Viernes primera semana Cuaresma. Nuestro amor a los demás será la mejor ofrenda a Dios.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Toda la Cuaresma, con su constante invitación a
la conversión, es un hermoso recordatorio de cómo Dios nuestro Señor nos
quiere, a todos y cada uno de nosotros, plenamente santos, absolutamente
santos. "Purifíquense de todas sus
iniquidades, renueven su corazón y su espíritu, dice el Señor".
La ley de santidad, que nos exige y que nos obliga a todos, se convierte
en un imperativo al que nosotros no podemos renunciar. Pero seríamos bastante
ingenuos si esta ley de santidad pretendiéramos vivirla alejados de lo que
somos, de nuestra realidad concreta, de los elementos que nos constituyen, de
las fibras más interiores de nuestro ser. Seríamos ingenuos si no nos
atreviéramos a discernir en nuestra alma aquellas situaciones que pueden estar
verdaderamente impidiendo una auténtica conversión. La conversión no es
solamente ponerse ceniza, la conversión no es guardar abstinencia de carne, no
es sólo hacer penitencias o dar limosnas. La conversión es una transformación
absoluta del propio ser.
"Cuando el pecador se arrepiente del mal
que hizo y practica la rectitud de la justicia, él mismo salva su vida si
recapacita y se aparta de los delitos cometidos; ciertamente vivirá y no
morirá".
Esta frase del profeta Ezequiel nos habla de la necesidad de llegar
hasta los últimos rincones de nuestra personalidad en el camino de conversión.
Nos habla de la importancia de que no quede nada de nosotros apartado de la
exigencia de conversión. Y si nosotros quisiéramos preguntarnos cuál es el primer
elemento que tenemos que atrevernos a purificar en nuestra vida, el elemento
fundamental sin el cual nuestra existencia puede ver truncada su búsqueda de
santidad, creo que tendríamos que entrar y atrevernos a examinar nuestros
sentimientos.
¡Cuántas veces son nuestros sentimientos los que nos
traicionan! ¡Cuántas veces es nuestra afectividad la que nos impide lograr una
real conversión! ¡Cuántos de nosotros, en el camino de santidad, nos hemos
visto obstaculizados por algo que sentimos escapársenos de nuestras manos, que
sentimos írsenos de nuestra libertad, que son nuestros sentimientos! Los
sentimientos, que son una riqueza que Dios pone en nuestra alma, se acaban
convirtiendo en una cadena que nos atrapa, que nos impide razonar y reaccionar;
nos impiden tomar decisiones y afirmarnos en el propósito de conversión. La
penitencia de los sentimientos es el camino que nos tiene que acabar llevando
en todas las Cuaresmas, más aún, en la Cuaresma continua que tiene que ser
nuestra existencia, hacia el encuentro auténtico con Dios nuestro Señor.
Jesucristo, en el Evangelio, nos habla de la importancia que tiene el ser capaces
de dominar nuestros sentimientos para poder lograr una auténtica conversión. La
Antigua Ley hablaba de que el que mataba cometía pecado y era llevado ante el
tribunal, pero Cristo no se conforma simplemente con esto; Cristo va más allá
en lo que tiene que ir haciendo plena a la persona. Jesucristo nos invita, como
parte de este camino de conversión, a la purificación de nuestros sentimientos,
a la penitencia interior cuando nos dice: "Todo
el que se enoje con su hermano, será llevado hasta el tribunal".
En cuántas ocasiones nosotros buscamos quién sabe qué mortificaciones raras y
andamos pensando qué le podríamos ofrecer al Señor, y no nos damos cuenta de
que llevamos una penitencia incorporada en nosotros mismos a través de nuestros
sentimientos. No nos damos cuenta de que nuestros sentimientos se convierten en
un campo en el que nuestra vida espiritual muchas veces naufraga.
¡Cuántas veces nuestros anhelos de perfección se han
visto carcomidos por los sentimientos! ¡Cuántas veces el interés por los demás,
porque los demás crezcan, por ayudar a los demás, se ha visto arruinado por los
sentimientos! ¡Cuántas veces un deseo de una mayor entrega, un interés por
decirle a Cristo «sí» con más profundidad, se ha visto totalmente apartado del
camino por culpa de los sentimientos! No porque ellos sean malos, porque
son un don de Dios, y como don de Dios, tenemos que hacerlos crecer y
enriquecernos con ellos. Pero, tristemente, cuántas veces esos sentimientos nos
traicionan. Nuestra conversión, para que sea verdadera, para que sea plena,
tiene que aprender a pasar por el dominio de nuestros sentimientos. Y para
lograrlo, la gracia tiene que llegar tan hondo a nuestro interior, que incluso
nuestros sentimientos se vean transfigurados por ella.
¿Cuál es el camino para esto? El camino es el
examen: "Si cuando vas a poner tu ofrenda
sobre el altar te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene una queja contra
ti [...]". Entrar constantemente dentro de nosotros mismos y
vigilar nuestra alma es el camino necesario, ineludible para poder llegar a
vivir esta penitencia de los sentimientos. Es el camino del cual no podemos
prescindir para tener bien dominada toda esa corriente que son los
sentimientos, de manera que no perdamos nada de la riqueza que ella nos pueda
aportar, pero tampoco nos dejemos arrastrar por la corriente, que a veces puede
llevarnos lejos de Dios nuestro Señor.
Para entrar en nosotros es necesario que la memoria y el recuerdo se
transformen como en un espejo en el cual nuestra alma está siendo examinada,
percibida constantemente por nuestra conciencia, para ver hasta qué punto el
sentimiento está enriqueciéndome o hasta qué punto está traicionándome. Hasta
qué punto el sentimiento está dándome plenitud o hasta qué punto el sentimiento
me está atando a mí mismo, a mi egoísmo, a mis pasiones, a mis conveniencias.
Vigilar, estar atentos, recordar, pero al mismo tiempo, es fundamental que el
camino de conversión no simplemente pase por una vigilancia, que nos podría
resultar obscura y represiva, sino es necesario, también, que el camino de
conversión pase por un enriquecimiento. Si alguien tendría que tener unos
sentimientos ricos, muy fecundos, ése tendría que ser un cristiano, tendría que
ser un santo, porque solamente el santo -el auténtico cristiano- potencia toda
su personalidad impulsado por la gracia, para que no haya nada de él que quede
sin redimir, sin ser tocado por la Cruz de Cristo.
Cristo, cuando está hablando a los fariseos les dice: "Si
su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán ustedes
en el Reino de los Cielos". No podemos quedarnos con una justicia
del «no harás», tenemos que buscar una justicia del «hacer»,
del llevar a plenitud, del enriquecimiento, que es parte de nuestra
conversión. Y en este sentido, tenemos que estar constantemente preguntándonos
si ya hemos enriquecido todos nuestros sentimientos: el cariño, el afecto, la
ternura, la compasión, la sensibilidad; todos los sentimientos que nosotros
podemos tener de justicia, de interés, de preocupación; todos los sentimientos
que podemos tener de acercamiento a los demás, de percepción de las situaciones
de los otros. ¿Hasta qué punto nos estamos
enriqueciendo buscando cada día darle más cercanía a la gracia de Cristo?
Dice el salmo: Perdónanos Señor y viviremos.
En estas tres palabras podríamos encerrar esta penitencia de los sentimientos.
Que el Señor nos perdone, es decir, que nos purifique. Llegar a limpiar los
sentimientos de todo egoísmo, de toda preocupación por nosotros mismos, de toda
búsqueda interesada de nosotros. Pero no basta, hay que vivir de ese perdón; de
esa purificación tiene que nacer la vida y tiene que nacer un enriquecimiento
nuestro y de los demás.
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