Las abuelitas también sabían sus curiosidades para muchas dolencias. El remedio lo cogían de las acequias, de las huertas y de las chacras, o lo tenían a veces en su propia casa.
Así, el agua de llantén con sombrerito (patacón) y la hoja del camotillo lo empleaban para lavar, curar hinchazones y heridas rebeldes. Para lo mismo, los emplastos de verbena machacada.
En los casos de estancamiento de orina usaban un cocimiento de tres cochinitos de alfalfa, tostados con goma de comer (arábiga) y cebada. Al paciente le suministraban por medio pocillo. El efecto era inmediato.
Cuando a una primeriza lactante se le maduraba el seno, para recoger la hinchazón le aplicaban un emplasto preparado con una lombriz de tierra, escoba (pichana) y unos granitos de sal. Y, para hacer reventar, después, la parte recogida, le ponían otro emplasto -de narciso blanco con gotas de té puro-. La enferma masticaba un poco de la misma hojita del cocimiento y las aplicaba sobre la herida. Esto último lo repetían en intervalos de dos o tres horas durante el día. Con este procedimiento no había necesidad de operación.
Para curar el mal de ojos lo hacían con la “ñaña” de pecho y el aceite del huevo aplicado en forma de gotas. Exteriormente daban baños de -agua de sombrerito, llantén y corrimiento-.
En la disentería, aún en los casos rebeldes, hacían un cocimiento de la raíz de verbena, la cáscara de granada, la pepa de palto mulato y la achicoria. Con un par de enemas era suficiente para cortar la dolencia.
Cuando a alguien se le torcía el cuello por efecto de un fuerte aire, aplicaban las hojas de chirimoyo ligeramente calentadas a la luz de una vela. La tela de araña y el polvillo de estiércol lo usaban para cicatrizar heridas.
En los casos de hernia ponían un emplasto caliente de aceite de lagarto y ballena con semilla de higuerilla, o también un pedazo de culebra o lagartija con los mismos ingredientes.
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