El lenguaje de las relaciones humanas lo hemos pervertido con conceptos new age que parecen hablar de amperios en vez de pasiones o interacción.
Por: Miguel Aranguren | Fuente: miguelaranguren.com
Quienes tenemos más de treinta años hemos
recibido, por norma general, una educación que basculaba entre la confianza y
la autoridad. Nuestros padres no perdieron la condición de su rango, con lo que
lograron unos hogares en los que al pan se le llamaba pan, en los que no se
discutían las órdenes de arriba y en los que las desobediencias venían
acompañadas de su correspondiente y reparador castigo.
De este modo, cuando nos mandaban a “galeras”, teníamos
claro el motivo: no haber querido acabar el plato, presentarnos con un boletín
de notas similar al Ibex, habernos excedido en alguna pelea fraternal o haber
contestado de malos modos a la mujer que ayudaba en las tareas de la casa. Y
con el castigo, muchas veces, el coscorrón y hasta la bofetada, medicina que
generaba un encendido sarpullido antes de inocular su efecto placebo.
Hoy las cosas son distintas. Los hijos viven, en general, imponiendo su
capricho: ya no heredan ropa ni comparten juguetes; ni siquiera tienen hermanos
a quienes marcar el terreno y los aprobados se regalan a fuerza de decreto. De
este modo, además de la proliferación de diminutos gadafis que lo quieren todo
al grito de “ya”, abunda en los hogares una
atmósfera de inseguridad por desconocer los límites de la convivencia o las
razones con las que, de Pascuas a Ramos, los padres aducen su descontento por
la acumulación de tanta conducta fuera de madre.
Lo experimenté este verano en un pueblo turístico de nuestra geografía. De
camino al párking, unos padres echaban a su hija en cara “las malas energías” con las que había vivido
aquella jornada de asueto. Malas energías, como si en vez de venas portadoras
de sangre tuviésemos cables de cobre por los que circulan sacudidas de alto
voltaje. Y claro, la muchacha les observaba perpleja, sin entender por qué los
suyos confundían la electricidad con su más que seguro capricho (mamá, quiero
que me compres esto; papá, quiero que me compres lo otro; me aburro; me niego a
ver un solo monumento más; no estoy dispuesta a quitarme los cascos de música
ni en el interior de esa iglesia, llevadme a un parque de atracciones, etc.).
La educación entiende mucho de lenguaje. Ya saben: al
sí, sí y al no, no. Pero el lenguaje de las relaciones humanas lo hemos
pervertido con conceptos new age que parecen hablar de amperios en vez de
pasiones o interacción, y así andan las familias, deseándose energías positivas
en vez de darse los buenos días, como si uno tuviese que vivir enchufado a la
red, eléctrica se entiende.
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