La Misericordia de Dios no elimina la justicia, la supera.
Por: Salvador Aragonés | Fuente: Aleteia
Un gran tema de reflexión
ha abierto el Papa Francisco en la Iglesia: el valor de la Misericordia de Dios
y la misericordia de los cristianos hacia todos los hombres. Ciertamente la misericordia de Dios es infinita.
Pero también está la justicia de Dios. ¿Cómo combinar
la justicia con la misericordia? Es una pegunta que se hace la gente.
San Juan Pablo II lo resolvió en su gran
Encíclica Dives in Misericordia y señaló (n. 9) que la
misericordia es “el encuentro de la justicia divina con el amor: el “beso” dado por la misericordia a la justicia”.
“Creer en ese amor –n. 8-- significa creer en la misericordia. En efecto, ésta
es la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre”. Hay
un refrán en español que dice: “quien bien te
quiere te hará llorar”.
La misericordia de Dios está por encima de la
justicia (Dives in misericordia, n. 4 y 6), porque “Dios
es amor” (1 Jn. 4 y 8). La justicia es
“servidora de la caridad” (ídem n. 4). Pero esto no significa que no existe el
infierno, ni la condena de quienes mueren rechazando abiertamente a Dios sin
arrepentimiento alguno por el mal que han hecho.
Esto se plasma en el texto del Juicio Final de
Mateo (25, 31-46) donde Cristo pone a un lado las ovejas que envía al cielo y
al otro los cabritos que envía al “fuego eterno”.
Jesús premia a los que actuaron con misericordia
en relación a los demás hombres y castiga a quienes no actuaron con
misericordia con “alguno de esos mis hermanos más
pequeños” (más necesitados). “Bienaventurados
los misericordiosos –dice- porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt.,
5, 7).
Lo anterior no significa
que cualquier hombre o mujer se salva simplemente por la misericordia de Dios,
sin hacer nada por su parte. De ser así un personaje como Hitler alcanzaría
el cielo sin arrepentimiento.
Es cierto que por la Redención operada por Jesús
en la Cruz, Dios perdona todos los pecados del hombre, por horrendos que hayan
sido. Sin embargo, esto lleva implícito el arrepentimiento. La misericordia en
realidad va acompañada del perdón, y Dios perdona siempre al hombre que se lo
pide.
El paradigma de la misericordia es la del padre
del Hijo Pródigo del Evangelio, que perdona a su hijo cuando se ha arrepentido
de sus pecados: “Padre, pequé contra el cielo y
contra ti…” (Lc. 15, 11-32). Jesús perdona también al ladrón arrepentido
(Lc. 23, 39-43). Y el salmo dice: "Un corazón
contrito y humillado Tú Señor no lo desprecias" (Sal 50, 19).
“Hay más alegría en el
Cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no
necesitan arrepentirse” (Lc. 15, 7). Dios envió el Profeta Natán a David
para que se arrepintiera de sus pecados (cfr. 2 Sam. 1-14 y Sal. 50). Y cuando
hay un arrepentimiento sigue el perdón porque “Dios
es rico en misericordia” (Ef. 2, 4-9).
Podríamos encontrar muchísimos textos del Antiguo
y Nuevo Testamento en los que Dios muestra su infinita misericordia fruto de un
amor infinito hacia el hombre cuando éste se muestra arrepentido.
Asimismo, la misericordia no exime de
culpa al hombre por sus pecados, ni de pedir perdón, ni de su penitencia
posterior. Grandes penitencias hicieron por sus pecados
David y los hombres santos de la Biblia, al igual que los santos de nuestra
era, desde Pablo de Tarso hasta Teresa de Calcuta.
En realidad, la propuesta del Papa Francisco es
un gran tema de reflexión para todos los creyentes y no creyentes. Lo propone
el papa en el Jubileo próximo que empieza en diciembre.
Como en todo Jubileo, la Iglesia pide la “conversión” del hombre que busca a Cristo
redentor. Esta conversión tiene su momento culminante en la celebración del
sacramento de la Reconciliación o confesión para que los hombres limpien sus
culpas y cumplan sus propósitos y penitencias.
Si no hubiere pecado,
tampoco habría arrepentimiento, y vana sería la misericordia de Dios. Y si
no hay pecado, tampoco hay castigo, ni justicia. Por eso la misericordia
comporta el dolor por los pecados cometidos, grandes o pequeños. Entonces Dios
da en abundancia esa misericordia, esas gracias enormes que la Iglesia concede
en los años jubilares.
En consecuencia, ¡qué
lejos está la misericordia de conceder “barra libre” a la conciencia del
hombre!
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