A menudo estoy a favor de Dios, a veces contra él, pero nunca sin Él.
Por: Juan Jesús Priego | Fuente: yoinfluyo.com
PRACTICA
DE ORAR
Describiendo las costumbres de un pueblecito
judío de la Europa oriental, Joseph Roth (1894-1939), el famoso novelista
centroeuropeo, dice lo siguiente a propósito de la oración de sus sufridos
moradores:
«No hacen a Dios una visita
solemne, pero tres veces al día se recogen en torno a su rica o pobre santa
mesa. Cuando dicen sus oraciones se rebelan, imprecan contra el cielo, se
quejan de su severidad y celebran un proceso contra Dios mismo para después
admitir que han pecado, que todos sus castigos son justos y que quieren ser
mejores. ¡Es un pueblo antiguo que conoce a Dios desde hace mucho! Ha probado
su gran bondad y su implacable justicia; a menudo ha pecado y duramente
expiado, y sabe que podrá ser castigado, pero jamás abandonado».
A más de alguno podrá parecerle que la oración
de aquellos judíos no era muy edificante que digamos. ¡Imprecar
contra el cielo! ¡Como si tuvieran derecho! ¿De cuándo acá los patos tiran a
las escopetas? Sin embargo, a riesgo de equivocarme, me parece que
también esto es oración. Si el creyente no se queja con Dios de la dureza de la
vida, de las dificultades de su existencia, ¿con
quién va a ir quejarse: con la pared, o tal vez con el poste de enfrente? Si
el creyente no puede ser sincero ni siquiera ante Dios, ¿podrían decirme ustedes con quién podrá mostrarse cómo es?
Hay quienes piensan que a la oración hay que ir
como se va a una fiesta de gala, es decir, vestidos de etiqueta y maquillados
para parecer más bellos de lo que en realidad somos; pero la oración es
precisamente el único lugar donde no son necesarios los maquillajes ni las etiquetas.
¡Como si Dios no conociera nuestros pensamientos, sentimientos, rencores y
rebeldías!
Decía Santa Teresa de Jesús (1515-1582): «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino
tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos
ama» (Vida, 8, 2). Sí, sin duda, pero mucho me temo que un hombre
malherido por eso que llamamos el destino difícilmente podría hacer suya tan
hermosa definición; la plegaria no siempre es un diálogo sabroso, sino a veces
un proceso (como el que entabló Job, ganándolo) y un pleito.
Escribió Martin Buber (1878-1965), el filósofo
judío, en uno de sus libros: «Todos los pueblos
practican la oración, pero sólo Israel ha convertido la plegaria en un pleito
con el Todopoderoso, una sucesión de preguntas y respuestas en las que el
hombre interroga y Dios contesta». La oración como una lucha, como el
combate de Jacob con el Altísimo: «No te soltaré
hasta que no me bendigas, hasta que no me des la paz, o hasta que me dejes en
paz».
Otro gran judío, Elie Wiesel, solía decir: «A menudo estoy a favor de Dios, a veces contra él, pero
nunca sin Él».
Sí, hay que quejarse, hay que
clamar al cielo cuando la severidad de Dios nos parezca desmedida; hay que
celebrar incluso un proceso contra Dios mismo, para luego admitir que hemos
pecado, que no hemos sido buenos, que queremos ser mejores.
Que Dios prefiere una oración de este tipo (lo
que llamaríamos una oración rebelde) a una desesperación resignada es algo
sabido desde los tiempos del santo Job.
Según cuenta Luca Ghiselli en su Diario (¡qué
suerte habérmelo encontrado en una bancarella de libros usados, en Roma!),
había una vez en un pueblo de Italia una anciana que a causa de la muerte
repentina de una de sus hijas, andaba llorando por el vecindario, lamentándose
y mirando hacia lo alto:
«¡Oh, Señor! –gemía
la buena mujer-. ¡Me has dado el último golpe!
¡Ándate con cuidado, ándate con cuidado, que ya estoy cansada de ser tu
burla!».
¿Oración blasfema? Nada
de eso: así hablaba Job, y fue justificado. También
él decía: «Siento asco de mi vida, voy a dar curso
libre a mis quejas, voy a hablar henchido de amargura. Diré a Dios: no me
condenes, explícame por qué me atacas. ¿Te parece bien oprimirme, despreciar la
obra de tus manos?... Tus manos me formaron y me hicieron, ¿y ahora, en un
arrebato, me destruyes?... Con la furia de un león me das caza, renuevas tus
ataques contra mí. ¿Por qué me sacaste del vientre? ¡Qué breves los días de mi
vida! Aléjate de mí, déjame gozar un poco antes de que marche y no vuelva al
país de las tinieblas y las sombras, al país oscuro y en desorden, donde la
misma claridad parece sombra» (Job 10, 1-22).
Sheila Cassidy, una teóloga que se ha pasado la
vida entre las camas y los gemidos de los enfermos terminales en un hospital
inglés, escribió hace no mucho: «Es importante que
veamos claramente un asunto, que es el concerniente a la ira ante Dios. Debido
a que estamos atemorizados frente a la majestad y poder de Dios, existe una
tendencia natural a pensar que es blasfemo sentirse airado con él... Sin
embargo, Dios prefiere la furia de Job a la meliflua sumisión de los
Reconfortadores (cuatro hombres piadosos que le dicen a Job que Dios le está
castigando y que debe cuidar su lenguaje). Y aún más, Dios, de hecho, escucha
sus quejas, aunque su respuesta no sea exactamente la que Job esperaba».
Hablar, quejarse, confesar
la propia amargura es ya una forma de consuelo. ¡Pobre del que en su dolor ha preferido quedarse callado
incluso ante su Dios! Temo los dolores demasiado silenciosos, los temo
mucho, pues es en medio de estos silenciosos donde se gesta la desesperación y
se fraguan los suicidios.
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