jueves, 14 de febrero de 2019

SAN VALENTÍN – 14 FEBRERO


Proclamado espontáneamente “patrono de los enamorados”, dio su nombre a los pupulares “valentines”; recuerdos y misivas, en su día, de un amor que pueda recibir la bendición sacerdotal, en el Sacramento del Matrimonio.

En Roma vivía un sacerdote de nombre Valentín, quien era reconocido como un hombre virtuoso por su bondad y sabiduría. En el año 270, en tiempos de Claudio II (El Gótico), se le acusó de blasfemia, ya que defendía el Cristianismo y en ese entonces se rendía honores a los falsos dioses imperiales.

Fue enviado al tribunal y condenado por el emperador Asterio, quien estaba al mando. Mientras Valentín cumplía su condena, Asterio se impresionaba con el testimonio que daba en la cárcel, ya que soportaba duras torturas sin quejarse y demostraba amor por los demás presos.

Asterio le propuso a Valentín que si hacía el milagro de devolverle la vista a una niña, que la había perdido desde hacía unos años, él y su familia se convertirían al Cristianismo. Pero con milagro o no, Valentín debería cumplir su condena.

Valentín pidió en nombre de Jesucristo que la niña recobrara la vista y así sucedió. Asterio y toda su numerosa familia se convirtieron al Cristianismo. Al pasar el tiempo, llegaría el día de la muerte de Valentín, que murió torturado y degollado el 14 de febrero, dando así testimonio del amor hacia Cristo y su Iglesia. Tiempo después el Papa, Julio I, erigió una basílica junto al lugar en donde el santo fue martirizado y sepultado. De ahí que su nombre se le dé más tarde a los famosos “valentines”, que eran aquellos que mostraban valentía y decisión en el amor divino, ya que también los futuros esposos han de avanzar con valentía y decisión hacia el amor de su matrimonio, Sacramento grande en Cristo y en su Iglesia.

Por aquella época, alrededor de esta fecha de San Valentín, las aves de diversas regiones empezaban a deleitar con sus cantos y arrullos y se les podía ver de dos en dos formando sus nidos. Esto simbolizaba para la gente de diferentes naciones como un regalo especial. Tiempo después la gente empezó a intercambiar tarjetas en vez de regalos. Aunque son especialmente los enamorados quienes celebran el Día de San Valentín, actualmente en este día se festeja también a todos aquellos que comparten la amistad, ya sea maestros, parientes, compañeros de trabajo. ¡Feliz día de la amistad! San Valentín, rogad por nosotros.
mercaba.org

La historia carda —dolorosamente a veces— la leyenda. ¿Por qué, cuando uno escribe sobre vidas de santos, aflora y fluye siempre, insistente y donoso, por sobre el dato histórico —veraz y escueto— el colorido jubiloso de la leyenda, donde la verdad es una maciza y ancha ternura amasada con piadosas exageraciones que la tradición mantiene severamente? ¿Por qué el pueblo cristiano incorpora su miedo o su júbilo cósmicos al santoral?…

No sólo continuamos en la Iglesia la pasión de Cristo, sino que continuamos también su Redención y esa restauración total, plena, del cosmos que, en nosotros y por medio de nosotros, realiza el sacerdocio de Cristo.

Sería interesante hacer, en la historia de la espiritualidad, una cala que mostrase esas interpolaciones que el pueblo —no sabemos cómo— ha hecho en el santoral, en función de necesidades y problemas religiosos o humanos determinados por el riesgo en que su propio “compromiso” cristiano le sitúa ante esas actitudes negativas que de vez en cuando surgen en núcleos aislados de la cristiandad.

Es posible, por ello, que el patronazgo de San Valentín sobre el amor humano obedezca al empeño de cristianizar viejas costumbres de matiz pagano, cuya reiteración conmemorativa coincidiera con el aniversario de su martirio, ocurrido hacia el año 270, en la vía Flaminia de Roma, cuando la primavera gusta de anticiparse jubilosamente —un poco franciscanamente aún— y el ciclo de la expectación de la fecundidad se inicia en la naturaleza. Vuelve a los árboles la savia por entonces, inician su regreso las aves y a Roma vuelven —ut viderent Petrum—, en romería, los romeros. Entraban por la puerta Flaminia, que se llamó puerta de San Valentín, porque allí, en recuerdo de su martirio, el papa Julio I —siglo IV— construyó en su honor una basílica…

Fue allí, en el umbral de Roma —cuando a Roma se llega desde la Umbría—, donde San Valentín —sacerdote y mártir— sería degollado por orden del emperador Claudio II. Por haber socorrido a los cristianos encarcelados, Valentín hubo de soportar, ante el tribunal del emperador, un largo, severo y minucioso interrogatorio. ¡Con qué amorosa firmeza declaró, profesó y defendió la verdad San Valentín! Por ello, el prefecto Calpurnius le condena. Su lugarteniente Asterius recibe y acepta la misión de custodiarle. Pero él —Asterius— tiene adoptada una niña en casa, cuyos menudos ojos nada ven hace tiempo ya. ¿Qué movió a Asterius a la súplica? ¿Acaso aquella sensación de frialdad triste que se remansa en el rostro ciego, en la belleza inútil de las adolescentes esculturas grecolatinas? ¿Por qué condicionó Asterius su súplica a la promesa de creer en Cristo si Valentín encendía los ojos de la niña? Porque Valentín aceptó sacerdotalmente, y en nombre del Señor obró el prodigio, y con él se hizo la luz no sólo en Asterius, sino en su casa toda, y toda la familia recibe el agua bautismal, para recibir, con ella, el martirio…

Los peregrinos que de Roma vuelven, por la vía Flaminia, regresarán con reliquias de San Valentín —sacerdote y mártir— y el recuerdo de aquellos ojos muertos a los que dio videncia. Se referirá la historia fervorosamente y la fe, con el júbilo de creer y poseer la verdad, coloreará la anécdota hasta hacerse precisos varios San Valentín para completarla, y para mantenerla varias serán las ciudades de la cristiandad que reclamen después —y aún hoy— su oriundez.

Un escritor —de confesionalidad protestante— francés cuenta en un libro de viajes publicado en 1698 cómo la vigilia de San Valentín, en Inglaterra, siguiendo una —según él— antiquísima costumbre, celebran una fiesta en la que cada Valentín elige su Valentina precisamente al llegar la conmemoración del santo romano —sacerdote y mártir—, que es cuando la naturaleza va a iniciar un nuevo ciclo de pujanza y desarrollo. Y lo curioso es que no faltan severos sermonarios protestantes en los que se denunciaba ya esta efemérides como festividad de cuño “papista” y pagano al mismo tiempo.

San Francisco de Sales, en cambio —que ve también un indudable poso de paganía en la vieja tradición de los valentinos—, aconseja a los jóvenes que imiten las virtudes del Santo. Nosotros pensamos que muchas de las costumbres y celebraciones paganas que Roma extendió por su vasto imperio coincidieron, en las épocas de las persecuciones, con testimonios y martirios que, cual el de San Valentín, supusieron después, en la Edad Media, una motivación providencial para enjugar de sentido cristiano viejas tradiciones paganas. De aquí, tal vez, el que San Valentín fuera incorporado por la misma Iglesia discente, de un modo popular, colectivo y espontáneo, al patronazgo del amor humano, porque donde está el amor, y con él su proyección y su gesto, que es la caridad, allí está Dios. Ubi charitas et amor Deus ibi est, canta la Iglesia el Jueves Santo. Y amar —Santo Tomás de Aquino así lo afirma— es querer el bien para aquel a quien se ama.

Nuestra vocación cristiana es —hic et nunc— el amor. Precisamente porque hay muchas moradas en la casa, en el hogar del Padre, son muchos los llamados… Es, por ello, necesario conocer nuestra vocación específica, personal e intransferible, y darnos, entregarnos —esto es amor— a ella sin reservas, por amor de Dios Nuestro Señor… Porque el cristiano —viator, peregrino siempre— regresa constantemente, un día y otro, hacia Dios. Y es Cristo —verbum Dei, palabra, verdad, pujanza y vida— el camino. San Pablo insiste en que “cada uno ande según Dios le dio y según le pidió”, y si a unos pide Dios que regresen hasta Él negándose a sí mismos, gallardamente, todo el apoyo que las criaturas de Dios prestan para posibilitar este plebiscitario, eclesial, regreso hacia Él, a otros —los más— llama Dios pidiéndoles que utilicen distintos vasos donde consagrar su vida y ofrecerla para la gloria de su nombre y la piadosa, amorosa edificación de los hermanos.

Todo amor verdadero es fecundo. Todo amor verdadero es un don de Dios. Unicamente se impone la renuncia al amor propio —el odio propio, que así le llamó Santa Teresa—, porque el don del amor exige dar, entregarse, totalizar ese sacerdocio menor para el que el amor nos prepara, desde nuestra propia e íntima vigilia de San Valentín hasta el borde mismo del sacramento en que Dios —¡aquella oración sacerdotal de Cristo: …ut sint unum!— hace, de dos, una sola carne, para que alcancen —conforme a la impresionante expresión paulina— “la medida de la edad en Cristo”…

Señor San Valentín: tú que diste videncia a aquellos ojos ciegos, niños, en casa del lugarteniente Asterius, cura esta torpe, maciza ceguedad en nuestros ojos, por que logremos ver y otear la impresionante hondura, la jubilosa perspectiva de ese misterio estremecedor del amor humano, para que, como tú, sepamos dar testimonio de la verdad, en la presencia del Dios que nos une… Congregavit nos in unum Christi amor.

ALFONSO ALBALÁ

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