Al comienzo de
Adviento celebramos el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Para
los discípulos de Cristo, María ocupa un lugar destacado, no solo por ser la
Madre del Señor, sino también por su plenitud de gracia, por su pureza y por
haber sido preservada del pecado original y del pecado personal.
Así como María fue la persona más cercana a Jesús, así también lo es
ahora con la Iglesia y los cristianos. Su presencia entre nosotros es
un anuncio de esperanza, porque Ella es la Madre del Salvador que cambió para
siempre la historia de la humanidad. Cuando Dios decidió iniciar nuestra
salvación, eligió de antemano a María para que de Ella naciera el Mesías
prometido. A la elegida, el Señor la hizo «llena de gracia»
(Lc 1,28). Desde su misma
Concepción, María es la primera redimida por su propio Hijo, nacido de su
vientre virginal.
Al comienzo de Adviento
celebramos el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Para los
discípulos de Cristo, María ocupa un lugar destacado, no solo por ser la Madre
del Señor, sino también por su plenitud de gracia, por su pureza y por haber
sido preservada del pecado original y del pecado personal. La masiva concurrencia de fieles a los
santuarios marianos es una muestra de la atracción ejercida por la belleza de
María, signo de esperanza para nosotros, necesitados de la salvación de
Jesucristo.
María nos muestra el Camino a seguir -Jesús- y nos repite: «Hagan todo lo que Él les diga» (Jn 2,5). Como una buena
Madre, Ella quiere lo mejor para sus hijos. Su amor maternal se compadece de
nuestro corazón dañado por el pecado, dividido por la íntima contradicción que
nos hace decir: «Realmente,
mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que
aborrezco» (Rm 7,15). Esta
experiencia nos puede desanimar, pero a la luz de la venida de Cristo se convierte
en ocasión de esperanza. El mal
originado en este mundo por nuestra desobediencia a Dios, instigada por el
demonio, comienza a ser remediado por la obediencia de María, «la humilde esclava del Señor», que dice «hágase
en mí según tu Palabra» (Lc 1,48.38).
Y quiso Dios que la
culminación de nuestra redención fuese obra de la obediencia por amor de su
Hijo, que «se humilló
a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,8). La humildad de
María y la de Cristo nos muestra que alcanzaremos los bienes que esperamos en
la medida en que, movidos por el Espíritu Santo, nos hagamos humildes en la
obediencia al Padre.
La Virgen María nos hace ver
nuestra historia y nuestro destino a la luz de Dios. Sin el pecado original, el
hombre habría debido tener la pureza y la belleza de la Inmaculada. En la Inmaculada Concepción de María comienza
la posibilidad de poder recuperar la santidad perdida. Ella nos muestra lo que
estamos llamados a alcanzar en el seguimiento de Cristo y en la obediencia a su
Palabra, al final de nuestro camino en la tierra.
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica
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