El Vaticano publicó este 29 de enero el mensaje del Papa Francisco para la 95ª Jornada Misionera Mundial que se celebrará el domingo 17 de octubre de 2021.
En el mensaje titulado: “No podemos dejar de
hablar de lo que hemos visto y oído” el Santo Padre destaca la “invitación a cada uno de nosotros a ‘hacernos cargo’ y
dar a conocer aquello que tenemos en el corazón” y cita a San Pablo VI
en la exhortación Evangelii nuntiandi para recordar que “la misión es y ha sido siempre la identidad de la Iglesia: ‘Ella
existe para evangelizar’”.
“Nuestra vida de fe se debilita, pierde profecía y
capacidad de asombro y gratitud en el aislamiento personal o encerrándose en
pequeños grupos; por su propia dinámica exige una creciente apertura capaz de
llegar y abrazar a todos. Los primeros cristianos, lejos de ser seducidos para
recluirse en una élite, fueron atraídos por el Señor y por la vida nueva que
ofrecía para ir entre las gentes y testimoniar lo que habían visto y oído:
el Reino de Dios está cerca”, escribió el Papa.
A continuación, el
texto completo del mensaje del Papa Francisco:
«No podemos dejar
de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20)
Queridos hermanos y hermanas:
Cuando experimentamos la fuerza del amor de Dios, cuando reconocemos su
presencia de Padre en nuestra vida personal y comunitaria, no podemos dejar de
anunciar y compartir lo que hemos visto y oído. La relación de Jesús con sus discípulos, su
humanidad que se nos revela en el misterio de la encarnación, en su Evangelio
y en su Pascua nos hacen ver hasta qué punto Dios ama nuestra humanidad y hace
suyos nuestros gozos y sufrimientos, nuestros deseos y nuestras angustias (cf.
CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et spes, 22). Todo en Cristo
nos recuerda que el mundo en el que vivimos y su necesidad de redención no le
es ajena y nos convoca también a sentirnos parte activa de esta misión: «Salgan al cruce de los caminos e inviten a todos los que
encuentren» (Mt 22,9). Nadie es ajeno, nadie puede sentirse
extraño o lejano a este amor de compasión.
LA EXPERIENCIA DE LOS
APÓSTOLES
La historia de la evangelización comienza con una búsqueda apasionada
del Señor que llama y quiere entablar con cada persona, allí donde se
encuentra, un diálogo de amistad (cf. Jn 15,12-17). Los apóstoles son
los primeros en dar cuenta de eso, hasta recuerdan el día y la hora en que
fueron encontrados: «Era alrededor de las cuatro de
la tarde» (Jn 1,39). La amistad con el Señor, verlo curar a los
enfermos, comer con los pecadores, alimentar a los hambrientos, acercarse a los
excluidos, tocar a los impuros, identificarse con los necesitados, invitar a
las bienaventuranzas, enseñar de una manera nueva y llena de autoridad, deja
una huella imborrable, capaz de suscitar el asombro, y una alegría expansiva y
gratuita que no se puede contener. Como decía el profeta Jeremías, esta
experiencia es el fuego ardiente de su presencia activa en nuestro corazón que
nos impulsa a la misión, aunque a veces comporte sacrificios e incomprensiones
(cf. 20,7-9). El amor siempre está en movimiento y nos pone en movimiento para
compartir el anuncio más hermoso y esperanzador: «Hemos
encontrado al Mesías» (Jn 1,41).
Con Jesús hemos visto, oído y palpado que las cosas pueden ser
diferentes. Él inauguró, ya para hoy, los tiempos por venir recordándonos
una característica esencial de nuestro ser humanos, tantas veces olvidada: «Hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza
en el amor» (Carta enc. Fratelli tutti, 68). Tiempos nuevos que
suscitan una fe capaz de impulsar iniciativas y forjar comunidades a partir de
hombres y mujeres que aprenden a hacerse cargo de la fragilidad propia y la de
los demás, promoviendo la fraternidad y la amistad social (cf. ibíd.,
67). La comunidad eclesial muestra su belleza cada vez que recuerda con
gratitud que el Señor nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19). Esa «predilección amorosa del Señor nos sorprende, y el
asombro —por su propia naturaleza— no podemos poseerlo por nosotros mismos ni
imponerlo. [...] Sólo así puede florecer el milagro de la gratuidad, el don
gratuito de sí. Tampoco el fervor misionero puede obtenerse como consecuencia
de un razonamiento o de un cálculo. Ponerse en “estado de misión” es un
efecto del agradecimiento» (Mensaje a las Obras Misionales
Pontificias, 21 mayo 2020).
Sin embargo, los tiempos no eran fáciles; los primeros cristianos
comenzaron su vida de fe en un ambiente hostil y complicado. Historias de
postergaciones y encierros se cruzaban con resistencias internas y externas que
parecían contradecir y hasta negar lo que habían visto y oído; pero eso,
lejos de ser una dificultad u obstáculo que los llevara a replegarse o
ensimismarse, los impulsó a transformar todos los inconvenientes, contradicciones
y dificultades en una oportunidad para la misión. Los límites e impedimentos
se volvieron también un lugar privilegiado para ungir todo y a todos con el
Espíritu del Señor. Nada ni nadie podía quedar ajeno a ese anuncio
liberador.
Tenemos el testimonio vivo de todo esto en los Hechos de los Apóstoles, libro de cabecera de
los discípulos misioneros. Es el libro que recoge cómo el perfume del
Evangelio fue calando a su paso y suscitando la alegría que sólo el Espíritu
nos puede regalar. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos enseña a vivir
las pruebas abrazándonos a Cristo, para madurar la «convicción
de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de
aparentes fracasos» y la certeza de que «quien
se ofrece y entrega a Dios por amor seguramente será fecundo» (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 279).
Así también nosotros: tampoco es fácil el
momento actual de nuestra historia. La situación de la pandemia
evidenció y amplificó el dolor, la soledad, la pobreza y las injusticias que
ya tantos padecían y puso al descubierto nuestras falsas seguridades y las
fragmentaciones y polarizaciones que silenciosamente nos laceran. Los más
frágiles y vulnerables experimentaron aún más su vulnerabilidad y fragilidad.
Hemos experimentado el desánimo, el desencanto, el cansancio, y hasta la
amargura conformista y desesperanzadora pudo apoderarse de nuestras miradas.
Pero nosotros «no nos anunciamos a nosotros mismos,
sino a Jesús como Cristo y Señor, pues no somos más que servidores de
ustedes por causa de Jesús» (2 Co 4,5). Por eso sentimos resonar
en nuestras comunidades y hogares la Palabra de vida que se hace eco en
nuestros corazones y nos dice: «No está aquí: ¡ha
resucitado!» (Lc 24,6); Palabra de esperanza que rompe todo
determinismo y, para aquellos que se dejan tocar, regala la libertad y la
audacia necesarias para ponerse de pie y buscar creativamente todas las maneras
posibles de vivir la compasión, ese “sacramental” de
la cercanía de Dios con nosotros que no abandona a nadie al borde del camino.
En este tiempo de pandemia, ante la tentación de enmascarar y
justificar la indiferencia y la apatía en nombre del sano distanciamiento
social, urge la misión de la compasión capaz
de hacer de la necesaria distancia un lugar de encuentro, de cuidado y de
promoción. «Lo que hemos visto y oído» (Hch
4,20), la misericordia con la que hemos sido tratados, se transforma en el
punto de referencia y de credibilidad que nos permite recuperar la pasión
compartida por crear «una comunidad de pertenencia
y solidaridad, a la cual destinar tiempo, esfuerzo y bienes» (Carta enc.
Fratelli tutti, 36). Es su Palabra la que cotidianamente nos redime y
nos salva de las excusas que llevan a encerrarnos en el más vil de los
escepticismos: “todo da igual, nada va a cambiar”. Y
frente a la pregunta: “¿para qué me voy a privar
de mis seguridades, comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado
importante?”, la respuesta permanece siempre la misma: «Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y
está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 275) y nos quiere también vivos, fraternos y capaces de hospedar
y compartir esta esperanza. En el contexto actual urgen misioneros de esperanza
que, ungidos por el Señor, sean capaces de recordar proféticamente que nadie
se salva por sí solo.
Al igual que los apóstoles y los primeros cristianos, también nosotros
decimos con todas nuestras fuerzas: «No podemos
dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20). Todo
lo que hemos recibido, todo lo que el Señor nos ha ido concediendo, nos lo ha
regalado para que lo pongamos en juego y se lo regalemos gratuitamente a los
demás. Como los apóstoles que han visto, oído y tocado la salvación de
Jesús (cf. 1 Jn 1,1-4), así nosotros hoy podemos palpar la carne
sufriente y gloriosa de Cristo en la historia de cada día y animarnos a
compartir con todos un destino de esperanza, esa nota indiscutible que nace de
sabernos acompañados por el Señor. Los cristianos no podemos reservar al
Señor para nosotros mismos: la misión
evangelizadora de la Iglesia expresa su implicación total y pública en la
transformación del mundo y en la custodia de la creación.
UNA INVITACIÓN A CADA
UNO DE NOSOTROS
El lema de la Jornada Mundial de las Misiones de este año, «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y
oído» (Hch 4,20), es una invitación a cada uno de nosotros a “hacernos cargo” y dar a conocer aquello que
tenemos en el corazón. Esta misión es y ha sido siempre la identidad de la
Iglesia: «Ella existe para evangelizar» (S.
PABLO VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14). Nuestra vida de fe se
debilita, pierde profecía y capacidad de asombro y gratitud en el aislamiento
personal o encerrándose en pequeños grupos; por su propia dinámica exige una
creciente apertura capaz de llegar y abrazar a todos. Los primeros cristianos,
lejos de ser seducidos para recluirse en una élite, fueron atraídos por el
Señor y por la vida nueva que ofrecía para ir entre las gentes y testimoniar
lo que habían visto y oído: el Reino de Dios
está cerca. Lo hicieron con la generosidad, la gratitud y la nobleza
propias de aquellos que siembran sabiendo que otros comerán el fruto de su
entrega y sacrificio. Por eso me gusta pensar que «aun
los más débiles, limitados y heridos pueden ser misioneros a su manera,
porque siempre hay que permitir que el bien se comunique, aunque conviva con
muchas fragilidades» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 239).
En la Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra cada año el
tercer domingo de octubre, recordamos agradecidamente a todas esas personas
que, con su testimonio de vida, nos ayudan a renovar nuestro compromiso
bautismal de ser apóstoles generosos y alegres del Evangelio. Recordamos
especialmente a quienes fueron capaces de ponerse en camino, dejar su tierra y
sus hogares para que el Evangelio pueda alcanzar sin demoras y sin miedos esos
rincones de pueblos y ciudades donde tantas vidas se encuentran sedientas de
bendición.
Contemplar su testimonio misionero nos anima a ser valientes y a pedir
con insistencia «al dueño que envíe trabajadores
para su cosecha» (Lc 10,2), porque somos conscientes de que la
vocación a la misión no es algo del pasado o un recuerdo romántico de otros
tiempos. Hoy, Jesús necesita corazones que sean capaces de vivir su vocación
como una verdadera historia de amor, que les haga salir a las periferias del
mundo y convertirse en mensajeros e instrumentos de compasión. Y es un llamado
que Él nos hace a todos, aunque no de la misma manera. Recordemos que hay
periferias que están cerca de nosotros, en el centro de una ciudad, o en la
propia familia. También hay un aspecto de la apertura universal del amor que
no es geográfico sino existencial. Siempre, pero especialmente en estos
tiempos de pandemia es importante ampliar la capacidad cotidiana de ensanchar
nuestros círculos, de llegar a aquellos que espontáneamente no los
sentiríamos parte de “mi mundo de intereses”, aunque
estén cerca nuestro (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 97). Vivir la
misión es aventurarse a desarrollar los mismos sentimientos de Cristo Jesús y
creer con Él que quien está a mi lado es también mi hermano y mi hermana.
Que su amor de compasión despierte también nuestro corazón y nos vuelva a
todos discípulos misioneros.
Que María, la primera discípula misionera, haga
crecer en todos los bautizados el deseo de ser sal y luz en nuestras tierras (cf. Mt 5,13-14).
Roma, San Juan de Letrán, 6 de enero de 2021,
Solemnidad de la Epifanía del Señor.
FRANCISCO
Redacción ACI Prensa
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