La
guerra de los mundos, obra de José Segrelles (1885-1969).
«Todo
lo que una persona pueda imaginar, otras podrán hacerlo realidad.»
Julio Verne
«—¿Quiere
decir, libros antiguos?
—Narraciones
de viajes espaciales, escritas antes de los viajes espaciales.
—¿Y
cómo podía haber narraciones antes de…?
—Los
escritores sabían.
—Pero,
¿en qué se fundaban?
—En
la imaginación».
Phillip K. Dick ¿Sueñan
los androides con ovejas eléctricas?
Sobre el asunto de la
ciencia-ficción literaria pululan por ahí un par de ideas muy extendidas que me
interesa matizar: la primera, que se trata de un
tipo de literatura alejada, pero que muy alejada, del ámbito cristiano, y la
segunda, que la ciencia-ficción es una subcategoría de la ficción fantástica y
por tanto una fantasía de segundo orden.
Empezando por la primera de
las dos ideas señaladas, no voy a negar la existencia de una opinión
generalizada que sostiene una natural oposición entre este género literario y
el cristianismo. Quizá sea por el asolador acoso a que el cientificismo
imperante nos somete y que nos hace sentir cierta hostilidad hacia la verdadera
ciencia (cuando no debería ser), o por alguna otra razón no científica, pero
esto es así. Sin embargo, si nos detenemos a mirar con más atención veremos que
esta impresión es, en cierto modo, inexacta. Y si bien no se puede negar que un
sector mayoritario de la literatura de ciencia-ficción presenta, no ya el
cristianismo, sino el mismo hecho religioso de manera negativa, existen
excepciones y que estas son tan excepcionales como brillantes. Un pequeño pero
significativo número de grandes nombres de la ciencia-ficción fueron cristianos
y algunas de sus más grandes obras reflejan estas creencias. No es cuestión de
extenderse, pero vienen a mi memoria títulos como Salomas del espacio (1968) o La tercera oportunidad (1968) de R. A.
Lafferty; Catholics (1972) de Brian Moore (en español El
abad rebelde); El señor del mundo (1907) de
Robert Hugh Benson; las sagas de Gene Wolf; La Trilogía
cósmica (1938-1945) de C. S. Lewis y el Cántico a
Leibowitz (1959) de Walter M. Miller Jr., obras que, sin embargo,
quizá exceden de la conveniencia infantil y juvenil.
Algunos de estos títulos
––junto con otros de autores no cristianos, de los que ya he hablado en la
entrada ¿Un mundo feliz?––, pertenecen a ese
subgénero de la ciencia-ficción que es la distopía, donde el autor describe un
mundo futuro en el que los poderes legítimamente instituidos están
configurados para hacer que todo sea perfecto, cuando en realidad no hacen otra cosa que
transformar ese mundo en una terrible pesadilla. Estas novelas nos advierten
sobre la consecuencia de una vida sin religión donde el hombre sea la medida de
todas las cosas; y esta no es otra que la identificación de la seductora idea
del progreso con el horror.
Por lo que respecta a la
segunda de las objeciones (su etiquetado como una categoría de segunda clase de
la ficción fantástica), ya desde sus orígenes el género fue tildado como de
baja estofa, arrinconado por intelectuales y críticos de salón, pero como
señaló Lewis en su ensayo sobre el tema, titulado precisamente Sobre la ciencia-ficción: «Historias como las que estoy describiendo… nos
refrescan… de ahí el desasosiego que despiertan en aquellos que, por cualquier
razón, desean tenernos a todos presos del conflicto inmediato. Ese es quizá el
motivo de que muchos lancen con tanta presteza la acusación de
“escapismo". Nunca lo entendí del todo hasta que mi amigo, el profesor
Tolkien, me hizo la siguiente y sencilla pregunta: “¿Qué clase de hombres
esperaría usted que se preocuparan más por la idea de escapar
y serían más hostiles a ella? Él mismo me dio la respuesta
obvia: los carceleros».
Porque… vamos a ver, en este
mundo postmoderno que nos esclaviza e inhumaniza sin que casi nos apercibamos y
en el que desde las poltronas de los poderes imperantes hasta las tribunas y
minaretes de la cultura dominante se nos conmina y coarta a permanecer dentro
de las cárceles de lo políticamente correcto, ¿qué
persona en su sano juicio no querría escapar? y ¿quién
podría preocuparse seriamente de que lográsemos hacerlo?
Para contribuir a esta sana
rebeldía, o al menos para facilitarla, paso a referir algunas obras de este
género de la evasión futurista más apropiadas para los niños y los jóvenes, que
puedan abrirles el apetito para acercarse a alguno de los títulos que les
mencioné anteriormente.
Y comienzo por donde siempre
ha de hacerse, por el principio, y en el principio encontramos a dos gigantes
de la imaginación, como son Julio Verne y H. G. Wells. Probablemente son los
maestros, los precursores; es famosa la frase de Ray Bradbury de que «todos somos, de una u otra manera, hijos de Julio Verne». Al respecto de ambos autores y de sus
diferencias al abordar este género, J. L. Borges señaló: «Las ficciones de Verne trafican en cosas probables (un
buque submarino, un buque más extenso que los de 1872, el descubrimiento del
Polo Sur, la fotografía parlante, la travesía de África en globo, los cráteres
de un volcán apagado que dan al centro de la tierra); las de Wells en meras
posibilidades (un hombre invisible, una flor que devora a un hombre, un huevo
de cristal que refleja los acontecimientos de Marte), cuando no en cosas
imposibles: un hombre que regresa del porvenir con una flor futura, un hombre
que regresa de la otra vida con el corazón a la derecha, porque lo han
invertido íntegramente, igual que en un espejo».
Se trata de una disquisición
acertada que nos sitúa en las dos opciones básicas del género: lo probable
(ciencia) y lo imposible (ficción). Son aquellos relatos que abordan lo
probable (y que más se aproximan a la parte científica), los que sufren un
mayor riesgo de acabar desfasados y avejentados, el mayor mal que puede aquejar
a un relato de este tipo. Sin embargo, creo que las obras que mencionaré a
continuación no sufren de este mal.
Tratándose de Wells y de
Verne, no resulta fácil elegir, dado el considerable número de novelas
meritorias que guardan en sus alforjas. Haré un pequeño sacrificio y las
reduciré a dos por cabeza.
Comenzaré por H. G. Wells
y La máquina del tiempo (1895),
donde el autor nos habla de un investigador que logra construir un artefacto
que le permite sumergirse en las profundidades del tiempo, pasado o futuro, y
con el que realiza una fabulosa exploración llena de extrañas aventuras.
También es de resaltar La guerra de los
mundos (1898), que relata con gran realismo una invasión
extraterrestre sobre la tierra con unos inclementes marcianos que desprecian la
vida humana. Para lectores de 14 años en adelante.
En el caso de Verne, tenemos
el Viaje al centro de la Tierra (1864),
que narra como un profesor alemán y su sobrino descienden a través de un volcán
islandés internándose en las entrañas terrestres para encontrar un mundo nuevo
con océanos inmensos, árboles petrificados, hongos gigantes y criaturas
ancestrales. Como segunda opción elegiría 20.000
leguas de viaje submarino (1869), de la que les hablé en la
entrada titulada Va de capitanes. Recomendado a
lectores de 12 años en adelante.
Además de estos grandes
precursores hay algunos continuadores que, por cierto, no lo hicieron nada mal.
La trilogía de
los Trípodes ––compuesta por Las Montañas Blancas (1967), La
ciudad de oro y plomo (1968), y El estanque de fuego (1968)––
del inglés John Christopher es una obra claramente inspirada en La
guerra de los mundos y en cierto modo continuadora de esta.
Christopher imagina un final alternativo y más pesimista que el elegido por
Wells: el triunfo de los extraterrestres sobre la raza humana y el sometimiento
de esta a su tiránico dominio. Pero siempre resta la esperanza, como así cree
el joven protagonista Will Parker, quien junto con otros resistentes harán
frente a la dominación de los Trípodes desde sus escondites en las Montañas
Blancas. Para 12 años en adelante.
Las Crónicas
Marcianas (1950) de Ray Bradbury son como una continuación de los
viajes lunares de Verne, solo que un poco más allá, hasta el planeta rojo. Se
trata una serie de relatos que, sin guardar una continuidad argumental o
episódica, narran la llegada a Marte y su colonización por parte de los
humanos. Un libro poético y crítico que trata de temas como la guerra y el
impulso autodestructivo del hombre, el miedo a lo desconocido y la impotencia
ante la naturaleza. Borges lo sintetiza del siguiente modo: «Con sus “Crónicas Marcianas”, Bradbury anuncia con
tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta
rojo, que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con
ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar
por la arena». A partir de los 15 años.
Es una idea extendida entre
los aficionados a este género que la ciencia-ficción se conserva mejor en
pequeños frascos. Los relatos y cuentos son el recipiente adecuado para su
preservación y las novelas largas sufren mucho más el deterioro del tiempo. Con
Isaac Asimov pasa como con todos los demás autores. Sus relatos recogidos en el
volumen titulado Yo robot de
1950 son fantásticos y pueden seguir disfrutándose a pesar de haber sido
escritos hace casi 70 años. Se trata de una colección de historias que gravitan
sobre las incidencias y tribulaciones que dimanan de las, por él denominadas,
tres leyes de la robótica, compendio fijo e irreductible de moral aplicable a
supuestos robots inteligentes y a sus relaciones con los humanos, consistentes
básicamente en lo siguiente: 1) un robot no puede dañar a un ser humano o permitir
que otro robot le haga daño; 2) un robot debe obedecer las instrucciones de los
humanos a menos que sean instrucciones en conflicto con la ley nº 1; y 3) un
robot debe protegerse a sí mismo a menos que hacerlo suponga un conflicto con
las leyes nº 1 y/o nº 2. Una buena forma de que los niños se acerquen a estos
relatos es a través de la selección publicada por Vicent Vives bajo el título
de Robbie y otros relatos.
En la década de 1950, Isaac
Asimov escribió también una serie de novelas cortas de suspense con un joven
protagonista, David Lucky Starr, un space ranger novato, dirigidas
especialmente al público juvenil y con una clara finalidad pedagógica al
ofrecer a sus jóvenes lectores unos elementales rudimentos de física y
astronomía. En España fueron editadas por Bruguera y Alamut. Para lectores de
12 o 13 años en adelante.
Por último, la obra de
Madelaine L´Engle Una arruga en el
tiempo (1962) tiene su prefiguración literaria en La máquina del tiempo de Wells, al
retomar la noción de la cuarta dimensión usada por el autor inglés. La
historia no es solo una aventura juvenil de ciencia-ficción, sino también
una novela sobre el bien y el mal. El libro combina fantasía, ciencia
(las teorías de Albert Einstein y Max Planck y la mecánica cuántica) y teología,
mientras los protagonistas viajan a través de la cuarta dimensión para
enfrentarse a la entidad maligna que allí gobierna. Pero como L´Engle era
cristiana, esto se deja notar en el relato. Y así, la historia nos recuerda
algo que hoy casi hemos olvidado: no solo que el mal existe, sino que está
personificado en un ser, que no es locura ni enfermedad, y que debemos
combatirlo por todos los medios porque nos acosará hasta el final buscando
nuestra perdición. Con ello L´Engle da actualidad a aquello que ya San Pablo en
su Carta a los Efesios nos decía: «Porque
para nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los
principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas
tinieblas, contra los espíritus de la maldad en lo celestial» (Ef.
6, 12), y sobre lo que San Pedro también nos advertía en su primera
carta: «Sed sobrios, y velad; porque
vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien
devorar» (San Pedro 1, 5-8). De esto trata Una arruga en el tiempo, de esa lucha contra nuestro adversario y de que nuestra arma
en esa batalla es el amor, todo ello envuelto en un clásico escenario de
ciencia-ficción. De 12 años en adelante.
Como vemos, los temas
abordados en todas estas historias no pueden ser más convenientes: llamadas de
atención sobre cuestiones que afectan a la misma concepción del ser humano y su
destino y las implicaciones que en el mismo juegan el correcto uso de la
libertad y de la técnica. Porque toda buena historia de ciencia-ficción es una
historia cautelar y precautoria.
Que sus hijos tengan
una buena lectura.
Miguel Sanmartín
No hay comentarios:
Publicar un comentario