El Papa Francisco presidió este miércoles 6 de enero en la Basílica de San Pedro la Misa por la Solemnidad de la Epifanía del Señor, en la que animó a pedir a Dios que “nos haga verdaderos adoradores suyos, capaces de manifestar con la vida su designio de amor, que abraza a toda la humanidad”.
“Cuando elevamos los ojos a Dios, los problemas de
la vida no desaparecen, pero sentimos que el Señor nos da la fuerza necesaria
para afrontarlos. ‘Levantar la vista’, entonces, es el primer paso que nos
dispone a la adoración. Se trata de la adoración del discípulo que ha descubierto
en Dios una alegría nueva, distinta. La del mundo se basa en la
posesión de bienes, en el éxito y en otras cosas por el estilo. Siempre yo al
centro. La alegría del discípulo de Cristo, en cambio, tiene su fundamento en
la fidelidad de Dios, cuyas promesas nunca fallan, a pesar de las situaciones
de crisis en las que podamos encontrarnos”, dijo el
Papa.
A CONTINUACIÓN, LA HOMILÍA PRONUNCIADA POR EL PAPA
FRANCISCO:
El evangelista Mateo subraya que los magos, cuando llegaron a Belén, «vieron al niño con María, su madre, y cayendo de
rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). Adorar al Señor no es fácil, no es un
hecho inmediato: exige una cierta madurez
espiritual, y es el punto de llegada de un camino interior, a veces largo.
La actitud de adorar a Dios no es espontánea en nosotros. Sí, el ser humano
necesita adorar, pero corre el riesgo de equivocar el objetivo. En efecto, si
no adora a Dios adorará a los ídolos, no hay un punto intermedio, o Dios o
los ídolos, para usar las palabras de un autor francés: ‘quien no adora a Dios, adora al diablo’ y en vez de creyente
se volverá idólatra. Y esto es así.
En nuestra época es particularmente necesario que, tanto individual
como comunitariamente, dediquemos más tiempo a la
adoración, aprendiendo a contemplar al Señor cada vez mejor. Se ha
pedido un poco el sentido de la adoración debemos retomarlo, sea
comunitariamente que en la propia vida espiritual.
Hoy, por lo tanto, pongámonos en la escuela de los magos, para aprender
de ellos algunas enseñanzas útiles: como ellos, queremos ponernos de rodillas
y adorar al Señor en serio.
De la liturgia de la Palabra de hoy entresacamos tres expresiones, que pueden
ayudarnos a comprender mejor lo que significa ser adoradores
del Señor. Estas expresiones son: “levantar
la vista”, “ponerse en camino” y “ver”.
La primera expresión, levantar la vista,
nos la ofrece el profeta Isaías. A la comunidad de Jerusalén, que acababa de
volver del exilio y estaba abatida a causa de tantas dificultades, el profeta
les dirige este fuerte llamado: «Levanta la vista
en torno, mira» (60,4). Es una invitación a dejar de lado el
cansancio y las quejas, a salir de las limitaciones de una
perspectiva estrecha, a liberarse de la dictadura del propio yo, siempre
inclinado a replegarse sobre sí mismo y sus propias preocupaciones.
Para adorar al Señor es necesario ante todo “levantar
la vista”, es decir, no dejarse atrapar por los fantasmas interiores que
apagan la esperanza, y no hacer de los problemas y las dificultades el centro
de nuestra existencia. Eso no significa que neguemos la realidad, fingiendo o
creyendo que todo está bien. Se trata más bien de mirar de
un modo nuevo los problemas y las angustias, sabiendo que el Señor
conoce nuestras situaciones difíciles, escucha atentamente nuestras súplicas
y no es indiferente a las lágrimas que derramamos.
Esta mirada que, a pesar de las vicisitudes de la vida, permanece confiada
en el Señor, genera la gratitud filial. Cuando esto sucede, el corazón se
abre a la adoración. Por el contrario, cuando fijamos la atención
exclusivamente en los problemas, rechazando alzar los ojos a Dios, el miedo
invade el corazón y lo desorienta, dando lugar a la rabia, al desconcierto, a
la angustia y a la depresión. En estas condiciones es difícil adorar al
Señor. Si esto ocurre, es necesario tener la valentía de romper el círculo
de nuestras conclusiones obvias, con la conciencia de que la realidad es más
grande que nuestros pensamientos. Levanta la vista en torno, mira: el Señor nos invita sobre todo a confiar en Él, porque cuida realmente de todos. Por tanto, si
Dios viste tan bien la hierba, que hoy está en el campo y mañana es arrojada
al horno, ¿cuánto más hará por nosotros?
(cf. Lc 12,28). Si alzamos la mirada hacia el Señor, y contemplamos la
realidad a su luz, descubriremos que Él no nos abandona jamás: «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14) y permanece
siempre con nosotros, todos los días, siempre (cf. Mt 28,20).
Cuando elevamos los ojos a Dios, los problemas de la vida no
desaparecen, pero sentimos que el Señor nos da la fuerza
necesaria para afrontarlos. “Levantar la
vista”, entonces, es el primer paso que nos dispone a la adoración. Se
trata de la adoración del discípulo que ha descubierto en Dios una alegría
nueva, distinta. La del mundo se basa en la posesión de bienes, en el éxito y
en otras cosas por el estilo. Siempre yo al centro. La alegría del discípulo
de Cristo, en cambio, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, cuyas
promesas nunca fallan, a pesar de las situaciones de crisis en las que podamos
encontrarnos. Y es ahí, entonces, que la gratitud filial y la alegría
suscitan el anhelo de adorar al Señor, que es fiel y nunca nos deja solos.
La segunda expresión que nos puede ayudar es ponerse en camino.
Antes de poder adorar al Niño nacido en Belén, los magos tuvieron que hacer
un largo viaje. Escribe Mateo: «Unos magos de
Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: “¿Dónde está el Rey de los
judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a
adorarlo”» (Mt 2,1-2). El viaje implica siempre una trasformación, un
cambio. Después del viaje ya no somos como antes. En el que ha realizado un
camino siempre hay algo nuevo: sus conocimientos se han ampliado, ha visto
personas y cosas nuevas, ha experimentado el fortalecimiento de su voluntad al
enfrentar las dificultades y los riesgos del trayecto. No se llega a adorar al
Señor sin pasar antes a través de la maduración interior que nos da
el ponernos en camino.
Llegamos a ser adoradores del Señor mediante un camino gradual. La
experiencia nos enseña, por ejemplo, que una persona con cincuenta años vive
la adoración con un espíritu distinto respecto a cuando tenía treinta. Quien
se deja modelar por la gracia, normalmente, con el pasar del tiempo, mejora. El
hombre exterior se va desmoronando —dice san Pablo—, mientras el hombre interior
se renueva día a día (cf. 2 Co 4,16), preparándose para adorar al Señor
cada vez mejor.
Desde este punto de vista, los fracasos, las crisis y los
errores pueden ser experiencias instructivas,
no es raro que sirvan para hacernos caer en la cuenta de que sólo el Señor es
digno de ser adorado, porque solamente Él satisface el deseo de vida y
eternidad presente en lo íntimo de cada persona. Además, con el paso del
tiempo, las pruebas y las fatigas de la vida —vividas en la fe— contribuyen a
purificar el corazón, a hacerlo más humilde y por tanto más dispuesto a
abrirse a Dios. También los pecados, la conciencia de ser pecadores… si tú lo
recibes con fe, con contricción, te ayudará… en este viaje con el Señor para
adorarlo mejor.
Como los magos, también nosotros debemos dejarnos instruir
por el camino de la vida, marcado por las inevitables dificultades
del viaje. No permitamos que los cansancios, las caídas y los fracasos nos
empujen hacia el desaliento. Por el contrario, reconociéndolos con humildad,
nos deben servir para avanzar hacia el Señor Jesús. La vida no es una
demostración de habilidades, sino un viaje hacia Aquel que nos ama. Nosotros no debemos mostrar en cada
paso de la vida la tarjeta de las virtudes que tenemos. Con humildad debemos
dirigirnos hacia el Señor. Mirando al Señor, encontraremos la fuerza para
seguir adelante con alegría renovada.
Y llegamos a la tercera expresión: ver. El evangelista escribe: «Entraron
en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo
adoraron» (Mt 2,11). La adoración era el homenaje reservado a los
soberanos, a los grandes dignatarios. Los magos, en efecto, adoraron a Aquel
que sabían que era el rey de los judíos (cf. Mt 2,2). Pero, de hecho, ¿qué fue lo que vieron? Vieron a un niño pobre
con su madre. Y sin embargo estos sabios, llegados desde países lejanos,
supieron trascender aquella escena tan humilde y corriente, reconociendo en
aquel Niño la presencia de un soberano. Es decir, fueron capaces de “ver” más allá de la apariencia. Arrodillándose ante el Niño nacido en Belén, expresaron
una adoración que era sobre todo interior: abrir los cofres que llevaban como
regalo fue signo del ofrecimiento de sus corazones.
Para adorar al Señor es necesario “ver” más
allá del velo de lo visible, que frecuentemente se revela engañoso. Herodes y
los notables de Jerusalén representan la mundanidad, perennemente esclava de
la apariencia, ven y no saben ver, no digo ven y no creen, es demasiado, no, no
saben ver, porque su capacidad es esclava de la apariencia, están en busca de
entretenimiento. La mundanidad sólo da valor a las cosas sensacionales, a las
cosas que llaman la atención de la masa. En cambio, en los magos vemos una
actitud distinta, que podríamos definir como realismo teologal. Una palabra
demasiado alta, pero podemos decirlo así, realismo teologal. Este percibe con
objetividad la realidad de las cosas, llegando finalmente a la comprensión de
que Dios se aparta de cualquier ostentación. El Señor está en
la humildad. El Señor
es como aquel niño que huye de la ostentación, producto de la mundanidad.
Este modo de “ver” que trasciende lo
visible, hace que nosotros adoremos al Señor, a menudo escondido en las
situaciones sencillas, en las personas humildes y marginales. Se trata pues de
una mirada que, sin dejarse deslumbrar por los fuegos artificiales del
exhibicionismo, busca en cada ocasión lo que no es fugaz, busca el Señor.
Nosotros, por eso, como escribe el apóstol Pablo, «no
nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve
es transitorio; lo que no se ve es eterno» (2 Co 4,18).
Que el Señor Jesús nos haga verdaderos adoradores
suyos, capaces de manifestar con la vida su designio de amor, que abraza a toda
la humanidad. Pidamos la gracia para cada uno de nosotros y para toda la
Iglesia de aprender a adorar, de continuar a adorar, la oración de adoración,
que solo Dios es adorado.
Redacción ACI Prensa
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