LA HOMILÍA DEL CARDENAL JOSEPH RATZINGER ANTES DEL CÓNCLAVE QUE LE ELIGIÓ RESUMIÓ LAS LÍNEAS DE SU PENSAMIENTO SOBRE LA IGLESIA Y SOBRE LA DICTADURA DEL RELATIVISMO A LA QUE VEÍA ABOCADO EL MUNDO.
TODAS LAS PRIMAVERAS SON ESPLENDOROSAS
Y DIFERENTES, PERO LA DE 2005 FUE, ADEMÁS, INOLVIDABLE;
ESPECIALMENTE EN ROMA Y EN LA IGLESIA CATÓLICA.
Sólo quienes tienen la obligación
profesional, o la sana costumbre, de estar muy atentos a lo que sucede cayeron
en la cuenta de dos signos profundamente
elocuentes y que, sin
embargo, curiosa y sorprendentemente, pasaron casi inadvertidos para la
mayoría: los textos del Vía Crucis de aquel Viernes Santo, en el Coliseo
romano, que fueron escritos por Joseph Ratzinger, y la visita que
Su Eminencia el cardenal prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina
de la Fe hizo al impresionante monasterio de Subiaco,
a sesenta kilómetros al este de Roma, para hablar sobre Europa en la crisis de las culturas, junto a
la tumba y el recuerdo imborrable de San Benito, Patrono
de Europa…
Sólo unos cuantos días más tarde,
concluía un cónclave con la pregunta ritual al recién elegido sucesor de Juan Pablo II: “¿Con qué nombre quieres ser llamado?”; y
respondía, obviamente en latín, “Benedictus”.
En febrero de 2005, desde su libro Presente y futuro de Europa. Sus fundamentos hoy y mañana,
había resumido lapidariamente: “Un mundo sin
Dios no tiene futuro”.
En la tercera estación de aquel
Vía Crucis en el Coliseo, que Juan Pablo II ya no podía presidir como hizo los
28 años anteriores, Ratzinger denunciaba: “Se ha
convertido al hombre en una especie de mercancía de comprar y vender,
mancillando cada vez más la dignidad humana”; en la séptima, veía la
Cristiandad como “cansada de tener fe”, y en
la novena, interpelaba: “¿No debemos preguntarnos
por lo que hoy sufre Cristo en su propia Iglesia?”; y
concluía rezando: “Ayúdanos a renunciar a nuestra
soberbia destructiva”. Como decía Robert
Spaemann: “La esperanza no está en coma”. En Subiaco,
había sacudido de su letargo a la amodorrada Europa acusándola, sin medias
tintas, de una suicida
apostasía de sí misma,
de sus propias raíces cristianas. ¿Recuerdan?: “Sin
Cristo, Europa corre el riesgo evidente de desaparecer de la Historia”.
El 13 de febrero de aquel año
fallecía la vidente de Fátima sor Lucia de Santos, a los 97 años
de edad. Ratzinger había publicado un comentario teológico a la tercera parte del secreto de Fátima. Sólo el que no quiera
verlos puede dejar de ver, en estos signos, la misteriosa mano de los designios
de Dios.
Y el sábado 2 de abril, a las
21.37 horas, el alma prodigiosa de Karol Wojtyla vuelve a las manos
misericordiosas de su Creador y pasa a la vida eterna en la Casa del Padre… En
la Misa de exequias celebrada en la Plaza de San Pedro, mientras Joseph
Ratzinger, decano del Colegio Cardenalicio, inciensa los restos mortales de
Juan Pablo II, un viento impetuoso,
como aquel de Pentecostés que llenó toda la casa, hace pasar las hojas del
Evangeliario de tapas rojas sobre el ataúd del Papa difunto. Una sacudida interior conmovedora y misteriosa recorre la espina dorsal
de la Iglesia y del mundo.
La homilía de Ratzinger,
valiente, comprometida, sincera y testimonial, “durísima”
decían los vaticanistas, fue, desde luego, todo menos una homilía
electoral. Resumía su pensamiento eclesial,
magisterial: Continuidad, no
ruptura, dictadura del relativismo y, por tanto, de la arbitrariedad, irrenunciabilidad
de la verdad -“la más alta forma de caridad es
decir la verdad”- y gratitud al querido Papa santo (“Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa nos
bendice desde la ventana de la Casa del Padre”).
Homilía del cardenal
Ratzinger en la misa Pro Eligendo Pontifice del 18 de abril de 2005.
El lunes 18 de abril comienza el
cónclave y, ya al día siguiente, 19 de abril, martes, en el cuarto escrutinio -el cardenal
Wojtyla fue elegido en el octavo escrutinio-, el cardenal Raztzinger, claro,
naturalmente, es elegido nuevo Papa por mucho más de los
dos tercios requeridos; por
abrumadora mayoría. La más famosa chimenea del mundo de la era electrónica lo
anuncia, con “fumata” blanca, “urbi et
orbi”.
Mi personal experiencia de una década de corresponsal en Roma y de tres cónclaves me hizo refractario a las inútiles quinielas
cardenalicias; tenía fuentes muy de fiar, y, además, mis amigos Messori y Joaquín Navarro, Valentina y Svider, Seewald y Weigel (aún no había escrito El próximo Papa,
que debería ser lectura obligada en los Cónclaves) estaban seguros, como
yo, de que no podía ser otro que Ratzinger, dijeran lo que dijeran Zizola y Politi sobre el cardenal Martini y sobre
“el Gran Inquisidor, quemado como papable”, y,
además, alemán como Lutero, según los “enterados”
que, como mucho, veían en él a un “Popemaker”.
Algún día se acabará sabiendo lo que se dijeron, puertas adentro de
aquel Cónclave, los cardenales Ratzinger y Bergoglio, que sería su sucesor y el primer jesuita y
americano Papa en la historia de la Iglesia, pero por curiosidad que no quede,
desde luego. Yo, con ella me quedé y con ella sigo, aunque no me parece tan
misterioso adivinarlo.
Aparte de Martini, saltaron a los
medios, aquellos días, los nombres de otros cardenales “outsiders”: Sodano, Tettamanzi, Re, Ruini, Bergoglio, Arinzé, Bertone, Maradiaga, Erdo, Scola, Poupard, Ouellet… pero estaba
Ratzinger. La Constitución Universi
Dominici regis, de Juan Pablo II, sobre la sucesión apostólica en la
sede de Pedro, concluía con una petición personalísima de su sucesor, fuera el
que fuera: “Que no renuncie al ministerio al que ha sido
llamado, sino que se someta
humildemente al designio de la voluntad divina, porque Él le sostendrá”. ¡Cómo
estarían las cosas para que su sucesor, pasados unos años, tuviera la suprema
humildad de renunciar!
A un Papa santo -"¡santo subito!" gritaba el
pueblo cristiano en la plaza mayor de la cristiandad-,
le sucede un Papa sabio, teólogo, maestro, que entiende a los hombres y al que se le entiende todo, enemigo
de componendas, un Papa amigo del Papa; no quería ser Papa, sino enseñar y
escribir, y siendo Papa, derrochó sabiduría y magisterio doctrinal como Pastor
supremo y Vicario de Cristo. Muy pocas veces he visto tanta comunión, iba a
decir “complicidad”, como cuando se miraban
Karol Wotyla y Joseph Ratzinger; si acaso, cuando, vestido de sotana negra y
con una boina en la cabeza y su cartera bajo el brazo, se encontraba en el
obelisco de la Plaza de san Pedro, de mañanita, con la Madre Teresa de Calcuta…
Nadie conocía mejor a Juan Pablo
II y a la Iglesia que él. Sorprendí la misma mirada en el aeródromo de Cuatro
Vientos, aquella tarde fascinante, de furiosa tormenta, cuando bendecía con el
Santísimo a miles y miles de jóvenes enfervorizados de aquella JMJ de Madrid, cuando les decía que la
libertad de matar no es libertad y que los derechos humanos no son cosa de los
legisladores…
De verdad que fue
inolvidable aquella primavera.
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