ALÉGRATE, MARÍA,
LLENA DE GRACIA…
¿No es
impresionante que la primera palabra que el divino mensajero dice a María sea
ALÉGRATE?
Y si bien en castellano
nuestro “Dios te salve” no refleja tan
nítidamente esa invitación, es esencial que no la olvidemos nunca. Porque es la
invitación eficaz de Dios a toda la Humanidad, a todos nosotros, representados
en la humilde jovencita de Nazareth.
Cada vez que rezas el Ave
María utilizas las mismas palabras que Dios eligió para dirigirse a aquella
niña soñada, predestinada y llamada por Dios para permitir la irrupción del
Verbo en la historia humana.
Cada vez que las pronuncias,
María revive esa intensa conmoción que la turbó de emoción y casi de “vértigo”, vértigo que luego sería acrecentado al
oír la entera propuesta del Creador.
Alégrate María… porque el
Señor está contigo, porque el mundo vuelve a ser un lugar de su Presencia,
porque ya ha finalizado el tiempo del castigo y se abren nuevamente las puertas
del Corazón de Dios.
Porque Cristo es y será de
ahora en más la verdadera, la perfecta alegría de los hombres. Y por eso
también, en el corazón y centro del Ave María, se ubica esa dulce palabra, está
el “nombre sobre todo nombre”, aquel solo en
el cual hay salvación: el nombre de Jesús.
Pero la oración que repetirás
tantas veces durante el Santo Rosario, luego de evocar las pronunciadas por
Isabel el día de su Visitación, ponen ante tus ojos una tan importante como
dramática realidad: “ruega por nosotros, pecadores…
ahora y en la hora de nuestra muerte”
Esa alegría que Dios quiere
conceder a sus hijos se ve amenazada por la existencia del mal en el mundo y en
los corazones. El amor de Dios, tan grande, puede ser rechazado, y de hecho lo
es, tantas veces.
El pecado ha traído como
consecuencia la muerte corporal, ese momento doloroso pero inevitable en el
cual se desgarrará nuestro ser corpóreo-espiritual. Y el pecado tiene una
consecuencia aún más terrible: la muerte eterna, la
condenación, la separación de Dios en el Infierno.
Por eso la Iglesia, recordando
la advertencia del Salvador “¿de qué le vale al
hombre ganar el mundo, si pierde su alma?”, nos hace pedir,
incesantemente, a aquella que nos quiere como hijos: “ruega
por nosotros… en la hora de nuestra muerte… que ese día supremo, en el que se
decida nuestra eternidad, no nos encuentre separados de Jesús, separados de
Dios… que en ese trance, Madre querida, nuestra alma se encuentre limpia,
preparada para cruzar a la otra orilla, arrepentida y absuelta de sus pecados,
alimentada con el viático a la Eternidad… Madre, querida, que nuestros ojos se
cierren aquí mirando el Crucifijo o una imagen tuya, y se abran en el Paraíso
para verte por siempre…”
Por eso el Santo Rosario
rezado con piedad y constancia es –según el testimonio de tantos santos- un
signo de predestinación y una prenda de salvación eterna. ¿Podría acaso una madre olvidar este pedido que, de
manera incesante, un hijo suyo le ha dirigido?
P. Leandro
Bonnin
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