Interceder es pedir
en favor de otro, como hace el centurión que se acerca a Jesús y le presenta la
situación de enfermedad en la que se encuentra un siervo suyo (cf Mt 8,5-8). Lo que mueve a la intercesión es la misericordia, la
compasión, el amor que se apiada del sufrimiento del otro y hace lo posible por
socorrerlo.
Realmente, el intercesor ante
el Padre en favor de todos los hombres, en favor de los pecadores, es
Jesucristo. Basado en esa certeza, san Pablo se pregunta con esperanza: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el
que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo
Jesús, que murió, más todavía, resucitó y
está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?” (Rom
8,33-34).
Jesucristo, el Hijo de Dios
hecho hombre, es el mediador entre Dios y los hombres. Su intercesión no ha quedado
limitada a los años de su vida terrena. Resucitado de entre los muertos y
elevado al cielo por su Ascensión, sigue pidiendo por nosotros, como nos
recuerda san Juan: “Hijos míos, os escribo esto
para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el
Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2,1-2). También el Espíritu Santo “intercede por nosotros” y “acude en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8,26).
La Iglesia, animada por el
Espíritu Santo, une su intercesión a la de Cristo, que es su Cabeza y, por
medio de Él, presenta al Padre las necesidades de todos los hombres,
especialmente en la celebración de la Santa Misa: “Acuérdate,
Señor, de tu Iglesia”; “acuérdate también de nuestros hermanos” que han
recibido el bautismo, la confirmación, la primera comunión o el matrimonio.
Acuérdate de los difuntos, “de nuestros hermanos
que durmieron en la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto
en tu misericordia”.
“Acuérdate”. La intercesión de la Iglesia
es un ejercicio de memoria. Nuestra débil memoria, tan limitada y tan de corto
alcance, se ve engrandecida por la memoria de la Iglesia que apela, con
esperanza, a la memoria de Dios, cuyo amor no se olvida de nosotros.
Acuérdate y ten misericordia
de todos nosotros “y así, con María, la Virgen
Madre de Dios, los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los
tiempos, merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar
tus alabanzas”.
Debemos interceder por todos,
pedir por todos, sin poner barreras a la misericordia de Dios, engrandeciendo
nuestro deseo, sin conformarnos con poco. Está bien que presentemos al Señor
las necesidades materiales de los demás, pero también debemos orar por sus
necesidades espirituales. En la Santa Misa pedimos para todos “compartir la vida eterna”; es decir, el cielo. No
se puede desear nada más grande ni mejor.
Guillermo Juan
Morado.
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