¿DÓNDE ESTÁ LA MASCULINIDAD?
La mentalidad posmoderna occidental
(en el fondo una reformulación del modernismo clásico) ha demostrado
sobradamente su interés en obtener un ser humano individualista, egoísta, desorganizado y convertido
fundamentalmente en un productor-consumidor al servicio del sistema económico, verdadero centro de la sociedad global.
Sistema a su vez controlado por los poderes, sean políticos o financieros, o
ambas cosas. La sociedad orgánica clásica, fundada en las asociaciones
naturales de las personas según sus intereses e ideales, ha sido paulatinamente
sustituida por una inmensa colmena donde
el poder político, de modo cada vez más total, interviene, fiscaliza, orienta y
subvenciona o multa todos los aspectos de la vida de las personas.
La principal y más básica de
las células naturales de la sociedad que puedan oponerse a ese proceso
globalizador (en todos los sentidos), la familia, ha sido la postrer en ser atacada, y ciertamente lo está
siendo con gran éxito. Por si las objeciones metafísicas o filosóficas no
fueran suficientes, basta ver el resultado de muchas décadas de leyes
convertidas en costumbre por la fuerza del poder (tanto en España como en el
resto de Occidente) para ver lo cierto de esta afirmación. La inmadurez
afectiva promocionada sin pudor, el divorcio-repudio, la promoción de la
anticoncepción artificial (y su mentalidad “planificadora”
correspondiente), el aborto y la fabricación de hijos por medio de
técnicas artificiales, la “democratización de la
familia” (léase demolición de la autoridad paterna), la promoción de la
promiscuidad, la pornografía, la sexualidad aberrante, etcétera, han convertido
a las familias nucleares de
mujer-varón y sus hijos armónicos y unidos en un sólo espíritu, en una avis cada
vez más rara, en un magma amorfo de proyectos familiares y vidas
rotas por el egoísmo. Y aún las que quedan son demolidas continuamente en los medios culturales del poder,
presentadas como retrógradas o falsas (o sea, meramente aparentes en su
esencia, siendo en realidad familias quebradas como las demás, que evoca a la
táctica del movimiento gay de acusar a quien se les opone de ser lo
mismo que ellos). Tildadas con hipócrita condescendencia como “tradicionales”, cuando su título real es naturales, para la
ideología posmodernista son, en verdad, el último y más firme enemigo a sus
intereses, y atacadas con fiereza.
Dos de las ramas de ese
pensamiento, la ideología de
género (o generismo,
que sería su nombre apropiado) y el aberrosexualismo, distantes en otras cosas, se unen eficazmente
desde hace décadas en un objetivo: acabar con la
diferenciación natural entre los sexos. Durante mucho tiempo, bajo
pretexto de promoción de la mujer, el feminismo ideológico ha tratado de
masculinizarla (como veremos, copiando lo peor que la naturaleza del varón
puede ofrecer); por su parte, el aberrosexualismo ha devaluado ferozmente al
varón típico, despojándole de sus atributos, convirtiéndole en una parodia para
consumo sexual. Ambos han confluido en un resultado: la desaparición casi completa de las características
del varón.
Mientras hay en nuestro medio
literalmente miles de cursos, libros, congresos, simposios, folletos, oficinas,
consultas y hasta partidos políticos (casi todos generosamente subvencionados
con dinero público) que se afanan en descubrir y promocionar la esencia de la mujer, no existen, o son
desconocidos, los que tratan de entender
qué es ser hombre. Se ha perdido ese conocimiento. En este artículo
vamos a emprender esa búsqueda de lo extraviado. Vamos a re-descubrir qué es la virilidad.
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LO QUE ENSEÑA EL MAGISTERIO
Un axioma de la enseñanza
cristiana es que ante Dios los
varones y las mujeres somos iguales en lo esencial, y distintos en lo accesorio.
Es decir, que en tanto personas e hijos de Dios, con su dignidad y llamados a
la salvación, no hay distinción alguna (véase el CTC puntos 369 a 373). Pero
que una diferencia sea accidental no quiere decir que no sea importante. La
doctrina de la Iglesia, común a
ambos sexos en todas sus enseñanzas fundamentales, con frecuencia ha
reconocido esa diferencia natural en aspectos pastorales, o en relación a
diversos aspectos prácticos en las vidas consagradas a Dios, ya desde las
primeras comunidades.
Asimismo, el alma, como ente
espiritual que es, carece de sexo, pero no habita en el cuerpo humano como
huésped en hostal, sino que ambos son plenamente una cosa. Por tanto, nuestra espiritualidad, voluntad y
entendimiento sí son influidos y modulados por nuestro sexo y lo
que él implica (como lo son por otros tantos factores materiales).
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CARACTERÍSTICAS BIOLÓGICAS
Diversos estudios han
demostrado que el cerebro del varón es más grande y con más neuronas (parece
que esto tiene relación simplemente con el mayor tamaño del varón promedio, y
el cráneo proporcionalmente más grande), mientras que las de la mujer están más
interconectadas entre sí, creando redes más tupidas. Independientemente de la
raza o cultura, la mente del varón está más capacitada para la especialización, ya que los datos se almacenan
en muchos compartimentos diferentes, donde tienen más capacidad. El varón por
naturaleza encuentra más fácil concentrarse
en una tarea concreta, abstrayéndose de las demás. Asimismo, tiene un
predominio del hemisferio cerebral izquierdo, lo que le hace adquirir con mayor
facilidad el pensamiento
abstracto, las operaciones de cálculo y la analítica en general.
La mente de la mujer, por el
contrario, tiende a la interrelación de
todos los datos que posee, creando con mayor facilidad un supersistema de información. La mujer
constantemente está integrando toda nueva información, y cada dato se almacena
ocupando un lugar concreto dentro
del gran cuadro del conocimiento completo. Antaño se creía que en las
mujeres predominaba el hemisferio derecho (llamado entonces el “artístico”), pero hoy se sabe que en realidad las
féminas hay un balance entre ambos
hemisferios. La mujer tiene mayor predisposición a dominar las tareas que requieren el empleo de
varias áreas, como por ejemplo el lenguaje.
Estos hallazgos dan un fondo
de verdad al tópico de la mujer charlatana o a los chistes
sobre los hombres incapaces de hacer dos cosas a la vez.
Echemos también un vistazo al
importantísimo aspecto hormonal.
En el hombre los elevados niveles de testosterona- desde el claustro materno pero sobre todo a partir
de la adolescencia- determinan una mayor impulsividad, actitud agresiva, y urgencia en la relación sexual.
En las mujeres sucede otro tanto con el predominio de estrógenos, las hormonas de la
fertilidad, que potencian la expresión
y comprensión de emociones y estados de ánimo; y de hecho, están muy
relacionadas con el desarrollo de su líbido.
Más aún, varios estudios han
demostrado que las hormonas impulsan a los bebés varones a emplear sus sentidos para el movimiento, la persecución, el golpeo
de objetos, y medir la fuerza en juegos
de competición con objetos u otros niños. Las niñas, en cambio,
emplean sus sentidos para observar
y aprender del entorno, sienten menos interés por traspasar límites y
tienden a juegos cooperativos y de
conexión social. Es decir, que dichas diferencias (que probablemente
también influyen en el desarrollo cerebral antes explicado) comienzan desde la
primera infancia.
Al término del periodo fértil,
en la ancianidad, las hormonas de ambos sexos van igualando sus cantidades y
efectos.
Por supuesto, quede bien
entendido que hablamos en términos de predominio o de norma. Ninguno de los dos sexos carece de ninguna de
las características descritas, y ciertos miembros de cada sexo pueden presentar mayor fortaleza en
cualidades típicas del otro. Y ello no significa nada en particular,
puesto que lo que determina el
sexo es la carga genética en el cromosoma sexual (XX en mujeres y
XY en varones) y su expresión fenotípica (o sea, morfológica), principalmente
hormonal.
Como se puede apreciar, el dimorfismo
sexual en el cuerpo y la mente puede conducirnos a una conclusión
maravillosa: que
ambos sexos seremos distintos en lo accidental, pero no para ser opuestos, sino
complementarios.
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LA SEXUALIDAD CULTURAL
Desde la revolución cultural
posmoderna, se ha tendido a enfatizar el aspecto psicológico o cultural del comportamiento humano
(minimizando o incluso negando así de forma indirecta la voluntariedad del
alma). Hasta el punto de que hoy se enseña generalizadamente, con el apoyo
explícito del poder, la errada teoría de que el sexo es puramente cultural o psicológico, teoría que es
la base de toda la ideología de género.
Eso es falso, obviamente. Pero
no perdamos de vista algo que sí es cierto: el modelo y comportamiento
sexual sí están influidos por la
cultura. Por tanto, el
pensamiento iusnaturalista debe dar la batalla en ese campo. Otros la
llevan dando hace mucho, precisamente para negar las raíces naturales del sexo
en aras al diseño social ya explicado antes. Que el sexo no sea algo meramente
cultural, no quiere decir que no sea cultural.
Culturalmente, el hombre se
comporta como el “negativo” de la mujer. Las
funciones reproductivas de la mujer (gestación, parto, puerperio, lactancia,
etc), las más importantes de
cuantas puede realizar un miembro de la especie, en tanto que garantizan
su pervivencia, la inclinan a en sus años fértiles a un comportamiento más
replegado sobre el cuidado de la prole, y por tanto, a un estilo de vida más “hogareño". Por contraposición, el hombre,
libre de esas dulces ataduras, debe asumir un rol “externo”.
Es el llamado a procurar a la mujer y sus hijos cuanto necesitan fuera
del hogar, el sustento.
Otra característica del
dimorfismo sexual es física: los varones de media tienen más estatura, más
volumen y mayor desarrollo muscular. Ello los orienta naturalmente a las tareas
más físicas y también a la lucha para defender a los suyos. Y de ahí se derivan
tres cualidades masculinas comunes a todas las culturas: la fortaleza, el instinto de protección, y el valor o arrojo.
En la mayoría de culturas
primitivas, los varones adolescentes, en la aparición de su madurez sexual,
debían pasar un ritual de
iniciación para ser admitidos como miembros adultos del clan. En
las mujeres, la mera menstruación era suficiente para ser consideradas mujeres.
Dichos ritos varoniles podían incluir demostraciones de fertilidad y madurez
reproductiva, pero con frecuencia
también demostraciones de valor o resistencia. Dichas virtudes eran consideradas
atributos viriles arquetípicos.
Naturalmente, estas
cualidades, cuando se exceden o degeneran, provocan sus correspondientes
perversiones, también más características del varón: la absorción por el trabajo (descuidando la vida familiar), la posesividad y la temeridad.
El fuerte de la mujer
arquetípica es la comunicación, la interrelación social, la prudencia, la
delicadeza y el detallismo.
Es importante tomar en
consideración estos condicionantes de la virilidad
más primitiva, pues toda la cultura sobre roles sexuales en sociedades
más sofisticadas, a la postre, jamás
sustituye dichos condicionantes, sino que siempre los desarrolla, modula
o sublima.
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MASCULINIDAD EN LA CIVILIZACIÓN CRISTIANA. EL
CÓDIGO DE CABALLERÍA.
En nuestra cultura, los
valores sobre rol sexual provienen directamente de Roma y Grecia. Además de los ya expuestos, la virilidad en la
cultura clásica incluía la abnegación por la familia y la patria, y sobre todo
el honor, un concepto
basado principalmente en la imparcialidad en el juicio, la honradez en la
gestión de lo ajeno y el mantenimiento de la palabra dada. Mirándolo en
perspectiva, resulta difícilmente entendible porque tales virtudes, encomiables
por lo demás, no podían hacerse extensivas también a las mujeres. Tal vez
porque suponen una faceta pública
que le estaba generalmente vedada a las hembras. El honor de una mujer
entre los romanos se circunscribía al ámbito doméstico: fidelidad a su esposo, dedicación a los hijos y rectitud en el manejo
de los asuntos de la casa.
Probablemente, el gran aporte
al rol del varón que hace el cristianismo es el código de caballería. Diversos clérigos cortesanos lo crearon como
ideal cristiano para aplacar el germanico
furor, las bárbaras costumbres guerreras heredadas por los francos
cristianos y sus parientes teutónicos de sus antepasados paganos. En la misma
línea de las treguas de Dios, e incluso las cruzadas, que pretendían frenar, moderar y encauzar hacia objetivos
más elevados (como el combate contra el infiel, bien en España y
sur de Italia, bien en Tierra Santa) la inclinación belicosa y la crueldad en el combate de los
nobles de la era feudal en la llamada Edad Media.
Hay innumerables obras
contemporáneas que trataron acerca del jamás puesto por escrito “código de la caballería” que, como su nombre
indica, fue pensado para dotar de
una regla moral elevada a los aristócratas militares de su tiempo
(que formaban caballería pesada, de ahí su nombre). Se trataba de un equivalente secular a la Regla de las Órdenes
religiosas. Secular, pero no por ello carente de espiritualidad.
Resumiendo mucho, recogía las
virtudes consideradas viriles tradicionalmente y que ya hemos comentado,
dotándolas de un sentido cristiano y elevándolas a un plano más
espiritual: el instinto de
protección de la familia se extiende a todos los desvalidos (niños,
doncellas, viudas, religiosos, etc); la capacidad de análisis objetivo se transmuta en
decir la verdad y ejercer la autoridad con rectitud; la fortaleza de ánimo en la
resistencia estoica a las penalidades y dolores, así como el cumplimiento de la
palabra dada.
Por contra, el código
pretendía reprimir o sublimar las
tendencias más negativas (a ojos de la moral cristiana) de la
masculinidad: por ejemplo la agresividad y crueldad
en el combate era reprimida, al hacer ver al enemigo caído como un igual,
despertando la compasión. Así, el
respeto al adversario muerto o capturado era timbre muy notorio del caballero.
Esto no era difícil cuando se trataba de otro noble, pues el sentimiento
de cuerpo social era fuerte, incluso entre enemigos (en ocasiones aún de
distinta religión). Más complejo resultaba extender ese respeto al enemigo
plebeyo, pese a los mandatos del código. Con frecuencia no se lograba, y había
una discriminación del trato cuando existían diferencias sociales.
Asimismo, la impulsividad de
la líbido o la promiscuidad de las pasiones de la carne se sublimaban en el amor a la patria, al rey,
o a la Religión, y se reprimían con las obligaciones del estado matrimonial.
Los trovadores provenzales cooperaron en ese ambiente con el nacimiento de la
poesía del amor ideal cortesano, que con el paso de los siglos se fue haciendo
más terreno, hasta caer en la franca profanidad los siglos previos al
Renacimiento.
Como toda norma social emanada
de un grupo dominante, pronto se convirtió en doctrina oficial para las élites, y en modelo de imitación para
el resto de clases sociales. Entre la nobleza era mandatoria, y como suele
ocurrir, tanto se daban los que la seguían sinceramente, como los que solo
pretendían aparentarla; aquellos
que la desafiaban abiertamente, eran repudiados en su propia clase. Para
los plebeyos ricos, acceder al estado de caballero, por favor real o
matrimonio, era aspiración constante, y procuraban regirse también por el código
de caballería, aunque entre los aristócratas de origen militar siempre fueron
aquellos sospechosos de hipócritas, y de estar apegados más bien al negocio y
la industria que les habían proporcionado la posición. Ambos grupos, por su
parte, despreciaban a los plebeyos pobres, que no se regían por el código de
caballería (aunque lo reconociesen como ideal de la aristocracia social).
También hubo una cierta extensión del código de caballería a
las mujeres nobles (las damas), sobre todo si tenían algún tipo de
responsabilidad pública, únicamente en aquellos aspectos no relacionados con el
combate, y siempre de modo parcial y mediatizado por las características
particulares de la naturaleza femenina. No se les exigía en igual medida, sino
que estaban sujetas a su propio código femenino, como hemos comentado
anteriormente.
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DECADENCIA DE LA CABALLEROSIDAD CRISTIANA
Justo es decir que el concepto
de “código de caballería” o caballerosidad, cada vez más extendido
socialmente y más despojado de sus aspectos espirituales, resistió bastante
bien la decadencia y borramiento progresivo de la Cristiandad bajo los embates
del maquiavelismo moral y el protestantismo doctrinal. De una forma más
estricta hasta el siglo XIX, y atenuada posteriormente, se puede decir
que la caballerosidad fue el ideal
teórico de la masculinidad hasta las revoluciones culturales en
Occidente que provocaron el marxismo y el posmodernismo, respectivamente entre
1918 y 1968. Hasta entonces, decir a un hombre que no era un caballero, era una
forma de desprecio e incluso ofensa.
Su verdugo ha sido la ideología de género, enseñoreada del feminismo desde hace décadas. El generismo ha actuado de dos modos. Por
una parte, teniendo como objetivo la plena autonomía femenina (lo que se llama “empoderamiento”, asociado errónamente a la
masculinidad), su doctrina se basa en la masculinización de la mujer: el horror o
negación de la maternidad, presentada como esclavitud que impide la autonomía
plena (es decir, la negación de aquello que precisamente define a la mujer,
biológica y culturalmente), la exaltación de modelos de mujer con valores
típicos masculinos (la fortaleza física, la agresividad, la competitividad o la
frialdad emocional), el comportamiento sexual agresivo y con interés
estrictamente copulativo, la promiscuidad, etc. Se diría que, de hecho, la
ideología de género parece querer que la mujer asuma las características menos sociales y moralmente más
reprobables de la virilidad natural.
La otra cara de la moneda es
lo que hemos llamado “castración psicológica”, es
decir, reprimir en el varón las cualidades típicas de su sexo, consideradas
negativas y tildadas de “signos de machismo”. En
cierto modo, la masculinización de
la mujer y la neutralización del varón. Se podría decir que incluso
su feminización, exaltada
en este caso por la otra pata del generismo, el “movimiento gay”.
Vale la pena hacer aquí una
acotación. Como ya hemos dicho, las
cualidades presentadas como “típicamente
masculinas” o “típicamente femeninas”, se hallan presentes en ambos sexos.
Es una cuestión de intensidad de cada una, o de medias estadísticas lo que nos
hace atribuirlas a uno u otro sexo. Pero, no lo olvidemos, la protección de los
propios, la impulsividad, el pensamiento abstracto, la agresividad sexual, la
expresión y comprensión de emociones, el valor o la delicadeza son cualidades humanas. Sería un error
pretender trazar una raya que vede a uno u otro sexo unas u otras a modo
normativo. De hecho, la
masculinidad y la feminidad son modelos naturales y culturales que nos ayudan a
integrarnos mejor con nuestro propio sexo y en la relación con el
otro, contribuyendo a un orden social sano, pero en ningún caso imperativos
completos. Que de forma natural existan varones con muchas más cualidades típicamente
femeninas que masculinas (lo que se llama coloquialmente el “lado femenino”) tiene
relación con características innatas y experiencias de su evolución psicológica
vital, y en absoluto eso pone en duda su pertenencia a uno u otro sexo, o su
normalidad biológica y mental (y viceversa con las mujeres, claro está). La virilidad es para el varón un ideal al que
aspirar, no una obligación que exigir. El haber confundido ambos
términos (ideal y obligación) ha sido un error social constante, que por medio
de la presión social (tristemente común entre varones adolescentes) ha empujado
a muchos varones, en edades psicológicamente frágiles, a lamentables
confusiones sobre su inclinación sexual e incluso sobre su identidad sexual,
con el sufrimiento espiritual y emocional que ello conlleva. Somos testigos en
nuestra época del modo en el que esa confusión, unida a la inmadurez emocional
que se extiende como una plaga entre adolescentes y jóvenes, empuja a muchos al pecado nefando de la
sodomía, del que sólo son en parte responsables, puesto que el triunfo
del generismo no ha hecho
sino aumentar esa confusión y empeorar el problema.
Podemos concluir este
apartado, diciendo que hoy en día hay un consenso entre los fabricantes de la
cultura posmoderna occidental, en reprimir
todo tipo de manifestaciones de masculinidad. De hecho, entre el
pensamiento (por llamarlo de alguna manera) de los voceros/as de la ideología
de género, la masculinidad queda reducida estrictamente al modo en que los hombres pueden y deben excitar la líbido (no
sólo de las mujeres, sino de otros hombres). Es decir, en convertir a los
hombres en objetos sexuales, del mismo modo que medio siglo atrás se comenzó a
convertir a las mujeres en lo mismo. Nuevamente, copiar lo peor de las perversiones de la virilidad.
Un ejemplo a mi juicio de esa
represión sería la persecución
tenaz de la tauromaquia, so capa de evitar el sufrimiento animal. En los
festejos populares de España, donde no hay muerte del toro y donde quien realmente
corre riesgo de sufrir son los asistentes, se trata de un espectáculo típico
para hombres. Las mujeres lo evitan en general, mientras que para muchos
jóvenes y adolescentes es una forma de demostrar valor, una de las cualidades
típicas de hombría. En cierto modo, una reliquia de ritual de iniciación de los varones. Dado que los
otros rituales iniciáticos que se preservan aún (el primer alcoholismo agudo y
la primera cópula) son unisexuales, la tauromaquia debe desaparecer como otro
paso para lograr el borramiento de las diferencias entre ambos sexos.
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CONCLUSIÓN. RECUPERANDO LA VIRILIDAD
Hemos de retomar el hilo y
concluir el artículo con una afirmación que hacía al inicio: la virilidad no es
propiamente un tema religioso, en sentido estricto. Las doctrinas de la Iglesia y sus
obligaciones morales son iguales para ambos sexos. No hay mandatos o
pecados sólo para hombres o sólo para mujeres (independientemente de que por su
naturaleza cada sexo tienda a caer con más frecuencia en unos u otros).
Más bien el rescate de la
virilidad perseguida y arrumbada responde a una necesidad de ley natural, de equilibrio psicológico para los
varones y de bienestar y orden social (sobre todo en el noviazgo, matrimonio y
paternidad).
Esa batalla brutal contra la masculinidad
en Occidente ha creado la lógica confusión
a los varones, especialmente en las edades difíciles de la adolescencia
y primera juventud, cuando cada persona busca su conocimiento propio y su lugar
en la sociedad. Tras varias décadas de educación y propaganda en ese sentido,
cada vez son más frecuentes las relaciones
enfermizas entre adolescentes (la masculinización de la mujer
también juega un papel importante en ello), los maltratos hacia las mujeres y
la incapacidad de establecer relaciones conyugales estables y sanas. Si tenemos
en cuenta que la adolescencia se prolonga cada vez más y más hasta ocupar, en
algunos casos, toda la vida, es obvio que el problema empeora, y empeorará.
Los gurús del posmodernismo,
muy cómodos en su papel de combatir la educación tradicional, acusándola de
patriarcal y represora-religiosa, tras muchos años ocupando ellos la cátedra de
la formación social, se han quedado sin argumentos con los que echar la culpa a
otros. En España, las agresiones,
los maltratos y los asesinatos a mujeres por parte de varones, en vez de
disminuir, crecen año a año. Cuanto más reprimen y niegan las
diferencias entre ambos sexos, cuanto más echan mano de los fiscales y policías
para vigilar las relaciones entre cónyuges (¿dónde
fueron aquellos tiempos en los que el adulterio dejó de ser delito porque era
“una intromisión en asuntos de alcoba”?), más y más aumenta el problema.
Y los supuestos guías del
igualitarismo social y la libertad quedan más y más en evidencia.
No tengo empacho en acusar a los promotores de la ideología de
género de este problema. Ellos son los causantes del deterioro del
comportamiento de los varones, al haber eliminado de su educación un ideal
viril que les permita encauzar lo que no es sino su naturaleza, hacia metas elevadas
y positivas, tanto hacia las mujeres, hacia otro varones y hacia la sociedad en
general. La negación de la
naturaleza humana, en cualquiera de sus facetas, conduce directamente al
desastre personal y a la disolución social. No es muy distinto la equivocación
del generismo al de
aquellos pensadores antiguos que establecieron como axioma errores evidentes
como que el hombre “es bueno por naturaleza”,
o que el egoísmo era una fuerza social positiva.
¿Qué nos toca
hacer como católicos para intentar aportar nuestra contribución a enderezar este yerro, como tantos
otros de la sociedad que ha dado la espalda a Dios? Amén de enseñar la Verdad y
evangelizar, como es obvio (el mero hecho de hacerlo es la mejor medicina para
atajar la raíz de todos los pecados), posiblemente lo más práctico sería
recuperar el código de caballería.
No traerlo anacrónicamente en
su literalidad, como si viviésemos en el siglo XII, que sería mera arqueología.
Tampoco inventar una cosa completamente nueva, reflejo de estos tiempos anticristianos,
y ponerle ese nombre, que sería rendición melíflua y engaño. Probablemente,
sería una buena ruta tomar aquel
legado de nuestros mayores, manteniendo su espíritu cristiano y a favor de natura, y adaptarlo en la medida de
lo posible a la situación práctica del siglo XXI (no a sus desmanes
ideológicos). Hoy en día la milicia es cosa de profesionales (que tienen sus
propios códigos de honor), y la tecnología nos libera de muchos trabajos
físicos para los que antiguamente los varones aventajaban a las mujeres. Sigue
existiendo, no obstante mucho campo para el desarrollo y aprovechamiento de las virtudes típicas del varón.
Para esforzarse en ellas y enseñarlas a las nuevas generaciones.
Por cierto, que esta tarea no
sería útil si no enseñásemos también a las nuevas mujeres a sentirse contentas y realizadas con su
naturaleza femenina, aprovechando sus potencialidades y ventajas, en vez
de hacer un absurdo esfuerzo por masculinizarse. Ambos roles complementarios,
desarrollados por almas que son todas hijas de Dios e iguales ante el Altísimo,
no dudo ayudarían a estabilizar las familias y, por ende a recuperar a la
sociedad de su desorientación moral.
En realidad, nuestra tarea no
es difícil. Nuestro impedimento es la pereza intelectual y el aburguesamiento
moral. Es más costoso adoctrinar y
mantener a los varones en un rol sexual contrario a su naturaleza (lo
que hemos llamado “castración psicológica”),
que hacerlo en un rol a favor de su naturaleza, reforzando sus virtudes, y
enderezando sus concupiscencias. Pero hay que tener la misma constancia en
enseñar el Bien que los enemigos de Dios despliegan en enseñar el mal.
Para terminar, la
promoción de una “hombría de bien” incluiría, a mi juicio, estos puntos:
1) Que no atente
contra la igual dignidad ante Dios y ante los hombres de varones y mujeres.
2) Que no
desmienta ni contradiga la naturaleza masculina en sus aspectos biológicos y
conductuales.
3) Que tienda
hacia el perfeccionamiento de las características naturales del varón para el
mejoramiento propio y de la sociedad, contribuyendo de ese modo al Bien Común.
4) Que procure
la complementariedad y perfeccionamiento de la mujer en el sagrado vínculo del
matrimonio, de modo que realmente ambos “sean una sola carne”, más completa
unidos que separados.
Cuando
Jesús vio que se acercaba Natanael, dijo: “he aquí un verdadero varón de
Israel, en el que no hay falsedad”. Evangelio
según san Juan, 1, 47.
Luis I. Amorós
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