“Los católicos
tienen que afrontar la realidad y ver el liberalismo moderno como la fuerza
intrínsecamente hostil que es. Desde hace décadas, los católicos se han estado engañando con la consoladora ilusión de
que el ‘hombre moderno’ había llegado de algún modo a una comprensión más
profunda de la dignidad del ser humano que la de las generaciones anteriores y
que, por lo tanto, era un momento adecuado para el ‘diálogo’ y la cooperación entre el liberalismo secular y la Iglesia,
y cosas por el estilo. Esto siempre fue una ilusión, pero hace falta un tipo
especial de autoengaño para seguir creyéndosela a la vista de lo que ha ido
sucediendo en los últimos años.
Sigue habiendo
incluso clérigos y comentaristas católicos conservadores que se postran
constantemente ante el espíritu liberal de la época y tratan de encontrar
formas de amoldarse a él. No podemos seguir así. Hay que dejarse de componendas, de pedir perdón y de arriar velas.
La mejor defensa es pasar al ataque. No de manera prepotente, pero sí con
confianza, franqueza y sin pedir perdón por ello”.
Edwar Feser, tomista norteamericano, en su blog
………………………………………….
Esta ilusión de la que habla
Feser se extendió como la pólvora en la
Iglesia durante los años sesenta, una época en que los ensoñamientos
ingenuos surgían como setas, desde las comunas hippies y el amor libre al “prohibido prohibir” del mayo francés. El mismo
San Juan XXIII, demostrando así que el hecho de ser santo y papa no impide
equivocarse, clamó en un famoso discurso contra los “profetas de calamidades”, que pretendían que “nuestra
época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando”, y afirmó en cambio
que los hombres de su tiempo “aun por sí solos,
están propensos a condenar [las doctrinas falaces y las opiniones y conceptos
peligrosos], singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y
a su ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar
fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida”.
Como nací unos años después,
no sé si en aquellos tiempos todo eso sonaba mejor que ahora y en efecto era
fácil creer que el mundo se iba a convertir inminentemente en un paraíso en el
que no se prohibiría nada, la libertad y el amor irían de la mano y la
generalidad de los hombres aceptaría alegremente la fe católica. En cualquier
caso, las décadas posteriores han mostrado inequívocamente que nada de eso sucedió.
Es más, sucedió exactamente lo contrario. El
amor libre se convirtió, en realidad, en la entronización animalística del
sexo, desligado por completo de la entrega conyugal y sometido a la tiranía de
los instintos. El “prohibido prohibir” no
liberó a nadie de las tiranías, sino que destruyó la verdad moral, que es la
base de la verdadera libertad y el único fundamento que permite rechazar
firmemente la opresión. Y esos hombres que, según el Papa bueno, rechazaban
ellos solitos las costumbres contrarias a la Ley de Dios, lo que hicieron fue
marcharse a millones de la Iglesia y dedicarse a practicar, elogiar, legalizar
y subvencionar todas las formas imaginables de saltarse esa Ley, al tiempo que elevaban
las comodidades de la vida a criterio fundamental y prácticamente único del
bien social.
Qué le vamos a hacer. Errare humanum est,
el que tiene boca se equivoca y, como decía Chesterton, la humanidad
encuentra un curioso placer en incumplir las profecías de los expertos sobre
cómo va a ser el futuro. Lo que no
tiene sentido, en cambio, es que medio siglo después sigamos empeñados
en el mismo diagnóstico evidentemente erróneo del momento actual. Quizá, como
sugiere Feser, sea ya hora de llamar al pan pan y al vino vino y de volver a
considerar enemigos de la Iglesia a los que, en efecto, son enemigos de la
Iglesia.
A fin de cuentas, es
imposible cumplir el mandato de Cristo de amar a los enemigos si no reconocemos
primero que tenemos enemigos.
Bruno M.
No hay comentarios:
Publicar un comentario