Como algunos sabéis, hace tiempo
escribí un libro titulado La mitra y las ínfulas.
Era una obra cándida con consejos para los obispos. Lo escribí en mi época de
secretario de mi obispo, con veinticuatro años. ¿Qué
se puede escribir potable a esa edad? Solo mi inconsciencia me sirve de
atenuante.
El caso es que, en un futuro, me
gustaría retocar ese libro. Y una de las cosas que quiero tocar en el libro es
qué puede hacer un obispo con un sacerdote con graves problemas: exigente,
malhumorado, poco trabajador, etc. No me estoy refiriendo a casos de sacerdotes
pederastas, sino a esos casos de sacerdotes que son, por su carácter, un
suplicio para sus feligreses. Me gustaría escuchar vuestras opiniones. A ver
si, entre todos, se os ocurre algo que no haya pensado yo.
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En principio, os expongo mi idea inicial, para la mayoría de los casos debería bastar la buena acción de los arciprestes. Ya expliqué en otros posts cuál era mi sugerencia para reformar esa institución.
Si eso no basta, el obispo
hablaría con el sacerdote y le diría que le va a poner en una parroquia con un
santo párroco. Y que va allí no a ayudarle, sino a ser ayudado; que todos, a su
alrededor, coinciden en que tiene graves problemas y que ese sacerdote, con su
ejemplo y consejos, va a ser una buena ayuda para corregir lo que haya que
corregir. Lo ideal, incluso, es que vivan en la misma casa rectoral.
Eso sí, si el interesado, lejos
de cambiar, se vuelve más intratable, no quedaría otro remedio que sugerir la
estancia de un año en una de esas casas de reclusión eclesiástica, de las que
hablé hace tiempo.
En esas casas, habría sacerdotes
que no podrían salir de ellas más que acompañados y en los momentos prefijados.
Pero habría otros inquilinos, los llamados “internos”,
que se limitarían a trabajar en ellas y participar de los rezos comunes,
pudiendo salir cuando quieran en su tiempo libre. En una de esas casas, por
ejemplo, con un centenar de inquilinos, habría formadores, reclusos, internos,
huéspedes y jubilados. Pensemos en una veintena en cada categoría.
Los formadores serían los
sacerdotes o laicos enviados para ayudar a la comunidad que vive allí. Los
reclusos ya expliqué que serían, por ejemplo, los clérigos que ya han cumplido
sus condenas civiles y no pueden regresar a una parroquia. Allí vivirían como
sacerdotes hasta el final de sus días, como sacerdotes, pero alejados de la
posibilidad de hacer cualquier daño. Aunque en el grupo de los reclusos
estarían también alcohólicos y otros con problemas muy graves.
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Pero lo que me interesa es qué se
puede hacer con aquellos sacerdotes que no han cometido ningún delito, pero que
sean un peso para su parroquia, no una ayuda; sea como párrocos, sea como
coadjutores. Esos casos en que, sin haber ningún delito, el obispo no sabe ya
qué hacer. Espero vuestras sugerencias.
Desde luego, los obispos, a
veces, tienen casos bien difíciles.
P. FORTEA
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