Una vez una linda damita falleció víctima de un mal pulmonar, tan frecuente en aquellas épocas de los años treinta. Su padre, hombre del campo, haciendo caso a los vecinos, dejó la choza cerrada con todo lo que había y que le traía recuerdos de la niña.
Pasó el
tiempo y la gente de la vecindad que tenía por costumbre sacar agua del pozo
artesiano de dicha vivienda, reanudó su costumbre. Casi siempre llegaban
saludaban y luego de sacar agua se despedían. Muy pocos se percataron que
siempre había una jovencita sentada dentro de la casa, o tal vez pensaron que
era alguna parienta que había ido a reemplazar a la occisa, lo cierto es que
allí siempre estaba y no faltó alguien que la vio y la saludó. Contestó el
saludo.
Pasaba el
tiempo y ya todos la conocían. Un buen día le dijeron al padre que había tenido
suerte al tener otra hija tan idéntica como la difunta. El buen señor se
santiguó. No tenía otra hija. Consultó con el señor cura. No estaba bautizada,
le dijo. Es que, sabe, yo no soy muy amigo de la iglesia, manifestó. - Sin
embargo, vas a todas las misas de difunto -le reprendió el religioso. -¿Qué hago padre?, mi hija está penando, gimió. Vamos a echarle agua bendita, para que su alma descanse.
Luego haremos una misa.
Estos
curas todo lo ven plata, dijo para sus adentros. Y quedó en responderle. Pero
incrédulo, consultó a otros de su tipo. - Quema la choza con todo, le dijeron.
Tal como le dijeron lo hizo. Pero, de pronto, en medio de las llamas surgió,
como flotando, la niña, haciendo gestos de que no la quemaran. Loco de
desesperación y sin medir el peligro no sopesar la situación, el padre se lanzó
a sacar a la niña. Pronto perdió el conocimiento y fue salvado por los vecinos.
De la choza no quedó nada. Entonces el vecindario, que había sido testigo de lo
ocurrido, celebró una misa en el lugar del suceso y el sacerdote oró por el
alma de aquella joven.
De: John Boris Gonzales Márquez (Huacho, 1997).
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