El Papa escribe una carta para conmemorar los 400 años del fallecimiento del santo francés: "No es casualidad que San Francisco de Sales haya sido llamado 'doctor del amor divino'. No fue sólo porque escribió un magnífico tratado sobre este tema, sino sobre todo porque fue testigo de ese amor".
San Francisco de Sales murió en
Lyon (Francia) hace justo
cuatro siglos, el 28 de diciembre de 1622. Tenía poco más de
cincuenta años y, durante los últimos veinte años, había sido obispo y príncipe "exiliado" (por el calvinismo) de
Ginebra. Noble, escritor, patrón de los periodistas, hombre de acción
y de oración, empeñado en el diálogo con los protestantes,
experimentó, más allá del debate teológico, la eficacia de la relación
personal y de la caridad.
Escribió dos obras
fundamentales: Introducción a la vida devota, pensada para los laicos y que abre de forma
revolucionaria el camino de perfección a todos los estados de vida, y el Tratado del amor de Dios, en el
que presenta un itinerario hacia Dios que nace de la inclinación de todo hombre a
amar a Dios. Un visionario que recordó a los laicos que también ellos
deben ser santos.
Para recordar la vida de este
gran santo francés de la Iglesia, en este aniversario tan importante, el
Papa Francisco ha publicado una carta titulada Totum amoris est. Un
texto que propone a Francisco de Sales como modelo de apóstol en medio de una
época de cambios, de espíritu de servicio y de entrega a los demás.
NADA
PEDIR, NADA REHUSAR
"Había llegado
a Lyon después de su última misión diplomática (...). Cansado y con la salud
deteriorada, Francisco se había puesto en camino por puro espíritu de servicio. Finalmente,
cuando llegó a Lyon se alojó en el monasterio de las Visitandinas, en la casa
del jardinero, para no causar demasiadas molestias y,
al mismo tiempo, ser más libre para encontrarse con quien lo necesitara", comienza diciendo la carta de Francisco.
Fue en esos últimos días cuando
pronunció la expresión con la que posteriormente había querido que fuera
sellada su memoria: "He resumido todo en estas
dos palabras, cuando os he dicho: nada pedir, nada rehusar. No tengo
más que deciros".
"No se trataba
de un ejercicio de mero voluntarismo, 'una voluntad sin humildad', aquella sutil tentación del
camino hacia la santidad, que la confunde con la justificación por medio de las
propias fuerzas, con la adoración de la voluntad humana y de la propia
capacidad, 'que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y
elitista privada del verdadero amor'. Mucho menos se trataba de un mero
quietismo, de un abandono pasivo y sin afectos en una doctrina sin carne y sin
historia. Nacía más bien de la contemplación de la misma vida del
Hijo encarnado", afirma el Papa.
Para el Pontífice es conmovedora
la atención del santo en reconocer el cuidado de lo que es humano como
indispensable. "En la escuela de la
encarnación había aprendido a leer la historia y a habitarla con
confianza", apunta.
Francisco de Sales entendió que
todo debía ser probado en el amor. "Recogiendo
a manos llenas de la tradición espiritual que lo había precedido, había
comprendido la importancia de poner constantemente a prueba el deseo, mediante
un continuo ejercicio de discernimiento. El criterio último para
su evaluación lo había redescubierto en el amor", comenta el Papa.
En sus últimos días en Lyon, en
la fiesta de san Esteban, dos días antes de su muerte, había dicho: "El amor es lo que da valor a nuestras obras. Os
digo más aún: una persona que sufre el martirio por Dios con
una onza de amor, merece mucho, pues la vida es lo más que se puede
dar; pero si hay otra persona que sólo sufre un golpe con dos onzas de amor
tendrá mucho más mérito, porque la caridad y el amor son los
que dan el valor a nuestras obras".
"No es
casualidad que san Francisco de Sales haya sido llamado por san Juan Pablo II 'doctor
del amor divino'", recuerda
el Papa, y añade: "no fue sólo porque escribió
un magnífico tratado sobre este tema, sino sobre todo porque fue testigo
de ese amor. Por otra parte, sus escritos no se pueden considerar
como una teoría redactada en un escritorio, lejos de las preocupaciones del
hombre común. Su enseñanza, en efecto, nació de una escucha atenta de
la experiencia", señala.
DEJA
INTACTA LA LIBERTAD
"En la memoria
del cuarto centenario de la muerte de san Francisco de Sales me he preguntado
sobre su legado para nuestra época, y he encontrado iluminadoras su flexibilidad y su capacidad de
visión (...). Ni él mismo hubiera llegado a imaginar que en esto reconocería
una gran oportunidad para el anuncio del Evangelio. La Palabra que había amado
desde su juventud era capaz de hacerse camino abriendo
horizontes nuevos e impredecibles en un mundo en rápida transición", comenta el Papa.
Para el Santo Padre, el ejemplo
de vida de Francisco de Sales es muy rico y actual. "Dios
no nos atrae con cadenas de hierro,
como a los toros y a los búfalos, sino mediante invitaciones, dulces encantos y
santas inspiraciones, que son los lazos de Adán y de la humanidad, es decir,
los propios y convenientes al corazón humano, que naturalmente está
dotado de libertad (...). Por consiguiente, ninguna
imposición externa, ninguna fuerza despótica y arbitraria, ninguna
violencia. Más bien, la forma persuasiva de una invitación que deja intacta la
libertad del hombre", apunta.
En este sentido, el Papa
advierte: "El gran riesgo del mundo actual,
con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que
brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres
superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en
los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya
no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce
alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los
creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y
se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida", reconoce.
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Puedes
leer la carta completa a continuación:
Carta apostólica, Totum
amoris est, del Santo Padre Francisco en el IV centenario de la muerte de San
Francisco de Sales.
«Todo pertenece al amor».[1]En
estas palabras podemos recoger la herencia espiritual legada por san Francisco
de Sales, que murió hace cuatro siglos, el 28 de diciembre de 1622, en Lyon.
Tenía poco más de cincuenta años y, durante los últimos veinte años, había sido
obispo y príncipe “exiliado” de Ginebra.
Había llegado a Lyon después de su última misión diplomática. El duque de
Saboya le había pedido que acompañara al cardenal Mauricio de Saboya a Aviñón.
Juntos habrían rendido homenaje al joven rey Luis XIII, que regresaba a París, subiendo
el valle del Ródano, luego de una victoriosa campaña militar en el sur de
Francia. Cansado y con la salud deteriorada, Francisco se había puesto en
camino por puro espíritu de servicio. «Si no fuera tan útil a su servicio que
yo haga este viaje, tendría, ciertamente, muy buenas y sólidas razones para
eximirme de él; pero, si se trata de su servicio, vivo o muerto, no me echaré
atrás, sino que iré o me haré arrastrar».[2]Este era su carácter.
Finalmente, cuando llegó a Lyon se alojó en el monasterio de las Visitandinas,
en la casa del jardinero, para no causar demasiadas molestias y, al mismo
tiempo, ser más libre para encontrarse con quien lo necesitara.
Poco impresionado desde hacía
bastante tiempo por «las débiles grandezas de la corte»,[3]también
había consumado sus últimos días llevando adelante el ministerio de pastor en
una sucesión de compromisos: confesiones,
coloquios, conferencias, predicaciones y las últimas, infaltables, cartas de
amistad espiritual. La razón profunda de este estilo de vida lleno de
Dios se le había hecho cada vez más nítida a lo largo del tiempo, y él la había
formulado con sencillez y precisión en su célebre Tratado del amor de Dios: «Tan pronto como el hombre fija con alguna atención su
pensamiento en la consideración de la divinidad, siente cierta dulce emoción en
su corazón, que muestra que Dios es Dios del corazón humano».[4]Es
la síntesis de su pensamiento. La experiencia de Dios es una evidencia del
corazón humano. Esta no es una construcción mental, más bien es un reconocimiento
lleno de asombro y de gratitud, que resulta de la manifestación de Dios. En el
corazón y por medio del corazón es donde se realiza ese sutil e intenso proceso
unitario en virtud del cual el hombre reconoce a Dios y, al mismo tiempo, a sí
mismo, su propio origen y profundidad, su propia realización en la llamada al
amor. Descubre que la fe no es un movimiento ciego, sino sobre todo una
disposición del corazón. A través de ella el hombre confía en una verdad que se
presenta a la conciencia como una “dulce emoción”, capaz
de suscitar un correspondiente e irrenunciable bien-querer por cada realidad
creada, como a él le gustaba decir.
A esta luz se comprende cómo para
san Francisco de Sales no hay mejor lugar donde encontrar a Dios y ayudar a
buscarlo que en el corazón de cada mujer y hombre de su tiempo. Lo había
aprendido desde su temprana juventud, observándose a sí mismo con fina atención
y escrutando el corazón humano.
En el último encuentro de esos
días en Lyon, y con el sentido íntimo de una cotidianidad habitada por Dios,
había dejado a sus Visitandinas la expresión con la que posteriormente había
querido que fuera sellada su memoria: «He resumido
todo en estas dos palabras, cuando os he dicho: nada pedir, nada rehusar. No
tengo más que deciros».[5]Sin embargo, no se trataba de un
ejercicio de mero voluntarismo, «una voluntad sin
humildad»,[6]aquella sutil tentación del camino
hacia la santidad, que la confunde con la justificación por medio de las
propias fuerzas, con la adoración de la voluntad humana y de la propia
capacidad, «que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista
privada del verdadero amor».[7]Mucho menos se trataba de un mero
quietismo, de un abandono pasivo y sin afectos en una doctrina sin carne y sin
historia.[8]Nacía más bien de la contemplación de la misma vida del
Hijo encarnado. Era el 26 de diciembre, y el santo hablaba a las hermanas en el
corazón del misterio de la Navidad: «¿Veis al Niño
Jesús en el pesebre? Acepta todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo
lo que su Padre permite le suceda. No está escrito que haya extendido alguna
vez sus manos a los pechos de su Madre, se abandonaba totalmente a su cuidado y
previsión, sin rehusar los pequeños alivios que ella le daba. Del mismo modo
nosotros no debemos desear ni rehusar nada, sino aceptar igualmente todo lo que
la Providencia de Dios permita que nos suceda, el frío y las inclemencias del
tiempo».[9]Es conmovedora su atención en reconocer
el cuidado de lo que es humano como indispensable. En la escuela de la
encarnación había aprendido a leer la historia y a habitarla con confianza.
El criterio del amor
Por medio de la experiencia había
reconocido el deseo como la raíz de toda vida espiritual verdadera y, al mismo
tiempo, como lugar de su falsificación. Por eso, recogiendo a manos llenas de
la tradición espiritual que lo había precedido, había comprendido la
importancia de poner constantemente a prueba el deseo, mediante un continuo
ejercicio de discernimiento. El criterio último para su evaluación lo había
redescubierto en el amor. En esa última estadía en Lyon, en la fiesta de san
Esteban, dos días antes de su muerte, había dicho: «El
amor es lo que da valor a nuestras obras. Os digo más aún: una persona que
sufre el martirio por Dios con una onza de amor, merece mucho, pues la vida es
lo más que se puede dar; pero si hay otra persona que sólo sufre un golpe con
dos onzas de amor tendrá mucho más mérito, porque la caridad y el amor son los
que dan el valor a nuestras obras».[10]
Con sorprendente concreción había
continuado ilustrando la difícil relación entre contemplación y acción: «Sabéis o debéis saber que la contemplación es mejor que
la acción y la vida activa; pero si en esta hay más unión [con Dios], entonces
es mejor que aquella. Si una hermana que está en la cocina manejando la sartén
junto al fuego tiene más amor y caridad que otra, el fuego material no le
quitará el mérito, al contrario, le ayudará y será más grata a Dios. Con
bastante frecuencia se está tan unido a Dios en la acción como en la soledad.
En fin, vuelvo siempre a la cuestión, donde se encuentre más amor».[11]Esta
es la verdadera pregunta que disipa instantáneamente toda rigidez inútil o todo
repliegue sobre sí mismo: interrogarse en todo
momento, en toda decisión, en toda circunstancia de la vida dónde reside el
mayor amor. No es casualidad que san Francisco de Sales haya sido
llamado por san Juan Pablo II «doctor del amor
divino»,[12]no fue sólo porque escribió un
magnífico Tratado sobre este tema, sino sobre todo porque fue testigo de ese
amor. Por otra parte, sus escritos no se pueden considerar como una teoría
redactada en un escritorio, lejos de las preocupaciones del hombre común. Su
enseñanza, en efecto, nació de una escucha atenta de la experiencia. Él no hizo
más que transformar en doctrina lo que vivía y leía en su singular e innovadora
acción pastoral, gracias a una agudeza iluminada por el Espíritu. Una síntesis
de este modo de proceder se encuentra en el Prólogo del mismo Tratado del amor
de Dios: «Todo en la Iglesia es para el amor, en el
amor, por el amor y del amor».[13]
Los años de la primera
formación: la aventura de conocerse en Dios
Nació el 21 de agosto de 1567, en
el castillo de Sales, cerca de Thorens, de Francisco de Nouvelles, señor de
Boisy, y de Francisca de Sionnaz. «Vivió a caballo
entre dos siglos, el XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y
de las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia
del humanismo con la tendencia hacia lo absoluto propia de las corrientes
místicas».[14]
Después de la formación cultural
inicial, primero en el colegio de La Roche-sur-Foron y después en el de Annecy,
llegó a París, al colegio jesuita Clermont, que había sido fundado
recientemente. En la capital del Reino de Francia, devastada por las guerras de
religión, experimentó en poco tiempo dos crisis interiores consecutivas, que
marcaron su vida de modo indeleble. Esa ardiente oración hecha en la Iglesia de
Saint-Étienne-des-Grès, frente a la Virgen Negra de París, en medio de la oscuridad,
le encenderá en el corazón una llama que permanecerá viva en él para siempre,
como clave de lectura de su propia experiencia y de la de otros. «Señor, tú que
tienes todo en tus manos y cuyos caminos son justicia y verdad, cualquier cosa
que suceda, […] yo te amaré, Señor […], te
amaré aquí, oh Dios mío, y siempre esperaré en tu misericordia, y siempre
cantaré tus alabanzas. […] Oh, Señor Jesús, tú siempre
serás mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivientes».[15]
Eso había escrito en su cuaderno,
recuperando la paz. Y esta experiencia, con sus inquietudes y sus
interrogantes, para él siempre será iluminadora y le dará un singular camino de
acceso al misterio de la relación de Dios con el hombre. Le ayudará a escuchar
la vida de los demás y a reconocer, con fino discernimiento, la actitud
interior que une el pensamiento al sentimiento, la razón a los afectos, y que
de ese modo es capaz de llamar por nombre al “Dios
del corazón humano”. Por este camino Francisco no corrió el peligro de
atribuir un valor teórico a la propia experiencia personal, absolutizándola,
sino que aprendió algo extraordinario, fruto de la gracia: a leer en Dios lo
vivido por él y por los demás.
Aunque nunca haya pretendido
elaborar un sistema teológico propiamente dicho, su reflexión sobre la vida
espiritual tuvo una notable dignidad teológica. Aparecen en él los rasgos
esenciales del quehacer teológico, para el cual es necesario no olvidar dos
dimensiones constitutivas. La primera es precisamente la vida espiritual,
porque es en la oración humilde y perseverante, en la apertura al Espíritu
Santo, que se puede tratar de comprender y de expresar al Verbo de Dios. Los
teólogos se fraguan en el crisol de la oración. La segunda dimensión es la vida
eclesial: sentir en la Iglesia y con la Iglesia. También la teología se ha
visto afectada por la cultura individualista, pero el teólogo cristiano elabora
su pensamiento inmerso en la comunidad, partiendo en ella el pan de la Palabra.[16]La
reflexión de Francisco de Sales, al margen de las disputas entre las escuelas
de su época, y aun respetándolas, nace precisamente de estos dos rasgos
constitutivos.
El descubrimiento de un
mundo nuevo
Cuando finalizó los estudios
humanísticos, continuó con los de derecho en la Universidad de Padua. Al regresar
a Annecy ya había decidido la orientación de su vida, no obstante las
resistencias de sus padres. Fue ordenado sacerdote el 18 de diciembre de 1593.
En los primeros días de septiembre del año siguiente, por invitación del
obispo, Mons. Claude de Granier, fue llamado a la difícil misión en el
Chablais, territorio perteneciente a la diócesis de Annecy, de confesión
calvinista, que, en el intrincado laberinto de guerras y tratados de paz, había
pasado nuevamente a estar bajo el control del ducado de Saboya. Fueron años
intensos y dramáticos. Aquí descubrió, junto con alguna rígida intransigencia
que luego le hará reflexionar, sus aptitudes de mediador y hombre de diálogo.
Además, se descubrió inventor de originales y audaces praxis pastorales, como las
famosas “hojas volantes”, que se colgaban en
todas partes e incluso se deslizaban debajo de las puertas de las casas.
En 1602 regresó a París, ocupado
en llevar adelante una delicada misión diplomática, en nombre del mismo Granier
y con instrucciones precisas de la Sede Apostólica, después de la enésima
modificación del cuadro político-religioso del territorio de la diócesis de
Ginebra. A pesar de la buena disposición por parte del rey de Francia, la
misión fracasó. Él mismo escribió al Papa Clemente VIII: «Después de nueve meses, me vi obligado a dar marcha
atrás sin haber concluido casi nada».[17]Sin embargo, aquella
misión se reveló para él y para la Iglesia de una riqueza inesperada bajo el
perfil humano, cultural y religioso. En el tiempo libre que los negociados
diplomáticos le concedían, Francisco predicó ante la presencia del rey y de la
corte de Francia, estableció relaciones importantes y, sobre todo, se sumergió
totalmente en la prodigiosa primavera espiritual y cultural de la moderna
capital del Reino.
Allí todo había cambiado y estaba
cambiando. Él mismo se dejó tocar e interrogar tanto por los grandes problemas
que se presentaban en el mundo y el nuevo modo de observarlos, como por la
sorprendente demanda de espiritualidad que había nacido y las cuestiones
inéditas que esta planteaba. En pocas palabras, percibió un verdadero “cambio de época”, al que era necesario responder
con lenguajes antiguos y nuevos. Ciertamente, no era la primera vez que
encontraba cristianos fervorosos, pero se trataba de algo distinto. No era la
París devastada por las guerras de religión, que había visto en sus años de
formación, ni la lucha encarnizada librada en los territorios del Chablais. Era
una realidad inesperada: una multitud «de santos,
de verdaderos santos, numerosos y que estaban en todas partes».[18]Eran
hombres y mujeres de cultura, profesores de la Sorbona, representantes de las
instituciones, príncipes y princesas, siervos y siervas, religiosos y
religiosas. Un mundo que estaba sediento de Dios.
Conocer a esas personas y tomar
conciencia de sus interrogantes fue una de las circunstancias providenciales
más importantes de su vida. Así, días aparentemente inútiles e infructuosos se
transformaron en una escuela incomparable para leer los estados de ánimo de esa
época, sin nunca elogiarlos. En él, el hábil e infatigable controversista se
estaba transformando, por la gracia, en un fino intérprete del tiempo y
extraordinario director de almas. Su acción pastoral, las grandes obras
(Introducción a la vida devota y Tratado del amor de Dios), la infinidad de
cartas de amistad espiritual que fueron enviadas, dentro y fuera de los muros
de los conventos y los monasterios, a religiosos y religiosas, a hombres y
mujeres de la corte y a la gente común, el encuentro con Juana Francisca de
Chantal y la misma fundación de la Visitación en 1610 resultarían
incomprensibles sin este cambio interior. Evangelio y cultura encontraban de
ese modo una síntesis fecunda, de la que derivaba la intuición de un método
auténtico, maduro y listo para una cosecha duradera y prometedora.
En una de las primeras cartas de
dirección y amistad espiritual que Francisco de Sales envió a una de las
comunidades que visitó en París, mencionaba, con humildad, un “método suyo”, que se diferenciaba de los demás,
con vistas a una verdadera reforma. Un método que renunciaba a la severidad y
confiaba plenamente en la dignidad y capacidad de un alma devota, no obstante
sus debilidades: «Me viene la duda de que a vuestra
reforma también se pueda oponer otro impedimento: tal vez aquellos que os la
han impuesto han curado la llaga con demasiada dureza. […] Yo
alabo su método, aunque no sea el que suelo usar, especialmente con respecto a
espíritus nobles y bien educados como los vuestros. Creo que sea mejor
limitarse a mostrarles el mal y a poner el bisturí en sus manos para que ellos
mismos practiquen la incisión necesaria. Pero no descuidéis por ello la reforma
que necesitáis».[19]En estas palabras se trasluce esa mirada
que ha hecho célebre el optimismo salesiano, que ha dejado su huella permanente
en la historia de la espiritualidad y que ha florecido sucesivamente, como en
el caso de don Bosco dos siglos después.
Cuando regresó a Annecy, fue
ordenado obispo el 8 de diciembre del mismo año 1602. El influjo de su ministerio
episcopal en la Europa de esa época y de los siglos posteriores resulta
inmenso. «Fue apóstol, predicador, escritor, hombre
de acción y de oración; comprometido en hacer realidad los ideales del concilio
de Trento; implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes,
experimentando cada vez más la eficacia de la relación personal y de la
caridad, más allá del necesario enfrentamiento teológico; encargado de misiones
diplomáticas a nivel europeo, y de tareas sociales de mediación y reconciliación».[20]Sobre
todo, fue intérprete del cambio de época y guía de las almas en un tiempo que
tenía sed de Dios de un modo nuevo.
La caridad hace todo
por sus hijos
Entre 1620 y 1621, es decir, ya
al final de su vida, Francisco dirigió a un sacerdote de su diócesis unas
palabras capaces de iluminar su visión de la época. Lo animaba a secundar su
deseo de dedicarse a la escritura de textos originales, que lograran interceptar
los nuevos interrogantes, intuyendo en ellos las necesidades. «Os debo decir que el conocimiento que voy adquiriendo
cada día de los estados de ánimo del mundo me lleva a desear apasionadamente
que la divina Bondad inspire a alguno de sus siervos a escribir según el gusto
de este pobre mundo».[21]La razón de este estímulo
la encontraba en la propia visión del tiempo: «El
mundo se está volviendo tan delicado, que dentro de poco nadie se atreverá más
a tocarlo, sino con guantes de seda, ni a medicar sus llagas, sino con
cataplasmas de cebolla; pero, ¿qué importa, si los hombres son curados y, en
definitiva, salvados? Nuestra reina, la caridad, hace todo por sus hijos».[22]No
era algo que se daba por sentado, ni mucho menos una rendición final frente a una
derrota. Se trataba, más bien, de la intuición de un cambio que estaba en curso
y de la exigencia, totalmente evangélica, de comprender cómo poder habitarlo.
La misma conciencia, además, la
había madurado y expresado en el Prólogo, al introducir el Tratado del amor de
Dios: «He tenido en cuenta la condición de las almas en estos tiempos, y además
debía tenerla, porque importa mucho mirar la condición de los tiempos en que se
escribe».[23]Rogando, asimismo, la benevolencia del lector,
afirmaba: «Y si encontrares el estilo un poco
diferente del que he usado escribiendo a Filotea, y ambos muy diversos del que
empleé en la Defensa de la cruz, debes saber que en diecinueve años se aprenden
y se olvidan muchas cosas; que el lenguaje de la guerra no es igual que el de
la paz, y que de una manera se habla a los muchachos principiantes y de otra a
los viejos compañeros».[24]Pero, frente a este cambio, ¿por dónde comenzar? No lejos de la misma historia
de Dios con el hombre. De aquí el objetivo final de su Tratado: «Mi pensamiento
ha sido tan sólo exponer sencilla y llanamente, sin artificios ni aderezos de
estilo, la historia del nacimiento, progreso, decadencia, operaciones,
propiedades, beneficios y excelencias del amor divino».[25]
Las preguntas de un
cambio de época
En la memoria del cuarto
centenario de la muerte de san Francisco de Sales, me he preguntado sobre su
legado para nuestra época, y he encontrado iluminadoras su flexibilidad y su
capacidad de visión. Un poco por don de Dios, un poco por índole personal, y
también por la profundización constante de sus vivencias, había tenido la
nítida percepción del cambio de los tiempos. Ni él mismo hubiera llegado a
imaginar que en esto reconocería una gran oportunidad para el anuncio del
Evangelio. La Palabra que había amado desde su juventud era capaz de hacerse
camino abriendo horizontes nuevos e impredecibles en un mundo en rápida
transición.
Es lo que también nos espera como
tarea esencial para este cambio de época: una
Iglesia no autorreferencial, libre de toda mundanidad pero capaz de habitar el
mundo, de compartir la vida de la gente, de caminar juntos, de escuchar y de acoger.[26]Es
lo que realizó Francisco de Sales leyendo su época con ayuda de la gracia. Por
eso, él nos invita a salir de la preocupación excesiva por nosotros mismos, por
las estructuras, por la imagen social, y a preguntarnos más bien cuáles son las
necesidades concretas y las esperanzas espirituales de nuestro pueblo.[27]Por
tanto, releer algunas de sus decisiones cruciales es importante también hoy,
para vivir el cambio con sabiduría evangélica.
La brisa y las alas
La primera de dichas decisiones
fue la de releer y volver a proponer a cada uno, en su condición específica, la
feliz relación entre Dios y el ser humano. En definitiva, la razón última y el
objetivo concreto del Tratado era precisamente ilustrar a los contemporáneos el
encanto del amor de Dios. «¿Cuáles son —se
preguntaba— los lazos habituales por los cuales la Providencia divina
acostumbra atraer nuestros corazones a su amor?».[28]Partiendo
sugestivamente del texto de Oseas 11,4,[29]definía tales medios
ordinarios como «lazos de humanidad, o de caridad y amistad». «No cabe duda —escribía—
de que Dios no nos atrae con cadenas de hierro,
como a los toros y a los búfalos, sino mediante invitaciones, dulces encantos y
santas inspiraciones, que son los lazos de Adán y de la humanidad, es decir,
los propios y convenientes al corazón humano, que naturalmente está dotado de
libertad».[30]Es a través de estos lazos que Dios
ha sacado a su pueblo de la esclavitud, enseñándole a caminar, llevándolo de la
mano, como hace un papá o una mamá con el propio hijo. Por consiguiente,
ninguna imposición externa, ninguna fuerza despótica y arbitraria, ninguna
violencia. Más bien, la forma persuasiva de una invitación que deja intacta la
libertad del hombre. «La gracia —proseguía,
pensando ciertamente en tantas historias de vida que había conocido— tiene
fuerza, no para obligar, sino para atraer el corazón; ejerce una santa
violencia, no para vulnerar, sino para enamorar nuestra libertad; obra
fuertemente, mas con suavidad tan admirable, que nuestra voluntad no queda
agobiada bajo tan poderosa acción; nos presiona, pero no sofoca nuestra
libertad. Así, pues, en medio de toda su fuerza, podemos consentir o resistir a
sus impulsos, según nos place».[31]
Poco antes había bosquejado dicha
relación utilizando el curioso ejemplo del “ápodo”:
«Hay cierta clase de pájaros, oh Teótimo, a los cuales Aristóteles llama
“ápodos”, esto es, sin pies, porque, teniendo las piernas extremadamente cortas
y los pies sin fuerza, no les sirven más que si realmente no los tuvieran. Por
donde sucede que, si una vez caen a tierra, permanecen como clavados en ella,
sin que puedan nunca por sí mismos recobrar el vuelo, porque, no pudiéndose
valer de sus piernas ni de sus pies, no tienen medio ninguno para tomar impulso
y lanzarse de nuevo al aire. Así, quedan allí inmóviles y hasta llegan a morir,
si el viento propicio a su impotencia, soplando fuertemente sobre la faz de la
tierra, no viene a arrebatarlos y levantarlos, como hace con otras cosas;
porque entonces, si empleando ellos sus alas, corresponden a este impulso y
primer vuelo que el viento les da, el mismo viento continúa ayudándoles,
impeliéndoles cada vez más a volar».[32]Así es el
hombre: hecho por Dios para volar y desplegar todas sus potencialidades en la
llamada al amor, corre el riesgo de volverse incapaz de levantar el vuelo
cuando cae a tierra y no acepta volver a abrir las alas a la brisa del
Espíritu.
Esta es, pues, la “forma” a través de la cual la gracia de Dios se
concede a los hombres: la de los preciosos y muy humanos vínculos de Adán. La
fuerza de Dios no deja de ser absolutamente capaz de restablecer el vuelo y,
sin embargo, su dulzura hace que la libertad de consentimiento no sea violada o
inútil. Corresponde al hombre levantarse o no levantarse. Aunque la gracia lo
haya tocado para despertarlo, sin él, esta no quiere que el hombre se levante
sin su consentimiento. De esa manera obtiene su reflexión conclusiva: «Las inspiraciones, oh Teótimo, nos previenen, y antes de
que hayamos pensado en ellas, experimentamos su presencia, mas después de
haberlas sentido, a nosotros toca consentir, secundándolas y siguiendo sus
impulsos, o disentir y rechazarlas: ellas se hacen sentir en nosotros y sin
nosotros, pero no obtienen el consentimiento sin nosotros».[33]Por
lo tanto, la relación con Dios se trata siempre de una experiencia de gratuidad
que manifiesta la profundidad del amor del Padre.
Ahora bien, esta gracia nunca
hace al hombre pasivo, sino que lleva a comprender que estamos precedidos
radicalmente por el amor de Dios, y que su primer don consiste precisamente en
haber recibido su mismo amor. Pero cada uno tiene el deber de cooperar en su
propia realización, desplegando con confianza las propias alas a la brisa de
Dios. Aquí vemos un aspecto importante de nuestra vocación humana: «El mandato de Dios a Adán y Eva en el relato del Génesis
es ser fecundos. La humanidad ha recibido el mandato de cambiar, construir y
dominar la creación en el sentido positivo de crear desde y con ella. Entonces,
el futuro no depende de un mecanismo invisible en el que los humanos son
espectadores pasivos. No, somos protagonistas, somos —forzando la
palabra—cocreadores».[34]Francisco de Sales lo
comprendió bien y trató de transmitirlo en su ministerio de guía espiritual.
La verdadera devoción
Una segunda y gran decisión
crucial fue la de haberse centrado en la cuestión de la devoción. También en
este caso, el nuevo cambio de época había formulado no pocos interrogantes, tal
como ocurre en nuestros días. Dos aspectos en particular requieren que sean
comprendidos y revitalizados también hoy. El primero se refiere a la idea misma
de devoción, el segundo, a su carácter universal y popular. Indicar, ante todo,
qué se entiende por devoción es la primera consideración que encontramos al
comienzo de Filotea: «Es necesario que conozcas,
desde el principio, en qué consiste la virtud de la devoción, pues son
numerosas las devociones falsas e inútiles y sólo hay una verdadera, que, si no
la conoces, podrías sufrir engaño determinándote a seguir alguna devoción
inconveniente y supersticiosa».[35]
La descripción de Francisco de
Sales acerca de la falsa devoción, en la que no nos es difícil reconocernos, es
amena y siempre actual, sin dejar fuera una pizca eficaz de sano sentido del
humor: «El que se siente inclinado a ayunar se
considerará muy devoto si no come, aunque su corazón esté lleno de rencor; y
mientras por sobriedad no se atreve a mojar su lengua, no digo en vino, pero ni
siquiera en agua, no temerá teñirla en la sangre del prójimo mediante
maledicencias y calumnias. Otro se creerá devoto porque reza diariamente un
sinnúmero de oraciones, aunque después su lengua se desate de continuo en
palabras insolentes, arrogantes e injuriosas contra sus familiares y vecinos.
Algún otro abrirá su bolsa de buena gana para distribuir limosnas entre los
pobres, pero no es capaz de sacar dulzura de su corazón perdonando a sus
enemigos. Aquel perdonará a sus enemigos, pero no saldará sus deudas si no es
apremiado por la justicia».[36]Evidentemente, son
los vicios y las dificultades de siempre, también de hoy, por lo que el santo
concluye: «Todos estos son tenidos vulgarmente por
devotos; nombre que de ninguna manera merecen».[37]
En cambio, la novedad y la verdad
de la devoción se encuentran en otro lado, en una raíz profundamente unida a la
vida divina en nosotros. De ese modo «la devoción
viva y verdadera […] presupone el amor de Dios; mejor
dicho, no es otra cosa que el verdadero amor de Dios, y no un amor cualquiera».[38]En
su ferviente imaginación la devoción no es más que, «en resumen, una agilidad o
viveza espiritual por cuyo medio la caridad actúa en nosotros y nosotros
actuamos en ella con prontitud y alegría».[39]Por eso no se coloca
junto a la caridad, sino que es una de sus manifestaciones y, al mismo tiempo,
conduce a ella. Es como una llama con respecto al fuego: reaviva su intensidad, sin cambiar su naturaleza. «En
conclusión, se puede decir que entre la caridad y la devoción no existe mayor
diferencia que entre la llama y el fuego; siendo la caridad fuego espiritual,
cuando está bien inflamada, se llama devoción; así que la devoción nada añade
al fuego de la caridad fuera de la llama que la hace pronta, activa, diligente,
no sólo en la observancia de los mandamientos, sino también en el ejercicio de
los consejos e inspiraciones celestiales».[40]Una devoción
así entendida no tiene nada de abstracto. Es, más bien, un estilo de vida, un
modo de ser en lo concreto de la existencia cotidiana. Esta recoge e interpreta
las pequeñas cosas de cada día, la comida y el vestido, el trabajo y el
descanso, el amor y la descendencia, la atención a las obligaciones
profesionales; en síntesis, ilumina la vocación de cada uno.
Aquí se intuye la raíz popular de
la devoción, afirmada desde las primeras líneas de Filotea: «Casi todos los que hasta ahora han tratado de la
devoción, se han dirigido a los que viven alejados de este mundo o, por lo
menos, han trazado caminos que empujan a un absoluto retiro. Mi intención es
instruir a los que viven en las ciudades, con sus familias, en la corte y, por
su condición, están obligados, por las conveniencias sociales, a vivir en medio
de los demás».[41]Es por ello que está muy equivocado quien
piensa en relegar la devoción a algún ámbito protegido o reservado. Esta es,
más bien, de todos y para todos, dondequiera que estemos, y cada uno la puede
practicar según la propia vocación. Como escribía san Pablo VI en el cuarto
centenario del nacimiento de Francisco de Sales, «la santidad no es prerrogativa
de una clase o de otra; sino que a todos los cristianos se les dirige esta
invitación apremiante: “¡Amigo, siéntate en un
lugar más destacado!” (Lc14,10); todos están vinculados por el deber de
subir al monte de Dios, aunque no todos por el mismo camino. “La devoción se ha de ejercitar de diversas maneras,
según que se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un
príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más
aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas,
negocios y ocupaciones particulares de cada uno”».[42]Recorrer
la ciudad secular manteniendo la interioridad y conjugar el deseo de perfección
con cada estado de vida, volviendo a encontrar un centro que no se separa del mundo,
sino que enseña a habitarlo, a apreciarlo, aprendiendo también a tomar de él
una justa distancia; ese era el propósito del santo, y sigue siendo una valiosa
lección para cada mujer y hombre de nuestro tiempo.
Este es el tema conciliar de la
vocación universal a la santidad: «Todos los
fieles, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan
poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su
camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo
Padre celestial».[43]“Cada uno por su camino”. «Entonces, no se trata de
desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen
inalcanzables».[44]La madre Iglesia no nos los propone para
que intentemos copiarlos, sino para que nos alienten a caminar por la senda
única y particular que el Señor ha pensado para nosotros. «Lo que interesa es
que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí,
aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf.1 Co12,7)».[45]
El éxtasis de la vida
Todo ello condujo al santo obispo
a considerar la vida cristiana en su totalidad como «el
éxtasis de la obra y de la vida».[46]Pero no hay
que confundirla con una fuga fácil o una retirada intimista, mucho menos con
una obediencia triste y gris. Sabemos que este peligro siempre está presente en
la vida de fe. En efecto, «hay cristianos cuya opción parece ser la de una
Cuaresma sin Pascua. […] Comprendo a las personas que
tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero
poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse,
como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias».[47]
Permitir que se despierte la
alegría es precisamente lo que expresa Francisco de Sales al describir “el éxtasis de la obra y de la vida”. Gracias a
ella «no sólo llevamos una vida civil, honesta y
cristiana, sino también una vida sobrehumana, espiritual, devota y extática, es
decir, una vida, bajo todos los conceptos, fuera y por encima de nuestra
condición natural».[48]Nos encontramos aquí en las
páginas centrales y más luminosas del Tratado. El éxtasis es el desbordamiento
feliz de la vida cristiana, lanzada más allá de la mediocridad de la mera
observancia: «No robar, no mentir, no cometer actos
lujuriosos, orar a Dios, no jurar en vano, amar y honrar a los padres, no
matar; todo esto es vivir según la razón natural del hombre. Mas dejar todos
nuestros bienes, amar la pobreza, buscarla y estimarla como la más deliciosa
señora, tener los oprobios, desprecios, humillaciones, persecuciones y
martirios por felicidad y dicha, contenerse en los términos de una absoluta
castidad, y, en fin, vivir en medio del mundo y en esta vida mortal en
oposición a todas las opiniones y máximas mundanas y contra la corriente del
río de esta vida, con habitual resignación, renuncias y abnegaciones de
nosotros mismos, todo esto no es vivir humana, sino sobrehumanamente; no es
vivir en nosotros, sino fuera de nosotros y sobre nosotros. Y porque nadie
puede salir de este modo sobre sí mismo si el Padre Eterno no le atrae, por eso
este género de vida debe ser un rapto continuo y un éxtasis perpetuo de acción
y de operación».[49]
Es una vida que, ante toda aridez
y frente a la tentación de replegarse sobre sí, ha encontrado nuevamente la
fuente de la alegría. En efecto, «el gran riesgo
del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una
tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda
enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida
interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los
demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza
la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los
creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y
se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida».[50]
A la descripción del “éxtasis de la obra y de la vida”, san Francisco
añade dos observaciones importantes, válidas también para nuestro tiempo. La
primera se refiere a un criterio eficaz para el discernimiento de la verdad de
ese mismo estilo de vida y la segunda a su origen profundo. En cuanto al
criterio de discernimiento, él afirma que, si por un lado dicho éxtasis
comporta un auténtico salir de sí mismo, por otro lado, no significa un
abandono de la vida. Es importante no olvidarlo nunca, para evitar peligrosas
desviaciones. En otras palabras, quien presume de elevarse hacia Dios, pero no
vive la caridad para con el prójimo, se engaña a sí mismo y a los demás.
Volvemos a encontrar aquí el
mismo criterio que él aplicaba a la calidad de la verdadera devoción. «Cuando se ve a una persona que en la oración tiene
raptos por los cuales sale y sube encima de sí misma hasta Dios, y, sin
embargo, no tiene éxtasis en su vida, esto es, no lleva una vida elevada y
unida a Dios, […] sobre todo, por medio de una continua
caridad, creedme que todos estos raptos son grandemente dudosos y peligrosos». Su
conclusión es muy eficaz: «Estar sobre sí mismo en
la oración y bajo sí mismo en las obras y en la vida, ser angélico en la
meditación y bestial en la conversación […] es una señal
cierta de que tales raptos y tales éxtasis no son más que ardides y engaños del
espíritu maligno».[51]Se trata, en definitiva, de lo que ya
recordaba Pablo a los corintios en el himno a la caridad: «Aunque tuviera toda
la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.
Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi
cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada» (1
Co13,2-3).
Por tanto, para san Francisco de
Sales la vida cristiana nunca está exenta de éxtasis y, sin embargo, el éxtasis
no es auténtico sin la vida. En efecto, la vida sin éxtasis corre el riesgo de
reducirse a una obediencia opaca, a un Evangelio que ha olvidado su alegría.
Por otra parte, el éxtasis sin la vida se expone fácilmente a la ilusión y al
engaño del Maligno. Las grandes polaridades de la vida cristiana no se pueden
resolver la una en la otra. En todo caso, una mantiene a la otra en su
autenticidad. De ese modo, la verdad no es tal sin justicia; la satisfacción,
sin responsabilidad; la espontaneidad, sin ley; y viceversa.
Por otra parte, en cuanto al
origen profundo de este éxtasis, él lo vincula sabiamente al amor manifestado
por el Hijo encarnado. Si, por un lado, es verdad que «el amor es el primer
acto y el principio de nuestra vida devota o espiritual por el cual vivimos,
sentimos y nos movemos» y, por otro lado, que «nuestra
vida espiritual consiste toda en nuestros movimientos afectivos», está
claro que «un corazón que no tiene afecto, no tiene
amor», como también que «un corazón que
tiene amor, no puede estar sin movimiento afectivo».[52]Pero
el origen de este amor que atrae el corazón es la vida de Jesucristo: «Nada urge y aprieta tanto al corazón del hombre como el
amor», y el culmen de dicha urgencia es que «Jesucristo
murió por nosotros, nos ha dado la vida con su muerte. Nosotros sólo vivimos
porque Él murió; murió por nosotros, para nosotros y en nosotros».[53]
Es conmovedora esta indicación
que, más allá de una visión iluminada y no evidente de la relación entre Dios y
el hombre, manifiesta el estrecho vínculo afectivo que unía al santo obispo con
el Señor Jesús. La verdad del éxtasis de la vida y de la acción no es genérica,
sino que se manifiesta según la forma de la caridad de Cristo, que culmina en
la cruz. Este amor no anula la existencia, sino que la hace brillar de una
manera extraordinaria.
Es por ello que, con una imagen
muy hermosa, san Francisco de Sales describía el Calvario como «el monte de los amantes».[54]Allí,
y sólo allí, se comprende que «no se puede tener la vida sin el amor, ni el
amor sin la muerte del Redentor; mas, fuera de allí, todo es o muerte eterna o
amor eterno, y toda la sabiduría cristiana consiste en elegir bien».[55]De
esta manera puede cerrar su Tratado remitiendo a la conclusión de un discurso
de san Agustín sobre la caridad: «¿Qué hay más fiel
que el amor, no al servicio de la vanidad, sino de la eternidad? En efecto,
tolera todo en la vida presente, porque cree todo lo referente a la vida
futura, y sufre todo lo que aquí le sobreviene, porque espera todo lo que allí
se le promete; con razón nunca desfallece. Así, pues, perseguid el amor y,
pensando devotamente en él, aportad frutos de justicia. Y cualquier alabanza
que vosotros hayáis encontrado más exuberante de lo que yo haya podido decir,
muéstrese en vuestras costumbres».[56]
Esto es lo que nos deja
ver la vida del santo obispo de Annecy, y que se nos entrega nuevamente a cada
uno. Que la celebración del cuarto centenario de su nacimiento al cielo nos
ayude a hacer de ello devota memoria; y que, por su intercesión, el Señor
infunda con abundancia los dones del Espíritu en el camino del santo Pueblo
fiel de Dios.
Roma, San Juan de
Letrán, 28 de diciembre de 2022.
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