Es el más bello y magnífico don de Dios.
Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente:
Catholic.net
Vamos a hablar de la hermosura del Bautismo. Así
habla de él un santo padre, San Gregorio Nacianceno. La cita la recoge el
Catecismo de la Iglesia en el punto 1216. Dice así.
El Bautismo «es el más bello y magnífico de los dones de Dios
[...] lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de
incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que
hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque es
dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el
agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son
ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura,
porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos
guarda y es el signo de la soberanía de Dios» (San Gregorio
Nacianceno, Oratio 40,3-4).
En la Iglesia no tenemos nada más grande que la
Eucaristía, pero nada hay más decisivo que el Bautismo, el sacramento más
importante en el sentido de que es el que posibilita toda la vida cristiana. El
bautismo es el sacramento-llave, o si se prefiere, el sacramento-puerta. El
Bautismo posibilita la Eucaristía en grado de necesidad, aunque en este se da
una unión con Cristo que no es alcanzable en el primero.
Del Bautismo vamos a tratar y para ello empezaré
diciendo dos ideas a modo de introducción, que nos sirvan para centrar el
contenido de esta charla: una sobre la grandeza del Bautismo, otra sobre la
importancia que la Iglesia concede a este sacramento.
A)
Una. Sobre la grandeza del Bautismo.
El Bautismo es muy muy
grande y
hasta que lleguemos al cielo no seremos realmente conscientes de su valor
incalculable y de su hermosura. Ontológicamente, en el orden del ser, hay más
diferencia entre un bautizado y un no bautizado que entre un bautizado y un
ángel. También se podría decir que hay más diferencia entre un bautizado y un
no bautizado que entre un hombre y un animal, aunque sea el más perfecto de los
animales. Me temo que esto puede no sonar bien, pero no es hacer de menos ni de
más ni al hombre ni al animal. Trataré de explicarlo con un ejemplo que
parcialmente (solo parcialmente) sí puede servir: hay más diferencia entre una
manzana real y otra idéntica pero de plástico, que entre una manzana y un
manzano. Estas afirmaciones pueden parecer chocantes y pueden sonar a
exageración, pero la cosa no está en qué nos parezca o cómo suene, sino en si
hay o no hay verdad en lo que se dice. Porque si en ellas hay verdad -y la
hay-, debemos mantenerlas y hay que decirlo porque la verdad es un derecho de
todo hombre.
¿Cómo puede ser eso? La
razón es muy sencilla. El Bautismo nos hace hijos de Dios. Hijos adoptivos,
hijos gracias al Único Hijo, Jesucristo, pero hijos. Esto no es un invento
nuestro, ni una salida de tono; no se le ha ocurrido a ninguna cabeza
especialmente iluminada ni a ningún sabio brillante. Que por el Bautismo somos
hijos de Dios pertenece a la revelación y quien da testimonio de ello, mejor
aún, quien lo certifica es, ni más ni menos, que el mismo Espíritu Santo. En
Rom 8, 15 – 17 podemos leer lo siguiente:
“No habéis recibido un
espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un
Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos «¡Abba, Padre!». Ese mismo
Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y si
hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de
modo que si sufrimos con él, seremos también glorificados con Él”.
Coherederos quiere decir que lo que el hombre
Jesucristo ha recibido del Padre como herencia, eso mismo es lo que nos espera
a nosotros; su herencia y nuestra herencia son la misma herencia. En el
evangelio de San Juan hay abundantes textos que apuntan a lo mismo.
“No solo ruego por ellos, sino también por los que crean en
mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo
en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me
has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno
como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente
uno” (Jn 17, 20 – 23).
B)
Segunda cosa. Sobre la importancia que la Iglesia da al Bautismo.
Del mismo modo que he dicho que hay más
diferencia entre un bautizado y un no bautizado que entre un bautizado y un
ángel, o que entre un no bautizado y un animal, hay que decir -sin pararse a
respirar- que si puede darse esa grandeza en el Bautismo es porque en otro
orden, también hay mucha grandeza en el hecho de ser hombre. La naturaleza
animal no tiene capacidad para la amistad con Dios pero la naturaleza humana
sí. Adán, por ser hombre, tenía trato directo con Dios. Más aún, a un animal no
se le bautiza porque no puede recibir a Jesucristo, su naturaleza se lo impide;
a un hombre en cambio se le puede bautizar porque la naturaleza humana tiene
capacidad para soportar la divinidad. Es verdad que tiene esa capacidad por
gracia, es verdad que no la tendría si Jesucristo no se hubiera hecho hombre,
pero una vez que Cristo se ha hecho hombre, el hombre puede recibir a la
divinidad, y “por Cristo, con Él y en Él”, el
hombre es capaz de unirse a Dios.
La condición para entrar en relación con Dios es
ser hombre; la condición para recibir el Bautismo es recibir a Jesucristo,
creer en su nombre.
“Vino a los suyos y los
suyos no lo recibieron, pero a los que le recibieron les dio el poder de ser
hijos de Dios si creen en su nombre” (Jn 1, 11)
Dios hace maravillas, sus obras rezuman una
sabiduría infinita. Dios hace cosas que no entendemos, a las que no podemos
llegar con nuestra pobre mente, pero sus acciones están cargadas de
racionalidad y de sentido; Dios no hace cosas absurdas, ni actúa al buen
tuntún, ni a base de caprichos, ni hace cosas sin sentido. Dios ni da ni pide
cosas irrealizables. Dios, que es la sabiduría infinita, si a esta criatura que
es el hombre le ha dado el poder de ser hijo suyo es porque antes le ha dotado
de una naturaleza capaz de recibir ese don. Esta naturaleza nuestra, la
naturaleza humana, no merece la filiación divina, pero tiene capacidad para
recibirla si creemos en su nombre, el único nombre que se nos ha dado con el
poder ser salvos.
Ya veis que ser hombre no es cualquier cosa.
Llevamos ya unos años sufriendo una campaña terrible de la que no sé si somos
conscientes, que consiste en rebajar la condición humana para nivelarnos con el
animal. Es una campaña con muchos frentes, uno de cuales consiste en elevar al
animal hasta igualarle con nosotros. No podemos caer en la trampa de aceptar
esa postura y socialmente hemos caído. Muchos de nuestros animales gozan de
mayores atenciones, mayores cuidados y mayor protección que algunos de entre
nosotros, pienso especialmente en los que son abandonados, maltratados,
esclavizados o directamente eliminados, entre los cuales no podemos olvidar a
las víctimas del aborto o la eutanasia.
Ser hombre es mucho.
El salmo 8 lo pregunta y aunque no da la respuesta, sí nos
pone en la pista de poder medio entender la maravilla de ser hombre.
¿Qué es el hombre, para que
te acuerdes de él, el ser humano, para
darle poder?
Lo hiciste poco inferior a
los ángeles, lo coronaste de gloria y
dignidad,
le diste el mando sobre las
obras de tus manos, todo lo sometiste bajo
sus pies: rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por el mar.
Pues bien, es muy grande ser hombre y mucho más
aún, ser bautizado. Ya he apuntado de dónde viene esa grandeza. Ahora quiro
fijarme en tres datos que, en el orden práctico, nos pueden ayudar a entender
algo de esa grandeza y esa hermosura.
- El primero es un dato que en mi opinión es muy
desconocido, tanto a nivel general de bautizados, como entre los que tenemos
alguna inquietud religiosa. También entre nosotros es poco sabido. El dato es
el siguiente: la Iglesia tiene concedida de manera ordinaria indulgencia plenaria -siempre que se cumplan las condiciones
habituales- a todo cristiano con motivo de la renovación de las promesas bautismales dos veces al año: en la Vigilia Pascual, la noche
de Pascua, y en el día del aniversario del Bautismo.
Por aniversario de matrimonio se concede en los
aniversarios redondos: 25, 50 y 60 años. En el Orden creo que es igual. Por
aniversario de bautismo, una vez al año. ¿Significa
esto algo? A mi entender está significando mucho. Una indulgencia
plenaria es el premio gordo de Navidad a nivel espiritual pero sin medida. Es
muy importante el Bautismo, muy importante, probablemente mucho más de lo que
podamos alcanzar a vislumbrar.
- En segundo lugar hay
otro dato que también nos indica la importancia que la Iglesia concede al Bautismo.
Este es más conocido pero también conviene recordarlo y es la absoluta manga
ancha que tiene la Iglesia para facilitar el Bautismo. Sabemos que el ministro
ordinario del Bautismo es el obispo y el presbítero y en la Iglesia latina
también el diácono, pero “en caso de necesidad,
cualquier persona, incluso no bautizada, puede bautizar (cf CIC can. 861, § 2)
si tiene la intención requerida y utiliza la fórmula bautismal trinitaria. La
intención requerida consiste en querer hacer lo que hace la Iglesia al
bautizar”[1]. En caso de necesidad urgente un
musulmán, por ejemplo, podría bautizar a otro y dejarle bautizado para siempre.
- En tercer lugar hay un
dato que puede parecer contradictorio. Es el siguiente. La Iglesia tiene
dispuesto el Bautismo de niños recién nacidos. Esto no deja de ser muy
llamativo porque el Bautismo es tan decisivo que se podría pensar que debería
administrarse cuando la persona sea consciente de lo que hace y en cambio la
Iglesia, desde los inicios del cristianismo ha aconsejado vivamente el Bautismo
de los recién nacidos. La Madre Iglesia, que respeta como nadie la voluntad
personal, que tiene un tacto exquisito en no forzar voluntades, que por un
defecto de libertad puede declarar inexistentes un matrimonio o una ordenación
sacerdotal, es misma Iglesia cuando se trata de bautizar a alguien no quiere
esperar a preguntarle.
2.
QUÉ ES UN BAUTIZADO
¿Qué tiene el Bautismo?, ¿qué
ocurre en el bautizado para que la Iglesia tenga tanto mimo con este
sacramento?
El gran efecto del Bautismo es que
sobredimensiona la naturaleza humana. El bautismo no es una añadido a la
naturaleza, no es una cualidad que nos enriquece, ni es una segunda capa, como
puede ocurrir con los aprendizajes. Es una perfección de la totalidad de
nuestro ser. El Bautismo perfecciona el ser sin mudarle, sin introducir ninguna
alteración ni añadido. ¿En qué sentido perfecciona
el ser?
2.1 El Bautismo no anula nuestra naturaleza humana sino que la eleva a la categoría de Dios,
situándonos por encima de los mismos ángeles, tanto que en el último día los
juzgaremos, nosotros a ellos. “¿No sabéis que
juzgaremos a los ángeles?” (I Co 6, 3)[2]. El Bautismo perfecciona el ser en
el sentido de que el ser meramente humano, sin dejar de ser humano, recibe por
la gracia, la condición divina. El bautismo hace al bautizado uno con Cristo.
Esto es literalmente en lo que consiste un matrimonio, en que dos, que son
distintos, se hacen una sola carne. Con el bautismo se establece una unidad del
bautizado con Cristo que está llamada a ser un verdadero matrimonio, místico, ciertamente,
pero real. (Conviene caer en la cuenta de que místico no quiere decir
exclusivamente espiritual porque la unión no es solo espiritual, es espiritual
y es corporal; no es una unión sexual como la unión del hombre con la mujer,
pero sí es corporal y mucho más plena aunque no sea placentera. Gracias al
Bautismo el bautizado podrá comulgar en su día).
El Bautismo perfecciona el ser porque todo mi
ser, sin dejar de ser el mismo que era antes del Bautismo, tras el Bautismo, se
encuentra enriquecido con lo que no era. Mis capacidades (mi inteligencia, mi
memoria, mis deseos y expectativas, mi sentido del humor, mis recuerdos, etc.)
siendo las mismas que eran antes del Bautismo, ahora cuentan con el aporte de
la gracia de modo que puedo entender las cosas con los mismos criterios de
Cristo, o sea de Dios, pensar como piensa Cristo, tener los sentimientos de
Cristo, los gustos de Cristo, sufrir dolor por lo mismo que sufre él, etc.
¿Cómo sabemos que el
Bautismo perfecciona el ser? ¿Tenemos alguna prueba? Sí,
las obras. A un bautizado le corresponde hacer las mismas obras de Cristo, o si
se prefiere, Cristo que sigue y seguirá actuando hasta el fin de los tiempos,
ahora no lo hace con su cuerpo físico como antes de morir en la cruz, sino con
su cuerpo místico, que es la Iglesia, o sea nosotros. Es muy significativo caer
en la cuenta de qué está diciendo Jesús cuando dice “Yo
soy la vid, vosotros lo sarmientos”. Todo el que conozca una vid sabe
que las uvas no salen del tronco, los frutos son dados por los sarmientos. En
la vid no cuelgan racimos del tronco sino del sarmiento. Las uvas las da la
vid, sí, pero en los sarmientos. Porque la cepa y los sarmientos son uno, son
la misma planta, su fruto es el mismo y aunque es cierto que no hay fruto en
los sarmientos si no están unidos a la vid, tampoco la cepa los da si no hay
sarmientos.
El Bautismo nos configura con Cristo. Esto es lo
que se significa muy especialmente con el rito de la crismación. Se trata de un
rito complementario con el bautismo propiamente dicho, en el cual al recién
bautizado se le unge con el Santo Crisma. En virtud del crisma se nos consagra,
se nos hace sagrados. Dice el sacerdote a los bautizados en la crismación que
se les unge “para que, incorporados a su pueblo
y permaneciendo unidos a Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey, viváis
eternamente”.
Por la unión con Cristo somos constituidos en lo
mismo que es él. Cristo es Sacerdote, Profeta y Rey y eso mismo somos nosotros
una vez bautizados: sacerdotes, profetas y reyes.
2.2
El Bautismo nos sepulta con Cristo.
El Bautismo nos hace morir con Él. Esta es la
parte más áspera, la que menos gusta. Todo lo anterior es muy agradable de oír,
pero esto aunque sea menos gustoso también hay que decirlo porque pertenece a
la misma entrega de la revelación. En Rom 6, 4-5, San Pablo escribe:
“Por el Bautismo fuimos
sepultados con él en la muerte, para que lo mismo que Cristo resucitó de entre
los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida
nueva. Puers si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo
seremos también en una resurrección como la suya”.
Aquí entra todo el amplísimo campo de la
ascética cristiana que consiste en ir dando muerte a todo aquello que es
contrario a Dios. Aquí entra el tema de la mortificación y de la cruz.
3.
EL OFICIO DE SACERDOTE.
3.1
Sacerdote es aquel que ofrece sacrificios a Dios.
La palabra sacrificio, para entenderla bien y no
hacernos demasiado lío con ella, la podemos sustituir por la palabra “regalo”.
Ofrecer sacrificios a Dios es ofrecer regalos a Dios.
La Sagrada Escritura nos habla de sacrificios
aceptados por Dios, como los que ofrecieron Abel, Melquisedec, Abraham y tantos
otros, y sobre todos ellos, y a enorme distancia, el de Jesucristo en la cruz.
Todos ellos ofrecieron sacrificios (regalos), que en distinta medida le fueron
gratos a Dios.
¿Qué sacrificios agradables
podemos nosotros ofrecer a Dios? ¿Cómo ejercer esta condición sacerdotal
nuestra, común, que procede del Bautismo? Nuestros
sacrificios se nos presentan en tres frentes: con
nuestras tareas laicales, especialmente las profesionales, en la Santa Misa y
con la palabra.
Nuestras tareas laicales constituyen la
dimensión básica y fundamental de nuestro ser laicos. Nuestro trabajo, nuestra
dedicación a la familia y nuestras relaciones sociales son los ámbitos idóneos
en los que ejercer el sacerdocio común recibido en el Bautismo. Estas tareas
hechas según Dios, santifican y nos santifican; nos santifican pero no como
añadido a una supuesta santidad previa, no añaden santidad porque sin el
cumplimiento de ellas tal como Dios quiere no cabe santidad posible.
La Santa Misa porque es lo mejor que podemos
ofrecer. Es la renovación de la misma ofrenda de Cristo en la Cruz, que
actualizada en cada misa, Cristo lleva a cabo con todo su cuerpo místico del
que nosotros formamos parte. El santo Sacrificio de la Misa es ofrecido por el
sacerdote y conjuntamente con él es ofrecido por todo fiel que participe
en la celebración.
Acerca de los sacrificios ofrecidos a través de
la palabra, basta con una idea: ¿Qué sacrificio se
puede hacer con la palabra? Recuerdo lo dicho líneas atrás. Si
sustituimos el término sacrifico por el de regalo, nuestra palabra bien puede
ser, debería ser, el sacrificio -el regalo- de unos labios puros capaces de
ofrecer “un sacrificio de alabanza”. La
expresión no es mía sino de la propia Palabra de Dios que en la Carta a los
Hebreos (13, 15) dice lo siguiente:
“Por su medio [por
medio de Jesucristo] ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de
alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan su nombre”.
3.2
Sacerdote es aquel que intercede por su pueblo.
Ser sacerdote quiere decir, en segundo lugar,
ser intercesor, presentar oraciones y súplicas por los demás. Esto solo se
puede hacer si los demás me importan, si los entiendo como lo que son, o sea
míos, si me duelen. El Papa, en el mensaje para esta cuaresma nos ha alertado
sobre la indiferencia, sobre lo que él ha llamado la globalización de la
indiferencia. El Papa llama la atención sobre el hecho citando la pregunta que
Dios hace a Caín sobre su hermano Abel. “¿Dónde
está tu hermano?” La respuesta de Caín es terrible porque sus palabras
se sitúan justamente en el el extremo contrario al oficio de sacerdote. “¿Soy acaso yo el guardián de mi hermano?” (Gen 4, 9). A mí esta expresión me parece una de
las más duras que encuentro en la Sagrada Escritura. Por una parte me parece
irreverente, irrespetuosa, chulesca, y por otra de una enorme crueldad porque
hace daño al padre no directamente en la persona del padre, sino haciendo daño
al hijo. Y me recuerda esos actos de redoblada maldad que cometen algunos
hombres o mujeres que han roto su matrimonio y que para vengarse del otro,
hacen daño a los hijos, convirtiéndolos en víctimas inocentes del odio a la
mujer o al marido.
Para terminar este punto, un dato que por
asociación, me recuerda al último día de la novena de la Divina Misericordia,
basada en las revelaciones privadas del Señor a Sta. Faustina Kowalska. Dice el
Señor a esta santa para el día noveno:
“Hoy, tráeme a las almas
tibias y sumérgelas en el abismo de mi misericordia. Estas almas son las que
más dolorosamente hieren mi Corazón. A causa de las almas tibias, mi alma
experimentó la más intensa repugnancia en el Huerto de los Olivos. A causa de
ellas dije: Padre, aleja de mí este cáliz, si es tu voluntad. Para ellas, la
última tabla de salvación consiste en recurrir a mi misericordia”.
4.
EL OFICIO DE PROFETA.
El profeta es el que habla de parte de Dios. Si
somos profetas a esto estamos llamados, a hablar, a enseñar de palabra, pero no
cualquier cosa, sino lo que Dios nos mande. ¿De qué
tenemos que ser profetas hoy nosotros? Los sacerdotes ministeriales lo
tienen muy definido: explicación de la Palabra de
Dios y de los misterios del Reino. También los laicos estamos llamados a
esto, trabajando en las Parroquias y en grupos apostólicos, pero no es lo
específico nuestro. Lo nuestro son los asuntos de este mundo. Lo nuestro es
gestionar los asuntos de este mundo, “según Dios” (LG
31). Según Dios podría quedar explicado, a mi entender, diciendo que nuestra
misión consiste en ser profetas del bien, de la verdad y de la belleza.
a) Profetas del bien.
La prudencia nos indicará cuándo debemos callar y cuándo
debemos hablar, y además cómo, pero en todo caso, siempre que hablemos, hemos
de hablar bien y hablar del bien, no como los informativos habituales que no se
centran sino en el mal. Hablar mal y hablar del mal es una estrategia de
Satanás, que quiere convencernos de que el mundo está todavía mucho más podrido
de lo que realmente está, y de este modo cualquier pecado puede ser legitimado
por la ley de la abundancia. Quienes nos oyen, sean quienes sean, necesitan
oírnos hablar bien y hablar del bien. Podemos hacer mucho bien con la palabra,
y podemos hacer mucho mal. Ojo a esto. La lengua es un arma poderosa,
mucho más de lo que a veces se piensa. Hay palabras que se clavan en el corazón
y te cambian la vida. Por experiencia sabemos que hay palabras que no se
olvidan. Las recomendaciones a hablar bien son constantes en la Sagrada
Escritura: “Bendecid a los que os persiguen;
bendecid, sí, no maldigáis” (Rm 12, 14), “malas
palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y
oportuno, así hará bien a los que lo oyen” (Ef 4, 29), “no os quejéis,
hermanos, unos de otros” (St 5, 9)... El beato Josemaría Escrivá de
Balaguer, en su escrito más conocido, Camino, recomienda, de la manera más
tajante, el callarse cuando no se puede decir algo bueno de otro.
b) Profetas de la verdad.
- Ser profeta es hablar de parte de Dios. El Gran Profeta
es Jesucristo, cuyo precursor, Juan el Bautista, es a su vez un ejemplo
admirable de profetismo, hasta costarle la vida. Y luego tenemos
testimonios preciosos de profetismo en los grandes papas contemporáneos:
Pablo VI, por ejemplo, o Benedicto XVI.
- Si no fuera por esta condición recibida en el Bautismo,
de qué nos íbamos a atrever a hablar los unos a los otros. Esto es
justamente lo que hacemos cuando no nos vemos como profetas, escondernos,
inhibirnos y disimular nuestra inhibición en una supuesta prudencia.
- Es muy duro ser profeta. Cuando se lee a los profetas
uno constata que su oficio les ha costado beber lágrimas a borbotones, ser
rechazados, perseguidos, sufrir destierro y hasta la propia vida. Ahora
bien, ser profeta es entrar en el camino de la libertad porque quien habla
la verdad anda en caminos de libertad (¡ojo!, la verdad en el amor, “veritas in caritate” o “caritas in veritate”, que tanto monta). Instalarnos en la verdad,
y cuando corresponda decirla, es ser libre, porque solo la verdad puede
hacernos libres. Un ejemplo: una de las batallas ganadas por los
provida en la guerra del aborto en Estados Unidos hace ya algunos años se
ha ganado porque las autoridades dispusieron que a quien quisiera abortar
se le informara previamente del contenido de lo que iba a hacer, de lo que
es un aborto. Los pro-abortistas pusieron el grito en el infierno, porque
no les interesaba la verdad; sabían que mucha gente, al conocer la verdad,
dejarían de abortar. La prudencia nos dirá cuándo, cómo y a quién debemos
decir la verdad, pero no llamemos prudencia al silenciamiento continuo o
al mutismo cobarde.
- Yo sé, y lo sé por experiencia, que muchas veces lo que
Dios nos pide es callar, a menudo lo exigen la discreción y la cordura;
ahora bien, no he visto por ninguna parte el mandato de que haya que
callar por sistema, callar siempre. Sí se nos ha mandado que nuestro
hablar sea escueto, “sí, sí; no, no” (Mt
5, 37), pero el testimonio de la palabra es imprescindible.
- Hablar bien y decir la verdad es una manera de
evangelizar. No es la única, ya sé que evangelizar es hablar expresamente
del misterio pascual de Jesucristo, a través del cual se nos muestra el
amor que Dios nos tiene, pero ejercer nuestra misión profética hablando
del bien y de la verdad acerca de los asuntos de este mundo no es extraño
a la evangelización. No me lo invento yo, lo dice la Iglesia en un
documento de tanto peso como la Evangelii Nuntiandi: “Para la Iglesia no se trata solamente de predicar
el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada
vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del
Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos
de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los
modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de
Dios y con el designio de salvación” (EN 19). Esta tarea es
primordialmente nuestra, de los laicos. El gran problema es que estamos
ausentes del mundo de la cultura, de la ciencia, del deporte, de la
política, etc. ¿Dónde están hoy los cineastas
cristianos, los poetas cristianos, los novelistas cristianos, los
diseñadores de moda cristianos...? Esta idea me viene bien para
enganchar con el punto siguiente: profetas de la belleza.
c) Profetas de la
belleza. Creo que el ámbito de la belleza es clave. Con
él estamos apuntando al centro de la diana de la recuperación del mundo. A mi
entender, si queremos hacer un mundo nuevo tenemos que arrancar de aquí; no
debemos descuidar el bien y la verdad, pero hoy el campo de la belleza es clave
porque la belleza entra por los sentidos y el hombre actual tiene una
propensión quizá mayor que en otras épocas a valorar mucho lo que le llega por
los sentidos. Vivimos en el mundo de la imagen y del sonido. Al Gran Papa San
Juan Pablo II le gustaba mucho repetir una cita de Dostoievsky: “la belleza salvará al mundo”[3]. Urge cultivar la belleza. Cultivar la
belleza es hacer cultura como Dios manda, que es justo lo contrario de lo que
cultiva el mundo de hoy, que se ha rendido a la fealdad y está rindiendo culto
a la fealdad. Hoy en los libros de arte se estudia el feísmo como movimiento
del arte contemporáneo. No podemos aceptarlo. El sector más divulgado del arte
actual es aquel que se ha centrado en lo esperpéntico, en lo ridículo, lo
pornográfico y lo violento. Denunciémoslo, llamemos a las cosas por su nombre. ¿Desde cuándo la belleza se ha basado en el absurdo,
desde cuándo lo que ha producido terror o asco ha merecido ser llamado bello?
Voy a pasar al último punto, el oficio de rey, y
después para terminar quiero volver a la cuestión de la belleza para concluir.
5.
EL OFICIO DE REY.
El reinado del que hablamos es el de Jesucristo.
Cristo es rey en la cruz, rey coronado de gloria y de espinas. Su reinado es un
reinado que se muestra con el servicio en bien del otro,no hasta dar la sangre
sino hasta la última gota, servicio hasta el extremo. Como esto lo tenemos muy
predicado, yo me voy a centrar en hacer un comentario relativo a la confianza
tos:
- Ser rey es ser señor. Señor de uno mismo y señor de las
circunstancias que rodean la vida en cada momento. Señor de uno mismo no
en el sentido de autosuficiencia, que eso no es cristiano, sino señor en
cuanto a que un hijo de Dios no se sabe solo ni abandonado nunca.
- Ser rey es no
angustiarse por nada, es tener una confianza sin límites en que Dios Padre
no puede permitir que nos ocurra nada, absolutamente nada que de verdad
sea dañoso. Esta confianza sin límite (“aunque
me mates confiaré en tí”, le decía Santa Faustina al Señor) es muy bella, pero no se improvisa. Cuando alguien le
dice a otro: tú confía en el Señor, eso suele servir de
muy poco porque la actitud (yo diría mejor la virtud) de la confianza no
se improvisa. ¿Sabéis de donde nace la confianza en el Señor? Nos lo dice San Juan en su primera carta: de que la
conciencia no nos aprieta. “Queridos, –dice el apóstol- si nuestra
conciencia no nos acusa, tenemos confianza ante Dios, y cualquier cosa que
pidamos la recibiremos de Él”.
- Ser reyes es disfrutar de todo sin estar atado a nada,
abierto a todos sin apegos que esclavicen, ser reyes es poder cumplir el
mandato e amar más a Dios que a nuestro padre o nuestra madre. “Queridos, si nuestra conciencia no nos acusa,
tenemos confianza ante Dios, - y, continúa San Juan- y cualquier cosa que
pidamos la recibiremos de Él, porque guardamos sus mandamientos y en su
presencia hacemos las cosas que le agradan”.
- Ser reyes es tener autoridad, la que se nos haya
concedido en el lugar que hemos sido puestos.
Somos reyes, luego ejerzamos como tales. Lo
propio de un rey es organizar su reino, tener autoridad y usarla. A cada uno se
nos ha encomendado el reino sobre algo, pues reinemos. No con los criterios del
mundo, sino con los que nos enseñó Jesucristo (Cfr Lc 22, 25-26). Ejerzamos la
autoridad que poseemos cada uno sobre lo que se nos ha encomendado: el párroco en su parroquia, los padres de familia en su
casa, yo en mi aula, etc.
No tengamos miedo a las palabras. La crisis de
autoridad, de la que vengo oyendo hablar en mi profesión desde que entré en el
Magisterio, es sobre todo la crisis personal en la que viven quienes,
detentando la autoridad, no saben qué tienen que hacer con ella. Me refiero a
gobernantes, padres, curas y maestros. Entendamos bien qué es la autoridad,
para qué la tenemos y qué se hace con ella. La autoridad, en su significado más
radical y más profundo, no es otra cosa que la capacidad que tenemos de ser
autores. Uno tiene autoridad sobre algo o sobre alguien cuando es capaz de
sacarlo adelante. Solemos entenderlo mal: confundimos la autoridad con el poder
(los romanos tenían muy clara la diferencia entre auctoritas y protestas) y nos fijamos siempre más en la cara externa de la
autoridad -el poder y los medios que emplea para hacerse valer- y en sus
efectos inmediatos, que en sus funciones educadora y promocionante de quienes
se nos han encomendado, si es que hablamos de personas, o en su función
creativa y de servicio, si es que hablamos de tareas.
En el caso de las personas, el ejercicio de la
autoridad rectamente entendida es una obligación de quien la posee y un derecho
de quienes deben ser gobernados, instruidos y educados.
6.
CONCLUSIÓN
El Bautismo es un sacramento que implica la vida
entera, es para estar viviéndole hora tras hora, día a día. Si llevamos
adelante nuestra vida de fe como debemos, la vida de fe nos transforma, en el
cuerpo y en el alma, o, si se prefiere, al revés, en el alma y también en el cuerpo.
En esta vida no podemos ver la belleza y la hermosura del alma pero sí podemos
ver sus manifestaciones en el cuerpo porque el alma se expresa y actúa con el
cuerpo y en el cuerpo. Con la totalidad del cuerpo, pero hay una parte que
manifiesta especialmente al alma; esa parte es el rostro. La vida de fe se
demuestra con las obras pero se muestra y se hace visible en el rostro, en el
rostro en acción.
Esto se hace patente en la vida de los santos.
Fueran más guapos o menos, han ejercido un atractivo físico que no deja
indiferente a nadie. Y es que cuando la persona está realmente unida a Dios, su
rostro resplandece. En la Sagrada Escritura tenemos el ejemplo de Moisés, que
tenía que cubrirse con un velo porque los judíos no podían aguantar ver reflejada
la gloria de Dios en su rostro.
No es fácil encontrar definiciones de belleza,
la belleza es una dimensión de los seres que resulta inaprensible, se nos
escapa; y es también inefable, solo torpemente podemos hablar de ella. En la
mejor tradición filosófica antigua y medieval se define a la belleza como el
esplendor del orden, de la verdad, o bien del orden y la forma. Me quedo con
esta fórmula que viene a resumir la anterior: “La
belleza es el esplendor del orden y de la realidad”[4]. Pues bien, eso es lo que va haciendo el
Bautismo en nosotros si nos dejamos y en la medida en que nos dejamos, hacer
que con nuestro rostro reflejemos el esplendor del orden y de la realidad. Esto
suena a filosofía. Lo es, pero no está lejos de la Palabra de Dios, al
contrario se sitúa en la misma línea de que dice San Pablo en una de sus
cartas:
“Nosotros, en cambio, con
el rostro descubierto, reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y
somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso,
por la acción del Señor, que es Espíritu” (II Co 3, 18).
Hablamos de un rostro vivo, dinámico, en acción,
no de un rostro de fotografía. He aquí el gran efecto visible del Bautismo. ¿Cómo se consigue un rostro así? Solo hay una
forma: contemplando, adorando, dedicando largos
ratos a estar postrados ante el Señor, en relación personal con Él. No
podemos aspirar a más y no debemos quedarnos en menos.
Que el Señor Jesús,
verdadero icono del Padre, nos lo haga comprender y el Espíritu Santo nos mueva
a desearlo.
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