El
triunfo del corazón inmaculado de María es ante todo la voluntad de Jesús a la
cual quiere ajustarse la de María y que Ella misma en Fátima nos anuncia,
nos promete y nos llama a realizar. Por esta razón, el reinado social de Cristo
será también el reinado social de María.
La
inminencia de la santa Natividad nos lleva a reflexionar sobre un gran ideal
que debe motivar a los católicos: la instauración del reinado social de Cristo.
Este ideal es consecuencia de la naturaleza y la misión de la Iglesia. A pesar
de las posibles dejaciones de los hombres que la gobiernan, también en los
tiempos de mayor oscuridad la Iglesia continúa resplandeciendo y siendo
reconocible gracias a las notas que la distinguen: es una, santa, católica y
apostólica, y siempre visible. Es más, Jesucristo ha conferido a su Cuerpo
Místico la forma exterior de una sociedad humana. Y no sólo a su Cuerpo; el
Papa es y debe ser visible, y asimismo la Fe, el derecho y los ritos instituidos
por Dios.
Si la
Iglesia es visible, también es visible su misión. Eso quiere decir que la
Iglesia no reduce su misión a la salvación individual de las almas, sino que la
extiende a la salvación de los pueblos, de las naciones, de toda la sociedad,
conforme al mandato de Jesucristo de anunciar el Evangelio a todos los pueblos
(Mt.28,19) y hasta los extremos de la Tierra (Hch. 1, 8). La Iglesia es
católica porque su naturaleza es universal y difunde su mensaje salvífico a
toda criatura en todo tiempo y lugar. No se trata sólo de la posibilidad de una
difusión en el mundo, sino de una difusión real que debe poner de manifiesto a
todo el mundo la divina verdad de la Iglesia.
Es cierto
que antes del fin del mundo, como dice el Evangelio, «se escandalizarán muchos»
(Mt.24,10), pero el fin del mundo no llegará hasta que todos los pueblos y el
propio pueblo de Israel hayan entrado en la Iglesia. Por eso dice San Pablo: «No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio –para
que no seáis sabios a vuestros ojos–: el endurecimiento ha venido sobre una
parte de Israel hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado; y de esta
manera todo Israel será salvo» (Rm. 11, 25-26).
De estas
palabras del Apóstol de los Gentiles podemos deducir que vendrá un tiempo en
que no sólo se instaurará en el mundo una catolicidad relativa, sino también
una catolicidad absoluta, porque el Evangelio se habrá extendido a la totalidad
del mundo. Y, si habrá una época del Anticristo, también habrá una época del
reinado social de Cristo.
Quienes
aun reconociendo a Cristo niegan la Iglesia, o si incluso sin negarla la
consideran invisible como los protestantes y los modernistas, niegan la misión
pública de la Iglesia y rechazan el reinado social de Cristo. La idea de los
modernistas, de los protestantes y de sus precursores es la de una Iglesia
puramente espiritual nacida de un pacto o contrato social y reducida a una
comunidad de predestinados, que serán irremediablemente perseguidos sin salir
jamás victoriosos. La esjatología que se
deriva de ese concepto es una teología de la historia catacumbalista
y victimista que rechaza la misión católica
de conquistar a toda la sociedad y someterla a Cristo. Todas las sectas
protestantes creen que habrá una época histórica del Anticristo pero no creen
en una época de reinado social de Cristo.
Hoy en
día la esjatología católica rechaza el
reinado social de Cristo porque se basa en la teología de la historia
protestante y modernista. El proceso de secularización, de laicización de la
sociedad, se considera irreversible. De ahí se deriva una doble tentación: la
primera consiste en llegar a entenderse con un mundo secularizado, de buscar un
Cristo inmanente a la historia, de divinizar la historia, siguiendo los pasos
de Teilhard de Chardin. La segunda, en rechazar el mundo creando comunidades de
elegidos que aguardan el fin de los tiempos. En ninguno de los dos casos se
combate el mundo, porque no se cree en el deber de cristianizarlo, de
edificar una civilización cristiana sobre las ruinas del mundo moderno.
Esta no procede solamente de una teología de la historia errónea, sino
que se funda también en una actitud psicológica y espiritual errónea. Muchos
católicos aceptan el mundo moderno o huyen de él sin combatirlo, porque les
parece que ya no se puede hacer nada. Han perdido la confianza, que es la
virtud de la esperanza corroborada con la fe, de la cual habla Santo Tomás de
Aquino (Summa Theologiae, II-IIae, q. 129, art. 6 ad 2). Y
junto con la confianza han perdido el espíritu combativo.
Es cierto
que la hora triunfal de la Iglesia vendrá precedida de un gran castigo, porque
el mundo contemporáneo no ha imitado el ejemplo de los ninivitas, que se
convirtieron y salvaron, sino el de los habitantes de Sodoma y Gomorra, que se
negaron a convertirse y fueron exterminados. La teología de la historia nos
enseña que Dios no sólo premia y castiga a los hombres, sino también a la
colectividades y agrupaciones sociales: las
familias, las naciones y las civilizaciones. Y, mientras que los hombres
tienen a veces su premio o su castigo en la Tierra, y en todo caso siempre en
la eternidad, las naciones, que no tienen vida eterna, son castigadas o
premiadas en este mundo.
El
proceso revolucionario supone una trama de ofensas a Dios que, concatenándose a
lo largo de los siglos, forman un pecado colectivo único, una apostasía de
los pueblos y las naciones. Y como todo pecado tiene su castigo, la esjatología cristiana nos enseña que a los pecados
colectivos siguen grandes catástrofes históricas que sirven para expiar los
pecados públicos de las naciones. Con todo, Dios no deja de ser infinitamente
misericordioso ni siquiera cuando es infinitamente justo, y la teología de la historia
nos demuestra que desde la creación del universo hasta el fin del mundo ha
habido y habrá pecados inmensos a los que seguirán actos de inmensa
misericordia divina. La historia del universo se inaugura con un pecado
supremo, la rebelión de los ángeles, pero también desde aquel momento empieza a
esbozarse en la historia el papel de Nuestra Señora, que está destinada a
aplastar la cabeza de Satanás y los ángeles rebeldes. El pecado de los hijos de
Adán corrompe a la humanidad, que se degrada hasta el Diluvio Universal, pero
tras éste viene también el pacto de Dios con el pueblo elegido. El pueblo
elegido se manchará con el pecado del deicidio, pero la Pasión de Cristo redime
al género humano, y del costado traspasado de Cristo nace la Iglesia, y de ésta
la gran civilización cristiana medieval.
El pecado
de la Revolución que ha contenido a lo largo de los siglos el desarrollo de la
civilización cristiana y nos ha llevado a la ruina espiritual y moral de
nuestros tiempos no puede dejar de suscitar una reacción que, sostenida por la
gracia divina, conducirá a la realización en la historia del gran plan de la
Divina Providencia. Ese plan es el reinado social de Jesús y de María.
Jesucristo –explica Pío XI en la encíclica Quas primas– es Rey por gracia y por conquista, y
si su Reino no es de este mundo porque no deriva de éste su legitimidad, no
deja por ello de extenderse a este mundo en que vivimos. No sólo tiene el
derecho a reinar sobre las instituciones, las leyes y las costumbres de la
sociedad humana, sino que quiere ejercer de
facto ese derecho. Son
innumerables las razones por las que desea ejercerlo, pero la principal es que
Jesús quiere que reine juntamente con Él su Santa Madre María, que estuvo
oculta al mundo hasta el momento de la Encarnación mas ahora debe ser conocida,
aclamada y proclamada como Reina de todo el orbe. El triunfo del Corazón
Inmaculado de María es ante todo la voluntad de Jesús a la cual
quiere ajustarse María y que Ella misma en Fátima nos anuncia, nos promete
y nos llama a realizar. Por esta razón, el reinado social de Cristo será
también el reinado social de María.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada)
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