“SÍ A CRISTO, SÍ A SU
IGLESIA”.
1.
Estamos adentrándonos en el ciclo de catequesis dedicadas a la Iglesia. Ya hemos explicado que la profesión de esta verdad
en el Símbolo presenta un carácter específico, en cuanto la Iglesia no es sólo
objeto de la fe sino también su sujeto: nosotros mismos somos la Iglesia en la
que confesamos creer; creemos en la Iglesia y somos al mismo tiempo Iglesia
creyente y orante. Somos la Iglesia en su aspecto visible, la Iglesia que
manifiesta su propia fe en su misma realidad divina y humana de Iglesia: dos
dimensiones tan inseparables entre sí que, si faltara una, se anularía toda la realidad
de la Iglesia, tal como la quiso y fundó Cristo.
Esta
realidad divino-humana de la Iglesia está unida orgánicamente a la realidad
divino-humana de Cristo mismo. La Iglesia es, en cierto sentido, la
continuación del misterio de la Encarnación. Efectivamente, el apóstol Pablo
decía de la Iglesia que es el Cuerpo de Cristo (Cfr. 1 Cor 12, 27; Ef 1, 23;
Col 1, 24), del mismo modo que Jesús comparaba el “todo”
Cristo-eclesial a la unidad de la vid con sus sarmientos (Cfr. Jn
15,1.5). De esta premisa se deduce que creer en la Iglesia, pronunciar ante
ella el “sí” de aceptación de fe, es consecuencia lógica de todo el “Credo” y, en particular, de la profesión de fe en
Cristo, Hombre-Dios. Es exigencia lógica interna del Credo, que debemos tener
presente principalmente en nuestros días, en que muchos separan e, incluso,
contraponen la Iglesia a Cristo al decir, por ejemplo, Cristo sí, Iglesia no.
Esta contraposición, que no es nueva, ha sido puesta en circulación en algunos
ambientes del mundo contemporáneo. Por ello, resulta útil dedicar la catequesis
de hoy a un examen atento y sereno del significado de nuestro sí a la Iglesia,
también en relación con la contraposición apenas mencionada.
2.
Podemos admitir que esta contraposición Cristo sí, Iglesia no, nace en el
terreno de la complejidad particular de nuestro acto de fe con el que decimos: “Credo Ecclesiam”.
Podemos preguntarnos si es legítimo incluir entre las verdades divinas el hecho
de creer en una realidad humana, histórica y visible como es la Iglesia;
realidad que, como todas las cosas humanas, presenta limites, imperfecciones y
pecaminosidad en sus miembros, en todos los niveles de su estructura
institucional, tanto entre los laicos como entre los eclesiásticos, incluso
entre nosotros, las pastores de la Iglesia; nadie está exento de esta triste
herencia de Adán.
Pero
debemos constatar que Jesucristo mismo, cuando eligió a Pedro como “.piedra sobre la que edificar su Iglesia” (Cfr.
Mt 16, 18), quiso que nuestra fe en la Iglesia afrontara y superara estas
dificultades. Se sabe por el Evangelio, que refiere las mismas palabras de
Jesús, qué imperfecta y frágil desde el punto de vista humano era la roca
elegida, tal como Pedro demostró en el momento de la gran prueba. Así y todo,
el Evangelio mismo nos atestigua que la triple negación de Pedro, poco después
de haber prometido fidelidad al Maestro, no hizo que Cristo anulara su elección
(Cfr. Lc 22, 32; Jn 21, 15. 17). Por el contrario, se puede notar que Pedro
alcanza una nueva madurez a través de la contrición por su pecado, de manera
que, después de la resurrección de Cristo, puede compensar su triple negación
con la triple confesión: “.Señor, tú sabes que te
quiero” (Cfr. Jn 21,15), y puede recibir de Cristo resucitado la triple
confirmación de su mandato de pastor de la Iglesia: “Apacienta
mis corderos” (Jn 21, 15. 17). Pedro dio, luego, muestras de amar a
Cristo “más que los otros” (Cfr. Jn 21, 15),
sirviendo a la Iglesia según su mandato de apostolado y de gobierno, hasta la
muerte por martirio, que fue su testimonio definitivo para la edificación de la
Iglesia.
Reflexionando
sobre la vida y muerte de Simón Pedro, es más fácil pasar de la contraposición
Cristo sí, Iglesia no a la convicción Cristo sí, Iglesia sí, como prolongación
de sí a Cristo.
3.
La lógica del misterio de la Encarnación (sintetizada en ese “sí a Cristo”)
comporta la aceptación de todo lo que en la Iglesia es humano, por el hecho de
que el Hijo de Dios asumió la naturaleza contaminada por el pecado en la
estirpe de Adán. Aun
siendo en absoluto sin pecado, cargó con el pecado de la humanidad: Agnus Dei qui tollit peccata mundi. El Padre “lo hizo pecado por nosotros”, escribía el apóstol
Pablo en la segunda carta a los Corintios (5, 21). Por eso, la pecaminosidad de
los cristianos .de quienes se dice, a veces con razón, que “no son mejores que los demás”, la pecaminosidad
de los mismos eclesiásticos, no debe originar una actitud farisaica de
separación y rechazo; al contrario, debe impulsarnos hacia una aceptación más
generosa y confiada de la Iglesia, hacia un sí más convencido y meritorio en su
favor, porque sabemos que precisamente en la Iglesia y mediante la Iglesia esta
pecaminosidad se transforma en objeto de la potencia divina de la redención,
bajo la acción del amor que hace posible y realiza la conversión del hombre, la
justificación del pecador, el cambio de vida y el progreso en el bien, a veces
hasta el heroísmo, es decir, hasta la santidad. ¿Cómo
negar que la historia de la Iglesia está llena de ejemplos de pecadores
convertidos y de penitentes, que, habiendo vuelto a Cristo, lo siguieron
fielmente hasta el fin?
Una cosa
es cierta: el camino que Jesucristo (y la Iglesia
con él) propone al hombre está sembrado de exigencias morales que comprometen a
realizar el bien hasta el extremo del heroísmo. Es necesario, por ello,
estar atento al hecho de que cuando se pronuncie un “no
a la Iglesia” en realidad no se intente escapar a esas exigencias. En
este caso, más que en cualquier otro, el “no a la
Iglesia” equivaldría a un “no a Cristo”.
Por desgracia, la experiencia dice que muchas veces es así.
Por otra
parte, no se puede menos de observar que, si la Iglesia a pesar de todas las
debilidades humanas y los pecados de sus miembros. Permanece fiel a Cristo en
el conjunto de sus fieles y hace que muchos de sus hijos, que han faltado a su
compromiso bautismal, vuelvan a Cristo, esto acaece gracias al “poder desde lo alto” (Cfr. Lc 24, 49), el
Espíritu Santo, que la anima y la guía en su peligroso camino a lo largo de la
historia.
4.
Pero debemos agregar que el “no a la Iglesia” no se basa, a veces, en los
defectos humanos de los miembros de la Iglesia, sino en el principio general
del rechazo a la mediación. En
realidad, hay gente que, aun admitiendo la existencia de Dios, quiere
establecer con él contactos exclusivamente personales, sin aceptar ninguna
mediación entre su propia conciencia y Dios; de ahí que lo primero que rechace
sea la Iglesia. De todas formas, no olvidemos que la valoración de la
conciencia es también una preocupación de la Iglesia que, tanto en el orden
moral como en el plano más específicamente religioso, se considera como
portavoz de Dios para el bien del hombre y, por eso, esclarecedora, formadora y
servidora de la conciencia humana. Su cometido es el de favorecer al acceso de
las inteligencias y de las conciencias a la verdad de Dios que se reveló en
Cristo, quien confió a los Apóstoles y a la Iglesia este ministerio, esta
diaconía de la verdad en la caridad. Toda ciencia animada por un amor sincero a
la verdad no puede menos de desear saber y, por consiguiente, escuchar .por lo
menos esto. lo que el Evangelio predicado por la Iglesia dice al hombre para su
bien.
5.
Con todo, a menudo el problema del sí o del no a la Iglesia se complica
precisamente en este punto, porque se niega la misma mediación de Cristo y de
su Evangelio. Se trata
de un no a Cristo, más que a la Iglesia. Quien se considera cristiano, y quiere
serlo, tiene que tener muy presente este hecho. No puede ignorar el misterio de
la Encarnación, por el que Dios mismo concedió al hombre la posibilidad de
establecer un contacto con él sólo mediante Cristo, Verbo encarnado, de quien
dice san Pablo: “Hay ( ) un solo mediador entre
Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también” (1 Tim 2,5). Y tampoco
puede ignorar que, desde los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles predicaban
que “no hay bajo el cielo otro nombre (fuera de
Cristo) dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hech
4, 12). Ni puede olvidar que Cristo instituyó la Iglesia como una comunidad de
salvación, en la que se prolonga hasta el fin de los tiempos su mediación
salvífica en virtud del Espíritu Santo que él envió. El cristiano sabe que,
conforme a la voluntad de Dios, el hombre .que como persona es un ser social.
Está llamado a actuar su relación con él en la comunidad de la Iglesia. Y sabe
que no es posible separar la mediación de la Iglesia, la cual participa en la
función de Cristo como mediador entre Dios y los hombres.
6.
Por último, no podemos ignorar que el “no a la Iglesia” muchas veces tiene
raíces más profundas, ya sea en los individuos, ya sea en los grupos humanos y
en los ambientes. Sobre
todo en ciertos sectores de cultura verdadera o supuesta., en los que no es
difícil, hoy por hoy, y quizá más que en otros tiempos, tropezar con actitudes
de rechazo o, incluso, de hostilidad. Se trata, en el fondo, de una psicología
caracterizada por la voluntad de autonomía total, que nace del sentido de
autosuficiencia personal o colectiva, por medio del cual el hombre se considera
independiente del Ser sobrehumano, a quien se propone o también se descubre en
la interioridad. Como autor y señor de la vida, de la ley fundamental, del
orden moral y, por tanto, como fuente de distinción entre el bien y el mal. Hay
quien pretende establecer por sí mismo lo que es bueno o malo y, en
consecuencia, rehúsa ser dirigido desde fuera, ya sea por un Dios trascendente,
ya por una Iglesia que lo representa en la tierra.
Esta
posición proviene generalmente de una gran ignorancia de la realidad. Se
concibe a Dios como enemigo de la libertad humana, como patrón tiránico; por el
contrario, precisamente él ha creado la libertad y es el amigo más auténtico.
Sus mandamientos no tienen otra finalidad que la de ayudar a los hombres a que
eviten la esclavitud peor y más vergonzosa, la inmoralidad, y favorecer el
desarrollo de la libertad verdadera. Sin una relación de confianza con Dios, la
persona humana no puede realizar plenamente su propio crecimiento espiritual.
7.
No tenemos por qué maravillarnos al observar que una actitud de autonomía
radical produce fácilmente una forma de sometimiento peor que el temido por la
“.heteronomía”, esto es, la dependencia de las opiniones de los demás, de los
vínculos ideológicos y políticos, de las presiones sociales, o de las propias
inclinaciones y pasiones. ¡Cuántas veces quien cree ser independiente y se gloria de ser un hombre
libre de cualquier forma de esclavitud, está sometido a la opinión pública y a
la otras formas antiguas y nuevas de dominio del espíritu humano! Es fácil comprobar que el intento de prescindir de
Dios, o la pretensión de prescindir de la mediación de Cristo y de la Iglesia,
tiene un precio muy alto. Era necesario concentrar la atención en este problema
para terminar nuestra introducción al ciclo de catequesis eclesiológicas que
ahora comenzaremos. Repitamos hoy una vez más: “sí
a la Iglesia”, precisamente en virtud de nuestro “sí a Cristo”.
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