Por
el año 1945 se ampliaba la carretera a Churín, trabajo que realizaban las
comunidades de los pueblos vecinos.
Laborando cerca de “Quita Sombrero", en las ruinas de una vieja casa, uno de los campesinos tuvo la suerte de dar con un tapado de viejas monedas. No informó nada de este hallazgo a sus compañeros y en la noche regresó cargando con el tesoro; pero su viejo poncho le jugó una mala pasada, con el peso de las monedas, se agujereó y algunas de ellas quedaron regadas en el camino. Llegada la mañana los comuneros encontraron las monedas. Al propagarse este hallazgo, intervinieron las autoridades de Churín, logrando recuperar algunas de ellas: ¡eran águilas de oro!
Un guardia se hizo cargo de las investigaciones quedando esa noche, en un lugar cercano, llamado Pacchotingo, que es un cruce de camino y sitio obligado de descanso de las recuas de los pueblecitos de las alturas.
Un viejo y dos hijas eran los dueños de la pascana que había en ese sitio. Servía de tienda, casa, hotel y taller para su oficio de talabartería. El viejo se acercaba a los 100 años, pero conservaba todavía gran habilidad en el tejido de finas riendas, cabezadas y orejeras, engarzadas con anillos y punteras de plata, que mandaban hacer especialmente los ganaderos de la región para engalanar a sus mejores caballos.
Esa noche amanecieron chacchando coca el viejo y el guardia. El viejo le contaba al representante de la ley una larga historia de las correrías del bandolero Luis Pardo por estos lugares, diciendo: "Que la casa donde se encontró el tapado fue una vivienda de dos viejos protegidos por el bandolero. Allí encontraba refugio, balas y víveres. Al morir los viejos, sus enemigos destruyeron la vivienda. Años permaneció abandonada hasta la ampliación de la carretera que habría servido para encontrar el tapado, seguramente enterrado por estos.
En los distintos sitios donde estuvo destacado el guardia, anduvo en busca de la verdad. Indagando por la provincia de Cajatambo y Bolognesi, tierras del bandolero, encontró relatos de que éste fue un hombre íntegro, y en Barbacay donde fue traicionado y se abrió paso a tiros hasta lanzarse al río Pativilca, se ensañaron, acribillándolo a balazos.
El guardia, preguntaba ansioso sobre la historia de Luis Pardo, escuchando todas sus hazañas. Se enteró que Luis Pardo realizaba a su modo la justicia, equilibrando la riqueza e imponiendo la autoridad con sus propias manos si era necesario. Cuando ambiciosos terratenientes lo despojaron de sus bienes y ultrajaron a su hermana, eran jóvenes, buscó justicia y no la encontró. Por eso se hizo bandolero.
El viejo siguió contando que él era de un pueblito cercano de la cordillera. Se estableció en Pacchotingo, cuando era éste un monte de molles que crecían entre peñascales. Le gustó el sitio para poner un negocio porque era un cruce de caminos, construyendo su pascana. Al poco tiempo se hizo conocido y los conductores que bajaban de los pueblos a la costa comenzaron a detenerse y pernoctar allí. Con esta prosperidad creó la envidia del jefe de la Comunidad, que quería el negocio para él. Le notificó que abandonara el lugar, sin pago alguno, alegando que era terreno comunal y le dio un plazo de treinta días.
¿A quién recurrir por justicia? Las autoridades estaban muy lejos y seguramente le engañarían haciéndole ir y venir varias veces. Ellos no piensan que para que sea justicia, tiene que ser rápida. Mi calendario era la luna. Tenía que empacar y marcharme, pero ¿dónde? Sin dinero y con familia, no se puede ir lejos.
Una noche llegó Luis Pardo a quién conté mi problema. Hizo llamar al jefe de la comunidad, le conminó que me extendiera una escritura pública, refrendada por notario y autoridad, bajo amenaza de hacer justicia por su propia mano. Cuando alumbró la luna, nuevamente yo era dueño de la pascana y el hombre más feliz de la tierra.
Las hojas de coca, volaban a la boca del viejo y de su poronguito, con un palito sacaba la cal paladeándola con gran satisfacción. La bola de coca que daba vueltas con la lengua y pasaba de un cachete a otro comenzó a soltar su jugo. Al fin había armado la "cochamba". Lleno de felicidad comenzó a recordar los momentos más bellos de su vida, quedándose adormecido, soñando que emprendía un gran vuelo. Paciente, el guardia esperó hasta que volviera. Así fue, al comenzar a hablar nuevamente lo hizo sin lagunas en la memoria, propias de su edad. Relató que hacía muchos años, en su propia pascana había ocurrido algo muy interesante. Comenzó diciendo: A los pocos años que se inauguró el ferrocarril de Huacho a Sayán, viajaron de Lima hasta este último sitio, y luego a pie hasta llegar a mi choza, un grupo de gendarmes al mando de un sargento. Cansados y muertos de hambre se tumbaron bajo la sombra de los molles, a comer su fiambre.
Era un mes de octubre, lo recuerdo bien porque esa tarde como no sucedía en muchos meses, el cielo comenzó a oscurecerse y luego truenos y relámpagos alumbraron y estallaron en la cordillera, y una nube baja roció su agua sorprendiendo a los guardias que dormían, corriendo a refugiarse a mi tienda; la lluvia duró poco pero formó grandes charcos. Los pajonales, los molles y las piedras, quedaron brillantes, destilando agua. Era el primer cordonazo de San Francisco y llegarían otros anunciando las próximas lluvias. Así fue, entre oscuro y claro comenzó otro chaparrón, haciendo sonar la calamina. Los truenos se sentían más cerca y los relámpagos alumbraban uno tras otro, como chispazos de luz. Espectaban el fenómeno desde la ventana los gendarmes, cuando sintieron el chapoteo en el barro de pisadas de caballos. Tres jinetes se acercaban y a la luz de los relámpagos brillaron los rifles que llevaban. Al detenerse bajo el palenque para amarrar sus caballos, el sargento dio una orden y saliendo sorpresivamente rodearon con sus rifles a los viajeros.
¿Quiénes son ustedes? —Preguntó el sargento. ¡Somos hombres de paz! —Respondió el mejor montado. Entonces, ¿Por qué llevan armas?
Somos
ganaderos del pueblo de Jucul, que venimos con un guía siguiendo los rastros de
unos abigeos que nos han robado nuestros mejores caballos.
La arrogancia y el buen hablar sorprendieron al sargento, que no sabía qué decisión tomar. Dirigiéndose el viajero a mí, dijo:
-Saca media arrobita de ron y manda preparar un huacochupe, con bastante
carne y chincho, para todos. Tenemos que ser atentos con la autoridad. Acto seguido desmontó y penetró a la tienda para protegerse de la
lluvia, seguido de sus hombres. Lo propio hicieron el sargento y sus gendarmes,
encañonándolos siempre con sus rifles.
Saqué yo rápido el ron pedido, que el viajero lo cogió eliminando el corcho con los dientes. Con el movimiento se volcó una pequeña cantidad, esparciendo su delicioso aroma por toda la pieza. Esto atenuó las tensiones de esos momentos. Brindó a la salud del sargento y de sus hombres y por el éxito de la misión que les había llevado por estas tierras.
El sargento, todavía indeciso, pensó que no debía de ser descortés con un hombre que demostraba ser todo un caballero, hizo bajar las armas, confiscó los rifles de los viajeros y las mandó guardar en un cuartito que le sirvió de arsenal, poniendo un centinela a la puerta. En seguida todos comenzaron a tomar ron del barrilito hasta que llegó el "Huacochupe", con papas sancochadas, queso y salsa de rocoto y chincho.
Al acabarse el ron, los gendarmes uno a uno se tumbaron a descansar en las pajas. El cansancio por el viaje y el ron les hizo quedarse profundamente' dormidos. Los ganaderos aparentaban dormir, mientras que el sargento, que ya estaba bien bebido, soltó la lengua: “Le decía al que aparentaba ser dueño del ganado perdido que, un hacendado bien informado, había avisado en Lima que en esos días iba a cruzar por Pacchotingo el temible bandolero Luis Pardo. Al sargento le dieron la orden de capturarlo vivo o muerto, por ser peligroso para la sociedad".
El que hacía de jefe tranquilamente escuchaba al sargento que estaba de espaldas al pequeño arsenal. A una indicación, el guía de ojotas se levantó y penetrando donde estaban las armas salió con dos rifles y una pesada alforja que ocultó entre las pajas. El sargento pedía más ron con insistencia. El jefe de los ganaderos se levantó y fue donde su compañero diciéndole: “Ya cesó la lluvia, tenemos que emprender viaje". Al levantarse echó el poncho a la espalda y a la luz del candil brillaron dos revólveres que llevaba dentro de una cartuchera llenas de balas. Esto despabiló al sargento, dándose cuenta recién quienes eran. Este puso mano al revólver y gritó, llamando a sus hombres: ¡A las armas, a las armas, son los bandoleros!
Hubo una lucha entre los dos y un tiro retumbó en la pascana como un trueno, despertando sobresaltados a los gendarmes que no acertaban a explicarse de que se trataba. ¡Es Luis Pardo, el Luis Pardo, a las armas, a las armas! Mientras los policías corren al almacén, el sargento cae desplomando.
Rápidamente los viajeros son rodeados y el gendarme más viejo da orden: ¡Fuego, fuego, contra ellos! Pero ninguna bala salió de los rifles. Los sorprendidos gendarmes no se explicaban que sucedía. Las balas de los viajeros que zumbaban por sus cabezas los volvieron a la realidad. Soltando los rifles partieron a correr fuera de la pascana. Momentos después Luis Pardo y sus hombres partieron a todo galope.
Escondidos los gendarmes detrás de una pirca, al pasar los viajeros, les lanzaron una lluvia de piedras. -"Desgraciados- se oyó una voz en la noche, mañana regresaremos y no quedará ninguno de ustedes vivo".
Al volver
en sí el sargento; le explicaron sus hombres por qué no habían podido enfrentar
a los bandidos. ¡Ellos habían sacado los cerrojos a
los rifles! Al amanecer dialogaron: ¿Qué
hacemos? —si nos marchamos a Lima, con los
rifles inutilizados por los bandidos, seremos la burla de todos y sufriremos el
castigo de nuestros jefes. Si nos quedamos, estos rifles no nos servirán de
nada, vendrán los bandidos y nos aniquilarán. Mejor desertamos y nos marchamos
cada uno a nuestro pueblo. Así lo hicieron, marchando por distintos caminos.
Después del susto de los disparos, siguió contando el viejo, y ver partir los gendarmes, estos volvieron nuevamente montados en burros. Marciales entraron a la pascana, pero no eran los gendarmes, eran paisanitos del lugar, que los gendarmes por el camino les habían cambiado de ropa. Ellos se sintieron felices; pero al enterarse que Luis Pardo y sus hombres habían jurado matar a todo el que encontraran con uniforme, se quitaron toda la ropa y partieron como venados a sus pueblos.
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