Proclamado espontáneamente “patrono de los
enamorados”, dio su nombre a los pupulares “valentines”;
recuerdos y misivas, en su día, de un amor que pueda recibir la
bendición sacerdotal, en el Sacramento del Matrimonio.
En Roma
vivía un sacerdote de nombre Valentín, quien era reconocido como un hombre
virtuoso por su bondad y sabiduría. En el año 270, en tiempos de Claudio II (El
Gótico), se le acusó de blasfemia, ya que defendía el Cristianismo y en ese
entonces se rendía honores a los falsos dioses imperiales.
Fue
enviado al tribunal y condenado por el emperador Asterio, quien estaba al
mando. Mientras Valentín cumplía su condena, Asterio se impresionaba con el
testimonio que daba en la cárcel, ya que soportaba duras torturas sin quejarse
y demostraba amor por los demás presos.
Asterio
le propuso a Valentín que si hacía el milagro de devolverle la vista a una
niña, que la había perdido desde hacía unos años, él y su familia se
convertirían al Cristianismo. Pero con milagro o no, Valentín debería cumplir
su condena.
Valentín
pidió en nombre de Jesucristo que la niña recobrara la vista y así sucedió.
Asterio y toda su numerosa familia se convirtieron al Cristianismo. Al pasar el
tiempo, llegaría el día de la muerte de Valentín, que murió torturado y
degollado el 14 de febrero, dando así testimonio del amor hacia Cristo y su
Iglesia. Tiempo después el Papa, Julio I, erigió una basílica junto al lugar en
donde el santo fue martirizado y sepultado. De ahí que su nombre se le dé más
tarde a los famosos “valentines”, que eran
aquellos que mostraban valentía y decisión en el amor divino, ya que también
los futuros esposos han de avanzar con valentía y decisión hacia el amor de su
matrimonio, Sacramento grande en Cristo y en su Iglesia.
Por
aquella época, alrededor de esta fecha de San Valentín, las aves de diversas
regiones empezaban a deleitar con sus cantos y arrullos y se les podía ver de
dos en dos formando sus nidos. Esto simbolizaba para la gente de diferentes
naciones como un regalo especial. Tiempo después la gente empezó a intercambiar
tarjetas en vez de regalos. Aunque son especialmente los enamorados quienes
celebran el Día de San Valentín, actualmente en este día se festeja también a
todos aquellos que comparten la amistad, ya sea maestros, parientes, compañeros
de trabajo. ¡Feliz día de la amistad! San
Valentín, rogad por nosotros.
mercaba.org
La
historia carda —dolorosamente a veces— la leyenda. ¿Por
qué, cuando uno escribe sobre vidas de santos, aflora y fluye siempre,
insistente y donoso, por sobre el dato histórico —veraz y escueto— el colorido
jubiloso de la leyenda, donde la verdad es una maciza y ancha ternura amasada
con piadosas exageraciones que la tradición mantiene severamente? ¿Por qué el
pueblo cristiano incorpora su miedo o su júbilo cósmicos al santoral?…
No sólo
continuamos en la Iglesia la pasión de Cristo, sino que continuamos también su
Redención y esa restauración total, plena, del cosmos que, en nosotros y por
medio de nosotros, realiza el sacerdocio de Cristo.
Sería
interesante hacer, en la historia de la espiritualidad, una cala que mostrase
esas interpolaciones que el pueblo —no sabemos cómo— ha hecho en el santoral,
en función de necesidades y problemas religiosos o humanos determinados por el
riesgo en que su propio “compromiso” cristiano
le sitúa ante esas actitudes negativas que de vez en cuando surgen en núcleos
aislados de la cristiandad.
Es
posible, por ello, que el patronazgo de San Valentín sobre el amor humano
obedezca al empeño de cristianizar viejas costumbres de matiz pagano, cuya
reiteración conmemorativa coincidiera con el aniversario de su martirio,
ocurrido hacia el año 270, en la vía Flaminia de Roma, cuando la primavera
gusta de anticiparse jubilosamente —un poco franciscanamente aún— y el ciclo de
la expectación de la fecundidad se inicia en la naturaleza. Vuelve a los árboles
la savia por entonces, inician su regreso las aves y a Roma vuelven —ut
viderent Petrum—, en romería, los romeros. Entraban por la puerta Flaminia, que
se llamó puerta de San Valentín, porque allí, en recuerdo de su martirio, el
papa Julio I —siglo IV— construyó en su honor una basílica…
Fue allí,
en el umbral de Roma —cuando a Roma se llega desde la Umbría—, donde San
Valentín —sacerdote y mártir— sería degollado por orden del emperador Claudio
II. Por haber socorrido a los cristianos encarcelados, Valentín hubo de
soportar, ante el tribunal del emperador, un largo, severo y minucioso
interrogatorio. ¡Con qué amorosa firmeza declaró,
profesó y defendió la verdad San Valentín! Por ello, el prefecto
Calpurnius le condena. Su lugarteniente Asterius recibe y acepta la misión de
custodiarle. Pero él —Asterius— tiene adoptada una niña en casa, cuyos menudos
ojos nada ven hace tiempo ya. ¿Qué movió a Asterius
a la súplica? ¿Acaso aquella sensación de frialdad triste que se remansa en el
rostro ciego, en la belleza inútil de las adolescentes esculturas grecolatinas?
¿Por qué condicionó Asterius su súplica a la promesa de creer en Cristo si
Valentín encendía los ojos de la niña? Porque Valentín aceptó
sacerdotalmente, y en nombre del Señor obró el prodigio, y con él se hizo la
luz no sólo en Asterius, sino en su casa toda, y toda la familia recibe el agua
bautismal, para recibir, con ella, el martirio…
Los
peregrinos que de Roma vuelven, por la vía Flaminia, regresarán con reliquias
de San Valentín —sacerdote y mártir— y el recuerdo de aquellos ojos muertos a
los que dio videncia. Se referirá la historia fervorosamente y la fe, con el
júbilo de creer y poseer la verdad, coloreará la anécdota hasta hacerse
precisos varios San Valentín para completarla, y para mantenerla varias serán
las ciudades de la cristiandad que reclamen después —y aún hoy— su oriundez.
Un
escritor —de confesionalidad protestante— francés cuenta en un libro de viajes
publicado en 1698 cómo la vigilia de San Valentín, en Inglaterra, siguiendo una
—según él— antiquísima costumbre, celebran una fiesta en la que cada Valentín
elige su Valentina precisamente al llegar la conmemoración del santo romano
—sacerdote y mártir—, que es cuando la naturaleza va a iniciar un nuevo ciclo
de pujanza y desarrollo. Y lo curioso es que no faltan severos sermonarios
protestantes en los que se denunciaba ya esta efemérides como festividad de
cuño “papista” y pagano al mismo tiempo.
San
Francisco de Sales, en cambio —que ve también un indudable poso de paganía en
la vieja tradición de los valentinos—, aconseja a los jóvenes que imiten las
virtudes del Santo. Nosotros pensamos que muchas de las costumbres y
celebraciones paganas que Roma extendió por su vasto imperio coincidieron, en
las épocas de las persecuciones, con testimonios y martirios que, cual el de
San Valentín, supusieron después, en la Edad Media, una motivación providencial
para enjugar de sentido cristiano viejas tradiciones paganas. De aquí, tal vez,
el que San Valentín fuera incorporado por la misma Iglesia discente, de un modo
popular, colectivo y espontáneo, al patronazgo del amor humano, porque donde
está el amor, y con él su proyección y su gesto, que es la caridad, allí está
Dios. Ubi charitas et amor Deus ibi est, canta la Iglesia el Jueves Santo. Y amar
—Santo Tomás de Aquino así lo afirma— es querer el bien para aquel a quien se
ama.
Nuestra
vocación cristiana es —hic et nunc— el amor. Precisamente porque hay muchas
moradas en la casa, en el hogar del Padre, son muchos los llamados… Es, por
ello, necesario conocer nuestra vocación específica, personal e intransferible,
y darnos, entregarnos —esto es amor— a ella sin reservas, por amor de Dios
Nuestro Señor… Porque el cristiano —viator, peregrino siempre— regresa
constantemente, un día y otro, hacia Dios. Y es Cristo —verbum Dei, palabra,
verdad, pujanza y vida— el camino. San Pablo insiste en que “cada uno ande según Dios le dio y según le pidió”, y
si a unos pide Dios que regresen hasta Él negándose a sí mismos, gallardamente,
todo el apoyo que las criaturas de Dios prestan para posibilitar este
plebiscitario, eclesial, regreso hacia Él, a otros —los más— llama Dios
pidiéndoles que utilicen distintos vasos donde consagrar su vida y ofrecerla
para la gloria de su nombre y la piadosa, amorosa edificación de los hermanos.
Todo amor
verdadero es fecundo. Todo amor verdadero es un don de Dios. Unicamente se
impone la renuncia al amor propio —el odio propio, que así le llamó Santa
Teresa—, porque el don del amor exige dar, entregarse, totalizar ese sacerdocio
menor para el que el amor nos prepara, desde nuestra propia e íntima vigilia de
San Valentín hasta el borde mismo del sacramento en que Dios —¡aquella oración sacerdotal de Cristo: …ut sint unum!—
hace, de dos, una sola carne, para que alcancen —conforme a la impresionante
expresión paulina— “la medida de la edad en
Cristo”…
Señor San
Valentín: tú que diste videncia a aquellos ojos ciegos, niños, en casa del
lugarteniente Asterius, cura esta torpe, maciza ceguedad en nuestros ojos, por
que logremos ver y otear la impresionante hondura, la jubilosa perspectiva de
ese misterio estremecedor del amor humano, para que, como tú, sepamos dar
testimonio de la verdad, en la presencia del Dios que nos une… Congregavit nos
in unum Christi amor.
ALFONSO ALBALÁ
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