–Reconózcame, si
es tan amable, que «querer es poder».
–No puedo. Soy
católico. No soy pelagiano, con perdón.
* * *
Las
tres potencias del alma son la razón-entendimiento, la memoria y la voluntad. Las tres
potencias, las tres facultades, los tres hábitos operativos propios del hombre.
Ya traté de la ascesis de la memoria; estudio ahora la ascesis de la voluntad. Y sigo en mi exposición especialmente a San
Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia.
–LA VOLUNTAD DEL HOMBRE ESTÁ CAUTIVA
La
voluntad del hombre carnal está gravemente enferma; lo suyo
es el amor y la libertad. Es la
voluntad la que ama, sea acompañada del sentimiento o incluso con el
sentimiento ausente o contrario. Es la voluntad la que quiere libremente; no está predeterminada;
ha de seguir al entendimiento, que le muestra la acción concreta como buena o
como mala, pero puede degradarse cuando sigue a un sentimiento contrario a la
razón; puede querer el bien con mérito, o el mal con culpa. Por eso dice San
Juan de la Cruz, vinculando las tres facultades del hombre con las
tres virtudes teologales: «no hubiéramos hecho nada en purificar el entendimiento para fundarle en la
virtud de la fe, y a la memoria en la de la esperanza,
si no purificásemos la voluntad acerca de la tercera virtud, que es la caridad» (3Subida
16,1).
Ya los romanos y griegos
conocían bien este drama del hombre caído: «video
meliora proboque, sed deteriora sequor: Veo lo mejor y lo apruebo, pero
sigo lo peor» (Publio Ovidio Nasón, 43 a.C.-17 d.C. –Metamorphosis VII).
La misma experiencia, común a todos los hombres, la expresa San Pablo: «No sé lo que hago, pues no pongo por obra lo que quiero,
sino lo que aborrezco, eso hago… El querer el bien está en mí, pero el hacerlo
no. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… Es el pecado que
mora en mí… Pero gracias sean dadas a Dios, por nuestro Señor Jesucristo», que
nos sanó y liberó de tan gran miseria (Rm 7,15-2).
Es claro, pues, que el hombre
no puede ser perfecto, es decir, no puede ser clara imagen de Dios, en tanto
que el amor enfermo de su voluntad no venga a ser sanado y elevado por la
virtud sobrenatural de la caridad. Sólo entonces podrá amar a Dios y al prójimo
plenamente. Mientras tanto, el amor desordenado causa en la persona, y muchas veces en otros relacionados
con ella, grandes daños y sufrimientos.
*LA VOLUNTAD DEL HOMBRE ES DEFICIENTE EN EL AMOR
La voluntad falla muchas veces
en el amor al prójimo por
acción o por omisión, con egoísmos vergonzosos, con desviaciones en amores
desordenados; es infiel al amor conyugal, o lo rompe por el divorcio; le cuesta
mucho perdonar, y también le cuesta dar, ayudar a los necesitados, incluso a
sus propios familiares; no tiene compasión; cede y busca amores pecaminosos: sigue muchas veces al sentimiento, y no al entendimiento.
No es el jinete (razón-voluntad, fe-caridad) quien
guía a su caballo (sentimientos, sensaciones). Es el caballo el que
conduce al jinete, con los resultados previsibles.
Y muchos de los que padecen un
amor enfermo, cautivo, débil, cambiante, atribuyen su miseria moral y las
penalidades inevitables del amor desordenado, sin reconocer la culpa de su
voluntad, prefiriendo atribuirla al egoísmo de sus prójimos, a injusticias
económicas laborales, a la enfermedad o a tantos otros factores negativos.
Pero aún más terrible es que
la voluntad falle en el amor a Dios, que
gratuitamente nos ha creado y nos sostiene en el ser, fuente de todos los
bienes (Sant 1,17); y que nos ha salvado al precio de la sangre de su Hijo
Jesucristo… El que no ama a Dios prefiere hacer su propia voluntad a la
voluntad de Dios: horror de los horrores. «El que
recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama» (Jn 14,21). Si «Dios
es caridad» (1Jn 4,4), y el hombre ha sido creado «a su imagen y
semejanza», el hombre es caridad, y ha sido creado para amar: a Dios con todas sus fuerzas, y al prójimo como a sí
mismo.
–TERRIBLES DAÑOS CAUSA LA VOLUNTAD QUE NI ESTÁ
LIBRE, NI SABE AMAR
San Juan de la Cruz, cuando
describe estos daños de la voluntad abandonada a sí misma, dice: Para
describirlos ni «tinta ni papel bastarían, y el
tiempo sería corto» (3S 19,1).
El «daño
privativo principal es apartarse de Dios; porque así como
allegándose a él el alma por la afección de la voluntad de ahí le nacen todos
los bienes, así, apartándose de él por esta afección de criatura, dan en ella
todos los daños y males a la medida del gozo y afección con que se junta con la
criatura, porque eso es el apartarse de Dios». El alma cebada en gozo de
criaturas sufre «un embotamiento de la mente acerca
de Dios, que le oscurece los bienes de Dios», y que le trae «oscuridad de juicio para entender la verdad y juzgar
bien de cada cosa como es». «Le hace apartarse de las cosas de Dios y de los
santos ejercicios y no gustar de ellos porque gusta de otras cosas».
Todo esto le va llevando a «dejar a Dios del todo,
no cuidando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo,
dejándose caer en pecados mortales por la codicia.
«En este grado
se contienen todos aquellos que de tal manera tienen las potencias del alma engolfadas
en las cosas del mundo y riquezas y tratos, que no se dan nada por
cumplir con lo que les obliga la ley de Dios, y tienen grande olvido y torpeza
acerca de lo que toca a su salvación, y tanta más viveza y sutileza acerca de las
cosas del mundo (+Lc 16,8); y así, en lo de Dios no son nada y en
lo del mundo lo son todo»… «Sirven al dinero y no a Dios, y se
mueven por el dinero y no por Dios, haciendo de muchas maneras al dinero su
principal dios y fin, anteponiéndole al último fin, que es Dios» (3S
19,3-9).
Hago notar aquí que el dinero es «el principal dios y fin» del hombre carnal, pero no el único. De hecho, hay hombres que menosprecian el dinero
y dan culto absoluto a otros ídolos tan peligrosos o más: ideas propias, afán
de dominio, de poder, de independencia, de placer, de prestigio, culto del
cuerpo. Son, por supuesto, igualmente idólatras.
–SANACIÓN TOTAL DE LA VOLUNTAD CAUTIVA Y DESAMORADA
Es preciso «purificar la voluntad de todas
sus afecciones desordenadas», de lo que llamaremos apegos. «Estas
afecciones o pasiones son cuatro: gozo, esperanza, dolor y temor» (3S 16,2). Gozo del bien presente, esperanza del bien ausente, dolor del mal presente y temor del mal
inminente. Las cuatro afecciones de la voluntad juntamente se
desvían o se ordenan: si el
hombre pone, por ejemplo, su gozo en la salud, ahí se centrarán
convergentemente su esperanza, dolor y temor.
Pues bien, para amar a Dios con todas las fuerzas del alma, la
ab-negación de la voluntad propia ha de ser total. Ninguna clase de bienes ha de apresar el corazón
del hombre con un apego que lesione o disminuya su amor a Dios (3S
18-45). «La voluntad no se debe gozar [ni doler, ni
esperar, ni temer] sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios»
(3S 17,2). Esto es «dejar el corazón libre para
Dios» (20,4). Sencillamente, el hombre es criatura de Dios, que lo
conserva en el ser y que lo dirige amorosamente con su providencia: «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch
17,28). Y no ha sido creado el hombre para vivir según su
voluntad propia, sino según la voluntad de Dios.
SANTA
TERESA: «Dadme muerte,
dadme vida, / dad salud o enfermedad, / honra o deshonra me dad, / dadme guerra
o paz cumplida, / flaqueza o fuerza a mi vida, / que a todo diré que sí. ¿Qué
queréis hacer de mí?». Santa Maravillas: «Lo que Dios
quiera, como Dios quiera, cuando Dios quiera».
Entendemos
por apegos
de la
voluntad, en este sentido, todo amor de la
voluntad no integrado en el amor a Dios, o
contrario a él. Y adviértase bien que la voluntad humana puede apegarse a
cualquier cosa que no sea Dios. Uno
puede tener amor desordenado a cosas malas –robar, adulterar,
mentir–, o a cosas de suyo indiferentes –meterse
en todo, no meterse en nada–, o a cosas buenas –estudiar o rezar
mucho, hacer unos trabajos excelentes–. Apegos hay que tienen como objeto
bienes exteriores –casa, dinero, vino, tierras–; otros hay con
objetos más interiores –vivir tranquilo, parecer moderno, ser eficaz, guardar un
ritmo de vida previsible–.
–LA CARIDAD ES LA FUERZA QUE SANA LA LIBERTAD Y EL
AMOR DE LA VOLUNTAD
«El amor de
Dios ha sido difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). La «nueva criatura», el cristiano re-nacido de Dios,
ya no se rige solamente por razón y voluntad –tan débiles y heridas– sino que se gobierna por «la fe que obra por la caridad»
(Gal 5,6), virtudes sobrenaturales, infundidas en la razón y la voluntad
«por obra del Espíritu Santo».
Es
la caridad la que libra la voluntad de toda deficiencia y desvío, de todo
apego desordenado, uniéndola amorosamente a la voluntad de Dios. Es por tanto
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, quien habitando en el «hombre nuevo», el cristiano, le concede pasar de
la cautividad a la libertad, de las tinieblas a la luz, del egoísmo congénito
al amor verdadero. Creciendo en la caridad, por la gracia de Dios que lo mueve
continuamente (Flp 2,13), el cristiano va abandonando uno tras otro todos los
ídolos de su afecciones desordenadas, y va centrando en Dios todo su
gozo-esperanza-dolor-temor. Es la caridad la única potencia espiritual que,
creciendo en el cristiano, le hace posible amar al Señor con todas las
fuerzas de su alma, como está mandado (Lc 10,27).
Todos
los apegos y todos los ídolos han de ser consumidos por el fuego sobrenatural
de la caridad. Si se trata, por ejemplo, de
bienes temporales exteriores, «el hombre no se ha
de gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] de las riquezas cuando él las tiene ni cuando las
tiene su hermano, sino [ver] si con ellas sirven a Dios. Y lo mismo se ha de
entender de los demás bienes de títulos, estados, oficios, etc..; en todo lo
cual es vano gozarse si no es si en ellos sirven más a Dios y llevan más seguro
el camino para la vida eterna. No hay, pues, de qué gozarse sino en si se sirve
más a Dios» (3S 18,3).
«También es vana
cosa desear [desordenadamente,
por ejemplo] tener hijos, como hacen
algunos que hunden y alborotan al mundo con el deseo de ellos, pues no saben si
serán buenos y servirán a Dios, y si el contento que de ellos esperan será
dolor, y el descanso y consuelo, trabajo y desconsuelo, y la honra, deshonra y
ofender más a Dios con ellos, como hacen muchos» (18,4).
Hacer
la voluntad de Dios es lo que de verdad verifica al hombre
en el tiempo y en la eternidad. El hombre se disminuye, se enferma, se
destruye, se falsifica a sí mismo, en la medida en que polariza su voluntad
–gozo, esperanza, dolor, temor– en sí mismo y en criaturas, por nobles que
éstas sean.
NORMAS PRINCIPALES DE LA ASCÉTICA DE LA VOLUNTAD:
Doy por supuesto que la
primera norma de esa ascética, como para cualquier otra, es la oración de petición, que ha de ir siempre por delante como
la proa del barco, ya que «es Dios el que obra en
vosotros el querer y el obrar según su designio de amor» (Flp
2,13). Pero me fijo ahora en los rasgos más propios de la purificación y
desarrollo espiritual de la voluntad.
1.–DESCUBRIR LAS AFECCIONES DESORDENADAS.
Los apegos
–que en el cristiano principiante son muchos (1Cor 3,1-3)– están a veces
encubiertos, y los más suelen depender de unos pocos apegos más radicales.
Ahora bien, si la persona no se molesta en descubrir la concreta y malvada
existencia de los apegos, no podrá desarraigarlos. Y no es difícil
localizarlos, pues las señales que los revelan son claras. Las preguntas
básicas «¿en qué te gozas y alegras? ¿qué te
produce más dolor y temor?», respondidas sinceramente, suelen indicar de
modo convergente ciertos apegos.
Pero hay muchas otras señales.
El hombre piensa mucho en el objeto de su apego –salud, dinero, etc.–, y habla
mucho de él: «de la abundancia del
corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las preocupaciones de la memoria revelan
apegos de la voluntad: uno se preocupa por aquellas
cosas a las que está desordenadamente apegado. Las distracciones persistentes en la oración a
causa de un objeto suelen indicar que el hombre lo quiere con voluntad carnal.
Por otra parte, los apegos son raíces que producen malos frutos: así, cuando una persona –de suyo veraz– miente para
salvar o acrecer su prestigio, es claro indicio de que está apegada al
prestigio, aunque no lo esté a la mentira. Por eso, para discernir la
calidad de ciertos amores dudosos, conviene aplicar la clave evangélica: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).
2.–TENDER SIEMPRE AL DESPOSEIMIENTO AFECTIVO,
Y A VECES AL EFECTIVO. Fácilmente el hombre se apega a las cosas que posee, y «si las manoseare con la voluntad, quedará herido de
algún pecado» (3S 18,1). Por eso el cristiano, enseñado por Cristo en el
evangelio, procura poseer con gran sobriedad, desconfiando humildemente de su
propio corazón. Y esto lleva siempre a la pobreza espiritual,
y a veces también a la pobreza material. Ya sabemos que todos los cristianos, también los
laicos, están llamados a vivir los consejos evangélicos, si no es efectiva y
materialmente, al menos espiritualmente, en el afecto y en la disposición del
ánimo, que es en definitiva lo único que cuenta ante Dios.
Cuando
las cuatro afecciones de la voluntad están ordenadas en el amor a Dios, «de manera que el alma no se goce sino de lo que es puramente honra
y gloria de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios, está claro que
enderezan y guardan la fortaleza del alma y su habilidad para Dios; porque
cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios y cuanto más esperare
otra cosa, tanto menos esperará en Dios; y así de las demás. Estas cuatro
pasiones tanto más reinan en el alma cuanto la voluntad está menos fuerte en
Dios y más pendiente de las criaturas, porque entonces con mucha facilidad se goza de
cosas que no merecen gozo, y espera de lo que no aprovecha, y se duele de lo
que, por ventura, se había de gozar, y teme donde no hay que temer» (3S 16,2. 4).
«Debe, pues, el
espiritual, al primer movimiento, cuando se le va el gozo a las cosas,
reprimirle» (20,3),
haciéndose consciente de que su «tesoro escondido
en el campo» es Dios, y que en él tiene que tener puesto el corazón, todo el
corazón, de tal modo que esté dispuesto a vender cuanto tiene, para poder
adquirir ese campo (Mt 13,44-45). Ahora bien, sobre todo a los comienzos,
cuando todavía el cristiano es carnal, es muy difícil la pobreza afectiva en ciertas cosas si sobre
ellas no se ejerce también la pobreza efectiva en la medida conveniente. Desde luego,
el desprendimiento material de criaturas se impone si éstas son malas –pornografía, por ejemplo–; pero
también si, aun siendo buenas –por ejemplo, la
afición a la literatura–, hacen daño de hecho a quien las posee. Esas mismas
cosas buenas renunciadas, quizá puedan ser recuperadas más tarde con santo
provecho cuando la persona esté más crecida en lo espiritual.
3.–DESVALORIZAR LOS APEGOS A LA LUZ DE LA FE. No son más que ídolos,
muchas veces ridículos, alzados en el corazón del hombre, y a los que éste da
culto. Pero no resisten la luz de la fe, pues cuando el foco luminoso de ella
revela lo que son, se desvanecen. Por eso, cuando descubrimos en nosotros el
ídolo de algún amor desordenado a criatura, lo venceremos sobre todo
proyectando sobre él la luz de una fe intensamente actualizada.
Supongamos que una mujer
esposa y madre tiene excesivo apego al orden: si cada cosa o persona no está en su sitio y a su hora,
se pone nerviosa, se enfada y hace a todos la vida imposible. Esta
mujer, mientras no derribe de su corazón el ídolo del orden, apenas conseguirá
nada con sus buenos e ingenuos propósitos de «no enfadarse la próxima vez».
Tiene que ver y reconocer
a la luz de la fe la vana torpeza de su manía. Ha de comprender que el
orden es un valor que ha de integrarse en otros valores –paz,
unidad, alegría familiar–, y que es completamente ridículo que estos
valores sean sacrificados a aquél. Al valorar lo que ahora no tiene
suficientemente en cuenta, porque ve las cosas con poca luz, conseguirá desvalorar su idolatrado orden. Y si ella misma llega a «reírse de sus
manías de orden», entonces la curación puede considerarse total.
Pero el combate contra
los apegos suele hacerse muy mal, como se comprueba por sus resultados.
Es muy ineficaz, porque está mal planteado. Suele reducirse a decretos volitivos («la próxima vez no me enfadaré si
hay algún desorden»). Esas decisiones condenadas al incumplimiento son espiritualmente
ineficaces, y psicológicamente insanas. El cristiano, al combatir un apego,
debe comenzar por la oración, pidiendo la gracia de Dios para reconocer su
deficiencia y para poder vencerla. Debe convencerse de su
vanidad, ridiculez y maldad. Debe renunciar volitivamente, con actos
intensos, a sus ávidas obstinaciones («procuraré el
orden, pero me conformaré con el que buenamente consiga en la casa»).
Y en ocasiones, cuando no resulta posible la afirmación simultánea de todos los
valores, debe elegir los que le parezcan más importantes, dejando
otros («tal como están las cosas, elijo
positivamente descuidar un poco el orden, para sacar adelante en mi familia la
unidad, la paz y la alegría, que me importan más»).
¡Qué tranquilos
están los apegos cuando ven que el hombre, sin pedirlo a Dios y sin modificar
su pensamiento, sólo los combate a golpes de voluntad! ¡Y cómo tiemblan en
cuanto ven que la persona enciende la luz de la fe y se apresta a enfocarla
sobre ellos! En ese
momento saben que tienen las horas contadas.
4.–NUNCA LA VOLUNTAD DEBE CEDER AL SENTIMIENTO,
CUANDO ÉSTE SE OPONE A LA VERDAD DEL ENTENDIMIENTO Y DE LA FE. Nunca debe el jinete permitir
que sea el caballo quien elija el camino. El caballo (el sentimiento) es un
gran bien; pero siempre que esté guiado por el jinete (razón-voluntad / fe y
caridad). Por arrebatador que sea el deseo, por invencible que parezca la
repugnancia, aunque todos, familiares y amigos, lo hagan, jamás la voluntad
debe ceder a la apetencia o repugnancia sensible. Hacerlo viene a ser lo mismo
que encadenarse.
5.–ES PRECISO SABER QUE EL APEGO A COSAS BUENAS
PUEDE SER MÁS PELIGROSO QUE EL REFERIDO A COSAS MALAS, pues aquél fácilmente se
justifica bajo capa de bien. Un cura apegado a la televisión, tratará de
corregirse, y si no lo consigue, al menos reconocerá su deficiencia y a veces
su pecado. Pero un cura que está apegado a su
parroquia –lo cual se conoce
porque se resiste a posibles cambios, inventa para ello razones falsas, busca
intercesores que presionen sobre el Obispo, etc.–, difícilmente reconoce su
afección desordenada: ¿Acaso no es bueno y noble
que un sacerdote ame a su parroquia? Un cura, en cambio, apegado a la
televisión, más fácilmente reconoce su vicio y lo combate. Mucho cuidado hay
que tener para descubrir y reducir los apegos de la voluntad a cosas buenas.
6.–HAY QUE SABER QUE LOS APEGOS INTERIORES SON
MÁS PELIGROSOS QUE LOS REFERIDOS A BIENES EXTERIORES. Los interiores son más
persistentes, más vinculados a la personalidad de cada uno, más ocultos, y
suelen ser la raíz que sostiene no pocos apegos a objetos exteriores. Por eso
en la vida espiritual –y concretamente en la dirección espiritual– tiene la
mayor importancia descubrir estos apegos internos para desarraigarlos. De otro
modo, gran parte del trabajo ascético será inútil. Lo de San Pablo: «yo corro no como a la aventura; yo lucho no como quien
azota al aire» (1Cor 9,26).
Un hombre, por ejemplo, tiene
como afección radical desordenada el éxito mundano (apego interno), y para
conseguirlo busca enriquecerse (apego
externo); pero como no lo consigue, se entrega a la bebida (apego externo). Esta
persona, probablemente, será consciente de su apego a la bebida; será menos
consciente de su apego a las riquezas, pues es una tendencia desordenada más
universal; pero quizá no sea consciente en absoluto de su apego al éxito
mundano, que en él es el decisivo. Así pues, si combate sus apegos a riqueza y
bebida, probablemente no conseguirá nada, pues no ataca la mala raíz –el apego
al éxito social– que los sostiene. Pero aun en el supuesto, improbable, de que
consiga una vida más libre de riqueza y bebida, si continúa apegado al éxito ¿ha adelantado algo con su ascetismo? Sigue siendo
un idólatra, quizá ahora más soberbio, al verse libre de unos apegos exteriores
humillantes.
7.–LOS APEGOS HAN DE SER ARRANCADOS CON LA FUERZA
DE LA CARIDAD. No tiene
el alma otra fuerza que la de su amor. «El amor es la
inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque
mediante el amor se une el alma con
Dios» (Llama 1,13). San Juan de la Cruz sabe bien que
del amor desordenado a criatura sólo puede arrancarnos un amor a Dios más
fuerte. Es cuestión de preferir a Dios en un acto de la caridad intenso, fuerte y mantenido: «¿Amaré a la criatura más que al Creador? ¿Voy a preferir
mi gusto al agrado de mi Señor y Salvador?» Sólo la fuerza del amor a Dios
puede arrancarnos de nuestros apegos, y lo hace con facilidad, pues ante el alma que ama de verdad
a Dios «todas las cosas le son nada, y ella es para sus ojos nada. Sólo su Dios para ella es
el todo» (1,32).
8.–LOS APEGOS HAN DE SER ATAJADOS CUANTO ANTES; Y POR PEQUEÑOS QUE SEAN, nunca se debe subestimar su
peligrosidad, pues «una centella basta para quemar
un monte y todo el mundo. Y nunca se fíe por ser pequeño el asimiento,
si no le corta luego [pronto], pensando que adelante lo hará, porque, si cuando
es tan poco y al principio no tiene ánimo para acabarlo, cuando sea mucho y más
arraigado ¿cómo piensa y presume que podrá?» (3S
20,1).
Se atajan los apegos, ante
todo, por la oración de petición, rogando a Dios que
rompa las cadenas que nos sujetan y nos dé fuerzas para romperlas; se atajan
con los actos intensos
que les son contrarios; y también no consintiendo en estos apegos mientras duran, que a veces
perduran mucho, y no bastan unos pocos actos, por intensos que sean, para que
desaparezcan.
9.–LOS APEGOS HAN DE SER VENCIDOS POR AMOR ADIOS Y
AL CIELO, Y POR TEMOR AL DIABLO Y AL INFIERNO.
Dios
y cielo. Toda la salvación que
Jesucristo enseña está cifrada en el Padrenuestro.
Y esta divina oración tiene su centro en la obediencia a la voluntad de Dios: «venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la
tierra como en el cielo». El universo inmenso es una obediencia total al
Creador: los astros siguen fielmente sus órbitas,
los animales viven según sus instintos naturales, las plantas germinan y crecen
a su tiempo… Sólo el hombre, criatura no sujeta por necesidad, es libre,
y puede su voluntad elegir libremente –y responsablemente: con mérito o con
culpa– entre el bien y el mal. Si la voluntad, asistida por la gracia, elige
obedecer a Dios, lleva al cielo.
Demonio
e infierno. Pero si la voluntad se afirma en sí misma, si habitualmente vive según
su querer y deseo, dejando a Dios a un lado o contra Él, no por eso ha afirmado
su libertad personal. Por el contrario, la ha perdido, porque está obedeciendo
al demonio, al padre de la mentira, haciendo suyo el diabólico lema: «non serviam: no te serviré» (Jer 2,20). Y
ése camino lleva al infierno.
–INEFABLES BIENES DE LA VOLUNTAD SANTIFICADA POR LA
CARIDAD
El cristiano que tiene el
corazón «desnudo de todo, sin querer nada» (2S
7,7), y ama a Dios con toda su alma, se transforma por obra de la gracia en
Jesús el Admirable, y se configura a la fisonomía fascinante de sus santos:
«Adquiere
libertad de ánimo, claridad en la razón, sosiego, tranquilidad y
confianza pacífica en Dios; adquiere más gozo y recreación en las criaturas con
el desapropio de ellas; adquiere más clara noticia de ellas para entender bien
las verdades acerca de ellas, así natural como sobrenaturalmente; por lo cual
las goza muy diferentemente que el que está asido a ellas. Gózase en todas las
cosas, no teniendo el gozo apropiado a ellas, como si las tuviese todas; en
tanto que ninguna tiene en el corazón, las tiene todas en gran libertad (+2Cor 6,10; 1Cor 7,29-31); el otro, en tanto que tiene de ellas algo con voluntad
asida, no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído a él el corazón,
por lo cual, como cautivo, pena. Al desasido no le molestan cuidados ni en
oración ni fuera de ella, y así, sin perder tiempo, con facilidad hace mucha
hacienda espiritual» (3S 20,2-3).
El
amor de la voluntad, santificado por la caridad, une totalmente al Alma con
Dios y la transforma en Él. Tenga San Juan de la Cruz la
última palabra, En una noche oscura:
«¡Oh noche amable
más que la alborada! / ¡Oh noche que juntaste Amado con amada, / amada
en el Amado transformada!» (Subida, canción 5).
* * *
Deus
nos adjuvet! –Et Sancta Maria, Dei Genetrix.
Procedamus in pace! –In nomine Christi. Amen.
José María Iraburu, sacerdote
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