SARCO ESTÁ FABRICADO EN AUSTRALIA CON UNA IMPRESORA 3-D Y PODRÍA EMPEZAR A UTILIZARSE EN SUIZA.
Durante estas últimas semanas han
tenido un protagonismo especial dos cavidades o receptáculos de
aspecto muy diverso: una futurista y rutilante, muy cómodamente tapizada; la
otra antiquísima y lóbrega, muy ásperamente pedregosa. Y lo que esas dos
cavidades nos ofrecen es tan antitético como su aspecto.
La primera de estas cavidades nos
la brinda Sarco,
una cápsula de formas fálicas que, según su fabricante, ofrece «la opción de una muerte pacífica, electiva y
legal en un ambiente elegante y con estilo». Se trata, en fin,
de una máquina para suicidas, de diseño muy
molón, que al presionar una tecla se inunda de nitrógeno líquido, para que el
usuario «se sienta ligeramente borracho» antes
de morir. Sarco se convierte así en la estación final de la autodeterminación, que promete
endiosar al hombre y le concede instrumentos jurídicos para deshacerse de todo
cuanto lo ‘limita’ o ‘coarta’, exaltando sus pasiones más torpes y sus ambiciones
más egoístas, en aras de alcanzar una individualidad soberana, autónoma,
independiente de todo, incluso de sí misma. Esta autodeterminación nos concede
el derecho a liberarnos de los vínculos familiares, nos concede el derecho a
liberarnos de la vida gestante que portamos en nuestras entrañas, nos concede
el derecho a liberarnos de nuestro propio cuerpo, haciendo realidad nuestras
fantasías penevulvares más aberrantes. ¿Cómo no iba
a concedernos el derecho a liberarnos de nuestra propia vida? La
autodeterminación nos lleva de la mano a través de una vida de placeres
fatuos, haciéndonos creer que somos dioses; y cuando estamos cercados por el dolor nos lleva
de la mano hasta la cómoda cavidad de la máquina Sarco, haciéndonos creer que somos gusanos que merecen ser suprimidos (pero en un
ambiente elegante y con estilo). Así, la autodeterminación, que empieza
mostrándose como un apetito de vitalismo, acaba mostrándose como un apetito de
muerte. Pero quien desea suprimirse, por suprimir su sufrimiento, es alguien
que ha perdido las ganas de vivir; pues, como nos enseña Castellani, «ningún padecimiento hay intolerable cuando el padeciente
cree firme que un día acabará el sufrir y que todo va a acabar en bien. La
cualidad de infinito comunicada al dolor proviene de una disposición de ánimo
llamada desesperación».
Y, frente a la cómoda cavidad que
nos ofrece la máquina llamada Sarco, nos hallamos
con la pedregosa y lóbrega cavidad que nos ofrece la cueva
de Belén. En esa cavidad no ocurre una muerte, sino un
nacimiento; no es una estación final para la desesperación, sino una rampa de salida para la esperanza. En esa cueva áspera se
produce un trastorno del universo: un Dios
invulnerable asume la vulnerabilidad de nuestra condición humana, la fragilidad
propia de la carne asediada por el sufrimiento (y lo hace, además, hasta las
últimas consecuencias); un Dios omnipotente y omnímodo asume las limitaciones
propias de la libertad humana, que no es ‘autodeterminada’, como pretende nuestra
época, sino determinada por la verdad de las cosas. En esa cavidad de la cueva de
Belén, nos aguarda una lección de humildad asombrosa que es un trastorno del
universo: la grandeza inabarcable de Dios se torna la fragilidad de un niño
recién nacido que gimotea y se amamanta a los pechos de su Madre. Omnipotencia y desvalimiento, divinidad y fragilidad, que hasta entonces
eran conceptos antípodas, se anudan, formando una amalgama desafiante.
Al Niño que gimotea y se amamanta a los pechos de su Madre le aguardan los
sufrimientos más ímprobos; pero sabe que esos sufrimientos son el camino más
seguro para la gloria. La autodeterminación nos hace creer que somos dioses
mientras estamos sanos para decirnos después que somos gusanos; ese Niño de
Belén, por el contrario, nos enseña a aceptar humildemente nuestras
limitaciones y nos recuerda que nuestro cuerpo maltrecho será
semilla de resurrección. Nos
enseña y nos recuerda que, si bien la muerte es un ladrón presto siempre a
lanzar su zarpazo, hay un territorio donde ese ladrón no tiene jurisdicción,
donde florece una vida nueva bajo el sol de la eternidad. Nos enseña y nos
recuerda que nuestro cuerpo, tan acechado por los padecimientos, guarda una semilla de divinidad que
está a punto de germinar. Nos enseña y nos recuerda que nuestro cuerpo lleno de
arrugas y michelines, cólicos del riñón y deficiencias respiratorias, humores
malolientes, secreciones y excrementos; nuestro cuerpo que se lastima y se
duele, que enferma y se muere y se pudre, ha sido, sin embargo, elegido como
recipiente de nuestra gloria.
Deseo una muy feliz Navidad a
las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, alejada de la cavidad de Sarco, adentrada en la cavidad de Belén.
Publicado en XL Semanal.
Por: Juan Manuel de
Prada
No hay comentarios:
Publicar un comentario