existencia.
Escepticismo, nihilismo, existencialismo, hedonismo, indiferentismo y otros
modos de pensar y concebir la vida no son sino máscaras que se pone casi al
azar la frustración.
Tampoco faltan quienes viven
tales condiciones de pena y sufrimiento que les resulta una cruel ironía y
hasta un insulto que se les hable de alegría. El Dios Creador y Bueno, que a
todos nos hizo para la alegría, pareciera haberse desmentido en cada una de
esas historias de dolor. Pero no; no es un querer maléfico de Dios el que
subyace a tales sufrimientos. Es la naturaleza que falla, como consecuencia del
pecado que entró y perturbó las entrañas de la creación. Cabe también reconocer
que los mayores afluentes del caudal del sufrimiento humano manan del corazón
del propio hombre. El mal hecho torrente a lo largo de los siglos –secuela del
pecado en todas sus formas: violencia, injusticia, abuso y desenfreno–
desemboca en un mar cada vez más hondo y dilatado de lágrimas y sangre.
Pero el corazón humano, sin
importar sus desengaños, posee la insobornable ingenuidad de un niño. Cuando
aspira a la felicidad auténtica sabe que no se engaña, que ella existe, que su
sed de alegría no podría brotar de él sin que hubiera en algún lugar un
manantial inagotable de ella.
Por lo demás, como escribe
Víctor Hugo, “¿no hay en toda alma humana una
primera chispa, un elemento divino, incorruptible en este mundo, inmortal en el
otro, que el bien puede desarrollar, encender, purificar, hacer brillar
esplendorosamente, y que el mal no puede nunca apagar del todo?”[2].
LA ALEGRÍA DE GABRIEL:
ANUNCIAR A CRISTO
De entre los Arcángeles que forman el séquito más íntimo de Dios, Gabriel fue
llamado para un encargo particular. Su nombre significa “fuerza de Dios”. Ésa sería también su misión: anunciar al
mundo la llegada de una Fuerza omnipotente, de un Poder salvador al que ningún
mal podrá ya hacerle frente. Fuerza y Poder que, en los inescrutables designios
de Dios, debía revestirse –también en las palabras del Arcángel– de debilidad,
de modesto sigilo, de humildad, de tímida propuesta.
Gabriel entró descalzo al aposento de una joven casi niña llamada María; y la
saludó del modo más tierno y suave que pudo; sin conseguir por ello evitar un
sobresalto. Según el evangelista Lucas, la saludó con la palabra griega “Xaire”, que significa “alégrate”[3].
El saludo no sólo correspondía al anuncio que él trajo a María; también al
anuncio que ella fue para Gabriel con su corazón inmaculado. El anuncio del
Ángel era el de la Victoria decisiva de Dios sobre el mal; el de María, el de
su primera conquista.
La Navidad nos recuerda que todo cristiano está llamado a ser un “ángel” para los demás. Uno que lleve el doble
mensaje de un Dios que salva con ternura y de una vida que se deja salvar por
ella. Mensaje siempre alegre, sin importar las veces que el mal nos muerda e
inocule su veneno. Porque la obra de Dios siempre es victoriosa. Como escribe
el Papa Francisco: “Él nos permite levantar la
cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que
siempre puede devolvernos la alegría”[4].
LA ALEGRÍA DE MARÍA: CONCEBIR
A CRISTO
María es la alegría silenciosa. El Evangelio guarda un escrupuloso recato sobre
sus emociones de aquella noche. Sólo dice que meditaba y conservaba
–literalmente “atesoraba”– todo aquello en
su corazón[5].
Pero la emotividad de una mujer no puede permanecer al margen de sus
pensamientos. A partir de entonces y por el resto de su vida, cada palmo del
mundo interior de María vibraría intensamente, con sensaciones e intuiciones,
esperanzas y alegrías; sobresaltos, temores y dolores, siguiendo uno a uno los
pasos de su Hijo por la Tierra. Ella sí viviría con “el
Jesús en la boca” cada día.
De hecho, el Evangelio dice que “Ella se turbó”[6] al
oír las palabras del Arcángel. Turbación no significa miedo, aunque lo incluya.
La turbación de María era una novedosa mezcla de temor y confianza, de
perplejidad y certeza, de asombro y paz, de rubor y valentía, de elevación y
humildad, todo ello matizado por una irreprimible alegría.
Lo cierto es que en el instante en que María dijo “sí”
y concibió a Jesús, nació por primera vez la alegría cristiana. Una
alegría que inspiraría, a partir de entonces, el genio de los compositores, la
vena de los poetas, la destreza de los artistas, la oración de los místicos y
la ilusión de los niños. La alegría cristiana nació en la íntima oscuridad del
seno de María y llegó a ser el Sol inextinguible que ilumina por los siglos
cada corazón y el mundo entero.
María canta la alegría del saberse escogida; pero canta sobre todo la alegría
de un Dios que, a través de Ella, abre los tesoros de su misericordia a todos
los hombres. De Ella toma la Iglesia el “estilo
mariano” en su actividad misionera. Un estilo maternal siempre eficaz,
siempre fecundo, porque se basa en dos coordenadas que hacen encontradizo
cualquier corazón, por perdido que parezca: el afecto y el perdón. Por eso,
como afirma el Papa Francisco, “cada vez que
miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del
cariño”[7].
LA ALEGRÍA DE ISABEL Y JUAN
BAUTISTA: PRESENTIR A CRISTO
Testigos privilegiados de la alegría cristiana fueron Isabel y Juan, su
hijo. María, recién concebido Jesús en su seno, acude a las montañas de Judea
para visitar a su prima Isabel, anciana estéril que, según las palabras de
Gabriel, estaba esperando un hijo e iba ya en su sexto mes[8].
Toda alegría es comunicativa. No existen alegrías aisladas. El aislamiento y la
alegría se excluyen entre sí. María, alegre, visita a su prima, también alegre;
y al encontrarse, estas dos alegrías se mezclan, se funden, se potencian
exponencialmente y danzan al compás de unos versos dignos del más inspirado
poeta. Alegría, belleza y poesía dan voz a una Palabra que es ya Presencia que
conmueve entrañas y despierta gozos: “Porque así
que sonó la voz de tu saludo en mis oídos, exultó de gozo el niño en mi seno”[9].
Siempre hay visitas portadoras de alegría: un hijo o un hermano que vienen de
lejos –física o afectivamente–; un amigo de antaño; quizá un desconocido, un
recién llegado que de pronto viene a decirle algo a nuestra alma y a llenarle
un hueco a nuestra vida. En el fondo, todas esas visitas traen a Cristo, porque
nos hacen presentir en un saludo, en un apretón de manos, en un abrazo, que hay
Alguien que jamás nos olvida y nos sale al paso cuando menos lo esperamos y más
lo necesitamos.
Jesús sabe hacer buenas visitas. Sólo necesita que lo presintamos, que
aprendamos a “leer” su presencia mediada por
tantos saludos, miradas, sonrisas, semblantes y gestos que desbordan el solo
contacto humano. La alegría cristiana tiene mucho de esto. Algunos dicen que es
sólo buena educación. Quizá tengan razón. Sólo que Jesús se sirve también de
esas buenas formas para comunicarse, para hablarnos con un lenguaje que todos
entendemos y también agradecemos.
Hay quien huye de los demás para refugiarse en un mundo aislado, cómodo y sin
compromisos. Pero eso no lleva a la alegría. Como dice la Evangelii Gaudium,
“uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a
compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más
que un lento suicidio”[10].
Por el contrario, quien sale al encuentro, quien da y se da a los demás, además
de saborear lo mejor de la vida –que es la alegría de la generosidad– permite
intuir a quienes le rodean la presencia viva de Jesús, que jamás se cansa de
hacer felices a los demás.
LA ALEGRÍA DE LOS ÁNGELES:
PROCLAMAR A CRISTO
“Hay pájaros en las nubes, lo mismo que hay ángeles
sobre las miserias humanas” –escribió Víctor Hugo–. Innumerables
ángeles, que vuelan y revuelan siempre sobre toda suerte humana, y
especialmente la mala. Los ángeles no sólo anuncian; también consuelan. Y ese
consuelo es también un anuncio. El anuncio de que Dios no nos deja; de que está
siempre cerca, especialmente en nuestras tribulaciones.
En la noche de Navidad, el Cielo ofreció un espectáculo de ángeles jamás visto
en la Tierra. Tocaron trompetas, cantaron, bailaron y ejecutaron indescriptibles
piruetas en el cielo: era el momento de anunciar y celebrar el “gaudium magnum” –el gran gozo– de la
salvación en Cristo.
El Antiguo Testamento había previsto ya este momento: “¡Aclamad,
cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el
Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido!”[11].
Quizá hemos llorado de emoción alguna vez escuchando un “bel canto”. Ciertamente, el de los ángeles es inigualable. Su
ser y su vida son un canto de sublimes acordes y vibrantes armonías que
extasían a las estrellas. La vida de Jesús en la Tierra, desde su nacimiento,
lo fue infinitamente más: un canto incomparablemente hermoso, por más que los
oídos humanos no escucharan más que balbuceos.
La vida cristiana participa de este canto; y así proclama las glorias de Dios.
Cada vida es un himno que brota de la Tierra e inunda el Cielo con una melodía
única, misteriosa. Todas las vidas juntas se hacen sinfonía. Dios es un gran
Compositor. A cada uno le corresponde un tono, una armonía, un acorde, un
segmento de la partitura de esa sinfonía.
No hay canto más bello que proclamar con nuestra vida a Cristo. “Cantar las maravillas de Dios” en la propia vida
es dejarse transformar por la gracia de Cristo. Jesús es la “alegría de los hombres”, como expresó Bach en una
de sus más célebres composiciones. Él supo traducir en una cadenciosa melodía
esta realidad. Y tengo para mí que el mismísimo Beethoven, con su “Oda a la alegría”, no hizo más que reflejar
pálidamente el himno de los ángeles que resonó sobre la Tierra en la noche de
la Navidad.
“Hay cristianos –dice el Papa Francisco en
su exhortación– cuya opción parecer ser la de una
Cuaresma sin Pascua”[12].
Los ángeles de la Navidad nos recuerdan que la alegría es esencial al
cristianismo; o, mejor, que un cristianismo sin alegría es un falso
cristianismo. Cierto, como también recuerda el Papa, “que
la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la
vida, a veces muy duras […] Comprendo a las personas que tienden a la tristeza
por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que
permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero
firme confianza, aun en medio de las peores angustias”[13].
Los ángeles nos recuerdan que siempre hay espacio en la vida para el
canto y la alegría. Más aún, que todos podemos hacer felices a los demás al
menos tarareando esa connatural melodía de la alegría, cuya partitura se
encuentra disponible en cada corazón. Quizá la clave de lectura sea siempre el
compartir; sea el dolor, sea la alegría, según aquello de que dolor compartido,
mitad de dolor; alegría compartida, doble alegría.
LA ALEGRÍA DE LOS PASTORES: ENCONTRAR A
CRISTO
Los pastores representan la alegría llana de la vida cotidiana. Lucas los
describe viviendo al raso y vigilando su ganado[14].
Sin otro aliciente en la vida que “tirar pa’lante”,
su existencia austera y simple no daba para vislumbrar más horizonte que
el de aquellos campos y una vida trashumante.
De pronto, un ángel se les
apareció y dijo por primera vez esas solemnes palabras que utiliza el cardenal
protodiácono para comunicar al mundo que la Iglesia tiene un nuevo Papa: “Os anuncio una gran alegría”.
El anuncio del ángel deslumbró
a los pastores como un rayo que desgarró la oscuridad de su noche y la tristeza
de su vida. El profeta Sofonías, siglos atrás, vislumbró la escena: “Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él
exulta de gozo por ti, te renueva su amor, y baila por ti con gritos de júbilo”[15].
Y el Papa Francisco añade: “Es la alegría que se
vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana”[16].
Los pastores dejaron sus
rebaños y fueron corriendo a buscar al Niño. La piedad popular ha supuesto los
innumerables obstáculos que el demonio y sus secuaces interpusieron en su
camino, trama clásica de las pastorelas. Hoy los obstáculos siguen siendo
reales. El espíritu del mal hace siempre lo imposible para extraviar al hombre,
desviarlo del camino y evitar que encuentre a Cristo. Sin embargo, todo hombre
puede reencontrar el camino si se deja conducir por un insobornable instinto:
el de la auténtica alegría. Tarde o temprano, su corazón se percata de que nada
le llena fuera de Cristo, y entonces puede volver sobre sus pasos y reemprender
el camino.
La alegría cristiana tiene
este poder: mostrar la autenticidad de los caminos. Ella es un nítido criterio
de discernimiento espiritual. Porque a la vida le ocurre lo mismo que a los
pastores: cuanto más cerca de Cristo, tanto más experimenta la alegría. De este
modo, la alegría cristiana es como una brújula interior que apunta siempre a
Cristo. Sólo hay que seguirla.
LA ALEGRÍA DE LOS MAGOS: BUSCAR A
CRISTO
Hay
un tipo de alegría que sólo se experimenta “de
camino” hacia un bien que nos espera. Se ha dicho que a veces es más
feliz el tiempo de la espera que el de la fiesta. Los magos son el paradigma de
este tipo de alegría. Ellos se llenaron de gozo mucho antes de encontrar a
Cristo. Les bastó mirar la estrella y seguirla. Dice el Evangelio: “y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande
gozo”[17].
Las esperas pueden ser una tortura o un deleite. Todo depende de la actitud con
que se vivan. La de los magos fue una actitud abierta, casi ingenua: no dudaron
que la estrella era verdadera, que el camino era correcto, que, tras un largo
recorrido, quizá de años, encontrarían al nuevo Rey. El tiempo que hiciera
falta, no importaba; sus cofres irían siempre preparados.
Hoy son muchos los que buscan y pocos los que esperan. Tratándose de la
alegría, la búsqueda suele ser más urgente y la espera, más impaciente.
Tristemente, con frecuencia la alegría nunca llega, al menos la alegría
verdadera. Y entonces se pierde el rumbo y se agotan las certezas. Los magos,
en cambio, nos enseñan que, para los ojos que buscan las estrellas, siempre hay
rumbo y hay certeza. El peligro, en todo caso, es no alzar la mirada a lo alto,
y quedarse con los ojos sólo puestos en la Tierra. “Buscad
las cosas de arriba, no las de la tierra”[18],
exhortaba san Pablo a los colosenses.
Posiblemente haya cada vez más ateos y agnósticos en el mundo. Pero ello no se
debe a que haya menos estrellas. Quizá los recursos informáticos nos concentran
demasiado sobre lo que ocurre en la Tierra. Por otra parte, la religión del
siglo XXI parece cada vez más humana y menos divina; más inmanente y menos
trascendente; más horizontal y menos vertical. Una religión así no puede más
que desembocar en la tristeza.
El Papa Francisco, en la oración conclusiva de su exhortación, pide a María que
nos dé a todos “la santa audacia de buscar nuevos
caminos para que llegue a todos el don de la belleza que no se apaga”[19].
Porque la belleza y la alegría, en lo más profundo de sus significados, se
entremezclan. De hecho, como dice Hans Urs von Balthasar, lo primero que
percibimos del misterio de Dios no es la verdad sino la belleza. Fue lo que le
sucedió a los magos cuando vieron aquella estrella. De su belleza brotó una
incomparable alegría como de su luz brotó una imperturbable certeza.
LA ALEGRÍA DE JESÚS: SALVAR A
LOS HOMBRES
Jesús significa “Dios salva”. En última
instancia, la alegría cristiana se funda en esta convicción. Siendo, como
somos, extremadamente débiles, estaríamos condenados a la tristeza del fracaso
irremediable, de la inevitable caída, de la victoria del mal en nuestra alma. “Vida y muerte se batieron en singular duelo”, reza
un célebre himno Pascual. “La muerte fue vencida y
la vida victoriosa se levanta”.
Jesús sólo necesita
encontrar un corazón abierto. Él está siempre a la puerta y llama. Si alguno le
abre, Él entra sin pensarlo[20]; y con Él, entra también la alegría. Es la experiencia
cristiana por antonomasia. Sin embargo, a veces titubeamos; su presencia nos
resulta incómoda y le pedimos que mejor salga de nuevo; y Él, para nuestra pena
y desgracia, mansamente nos obedece. Luego nos arrepentimos, abrimos de nuevo y
constatamos que en realidad Él sigue ahí en un rincón, sin alejarse jamás de
nuestra puerta.
También hay quienes nunca abren la puerta. Les ocurre lo que al posadero de
Belén, líricamente descrito por el sacerdote jesuita y poeta Ramón Cué: “El Evangelio empieza ante la puerta de una fonda en
Belén y un posadero. –¿No habrá una habitación para esta noche? –‘Ninguna cama
libre, todo lleno’. Y Dios pasó de largo. ¡Qué pena posadero! Todo hubiera
empezado de otro modo; las estrellas columpiándose en tus aleros; los ángeles
cantando en tus balcones; los reyes perfumando tus patios con incienso, y en tu
fonda el Divino alumbramiento. Pero, ‘no queda sitio, ni una cama. Lo tengo
todo lleno’. Y Dios pasó de largo. ¡Qué pena posadero! Tu casa es un trasiego
trashumante de gente que va y viene, sin arrimo ni apego. Hoy hubieras tenido
un Huésped fijo. Entra de Huésped Dios y acaba Dueño. Viene por una noche y su
amor es ya eterno. Pide una sola cama, y te ocupa, después, todos los lechos.
Pero, ‘no queda sitio, ni una cama. Lo tengo todo lleno’. Y Dios pasó de largo,
¡Qué pena posadero! Hubieras liquidado, por cierre, tu negocio. No hay sitio
para huéspedes cuando Dios está dentro. Dios va ocupando cámara tras cámara,
hasta invadir el corazón entero. Cerrarías la fonda, pues Dios te reclamaba
toda tu casa para el Evangelio. Pero, ‘no queda sitio, ni una cama. Lo tengo
todo lleno’. Y Dios pasó de largo, ¡Qué pena posadero! Tienes razón: hubieran
surgido compromisos con Herodes, registros, pesquisas y arrestos; y así la
policía nunca turba tu fonda. Estás muy bien situado, con clientes y dinero.
Pero perdiste a Cristo, perdiste el Evangelio. ‘Ya no me queda sitio, lo tengo
todo lleno’. Y Dios pasó de largo. ¡Qué pena posadero! El Evangelio empieza
ante la puerta de una fonda de Belén y un posadero. Y el Evangelio sigue
reclamando hospedaje: ‘Sólo por esta noche’. ‘No hay sitio: todo lleno’. ¿Será
mía la fonda? ¿Seré yo el posadero? La mano que llamaba a mi puerta, ¿no sería
la estrella de Belén con serrín de carpintero? Si ya no tengo sitio, y si está
todo lleno; si Dios pasó de largo, ¡qué pena posadero!”[21].
El Papa Francisco, en cambio, nos invita a abrir la puerta, a no tener
miedo; a dejar que Cristo tome posesión de esa vida y de ese corazón que sólo
en apariencia es nuestro, y a experimentar así la alegría: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación
en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo
o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo
cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación
no es para él, porque nadie queda excluido de la alegría reportada por el
Señor”[22].
LA ALEGRÍA DE LOS CRISTIANOS
HOY: SER PROFETAS DE LA ALEGRÍA
El
Arcángel, la Virgen, los ángeles, los pastores y los magos: todos fueron
profetas de la alegría. Gracias a ellos, el eco de la fiesta de aquella noche
resuena cada año con renovado acento en la Iglesia, en el pueblo cristiano, en
todo hogar que mantiene la llama de la fe encendida.
La alegría cristiana necesita
hoy nuevos profetas: nuevos ángeles, nuevas estrellas que lleven la feliz
certeza del “Dios con nosotros” a un mundo
cada vez más urgido de este anuncio. Y como lo fue en su tiempo, también hoy la
noticia del Cristo vivo y salvador es venero de alegría para quien la canta y para
quien la escucha.
No se puede ser cristiano
feliz de manera egoísta. “La vida –dice el
Papa– se acrecienta dándola y se debilita en el
aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los
que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar
vida a los demás!”. Y más adelante, citando la exhortación Evangelii nuntiandi del
nuevo Beato Papa Pablo VI, nos motiva: “Recobremos
y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar,
incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual –que
busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena
Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o
ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor
de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo”[23].
Desde hace algunos años me he
propuesto, al salir a la calle, al subir al metro, al entrar en una sala de
espera y toparme con un rostro triste o indiferente, mirarlo a los ojos y
esbozarle una sonrisa. No es ningún experimento. Sólo quiero ofrecer cada día
una pequeña dosis de alegría en medio del estrepitoso tránsito mudo de los
corazones que me topo. Casi siempre me retiran la mirada; otros fruncen el
ceño; pero no faltan quienes, sorprendidos y agradecidos, me devuelven la
sonrisa. No puedo recibir mejor premio.
La
Navidad tampoco es un experimento social. Pero sí la ocasión para salir a la
calle a profetizar la alegría con una sonrisa, una ayuda material, un gesto
amigable, una mirada afable y, ¿por qué no?, con un sincero y afectuoso “¡Feliz
Navidad!”.
[1] Evangelii
Gaudium 1
[2] Víctor
Hugo, Los miserables, Parte I, Libro II, Capítulo V
[3] Lc 1,
28
[4] Evangelii
Gaudium, 4
[5] Cf. Lc 2,
19.51
[6] Lc 1,
29
[7] Evangelii
Gaudium 288
[8] Cf. Lc 1,
36
[9] Lc 1,
44
[10] n.
272
[11] Is 49
13
[12] Evangelii
Gaudium 6
[13] Ibid.
[14] Cf. Lc 2,
8
[15] So 3,
17
[16] Evangelii
Gaudium 4
[17] Mt 2,
10
[18] Col 3,
2
[19] Evangelii
Gaudium 288
[20] Cf. Ap 3,
20
[21] R.
Cué, El posadero de Belén
[22] Evangelii
Gaudium 3
[23] Evangelii
Gaudium 10
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