Por: Daniel Prieto | Fuente: Catholic-link.com
¿Habría algo que corregirle o añadirle a este
video? Por un lado, el argumento es claro: nos plantea una necesaria distinción
para poder abordar mejor la
Resurrección de Cristo como hecho “razonable”, es decir, digno de ser
creído en cuanto racionalmente verosímil, y no caer así en la trampa de quienes
lo tildan de creencia “irracional” fruto de pura autosugestión y fantasía, en
cuanto carente de pruebas científicas. En ese sentido, es cierto que se trata
de un evento que por su misma condición histórica (o mejor dicho,
meta-histórica, pues en su mismo acontecer la trasciende), no puede ser enmarcado
en el ámbito de lo “demostrable” científicamente, como si pudiese ser juzgado
según pruebas experimentales, lo cual sería no solo inútil, sino ridículo. No
se le pueden pedir peras al olmo, como se dice, de la misma manera que no se
puede esperar que haya pruebas científicas de que los muertos resucitan; sin
embargo, cabe decir que, en lo que respecta a la ciencia actual, los avances en
nuestra comprensión de lo que es la materia, o mejor dicho, en nuestra
incomprensión ante su enorme misterio, nos llevan más bien a acoger como
posibles hechos de este tipo.
Como nos lo recordaba el P. Manuel Carreira SJ
(astrofísico) refiriéndose a la materia estudiada en sus dimensiones
microscópicas (campo denominado “mecánica cuántica”): «Ni partículas ni ondas son
estrictamente localizables: más bien se comportan como distorsiones, más o
menos concentradas, del “vacío físico”, con posibilidad de ser detectadas fuera
del lugar ocupado según la mecánica clásica. Esta falta de localización
estricta se expresa en el Principio de Indeterminación de Heisenberg, y da
lugar a fenómenos como el de difracción de electrones o átomos enteros, y
al “efecto túnel”, importante como explicación de la radioactividad y base de
dispositivos electrónicos de utilidad industrial y científica. En estos casos
tenemos que admitir que una partícula está en varios lugares simultáneamente
(difracción) o que pasa de un lugar a otro sin pasar por el medio y sin perder
energía o emplear tiempo medible en su paso (efecto túnel).. »
Tan difícil se ha vuelto para los científicos
explicar el comportamiento de la flexible, indeterminada y misteriosa materia
como fue para los discípulos narrar el comportamiento del cuerpo glorioso de
Cristo resucitado, que presenciaron en diversas ocasiones. Una cosa es cierta,
como decía el papa Benedicto XVI, la
incongruencia de los hechos no disminuye ni desacredita la atendibilidad de lo
que sucede (o sucedió; por el contrario, en no pocos casos la refuerza,
pues como arguye el papa: «La dialéctica que forma
parte de la esencia del Resucitado es presentada en los relatos realmente con
poca habilidad, y precisamente por eso dejan ver que son verídicos. Si se
hubiera tenido que inventar la resurrección, se hubiera concentrado toda la
insistencia en la plena corporeidad, en la posibilidad de reconocerlo
inmediatamente y, además, se habría ideado tal vez un poder particular como
signo distintivo del Resucitado. Pero en el aspecto contradictorio de lo
experimentado, que caracteriza todos los textos, en el misterioso conjunto de
alteridad e identidad, se refleja un nuevo modo del encuentro, que
apologéticamente parece bastante desconcertante, pero que justo por eso se
revela también mayormente como descripción auténtica de la experiencia que se
ha tenido» (Ver Jesús de Nazaret, Tomo II)
En realidad, en un tiempo como el de los
discípulos los Evangelios parecen estar narrados solo para escandalizar y
generar confusión, lo cual no sale muy a cuenta si se quiere convencer a
alguien. Basta mencionar que, en un contexto fuertemente monoteísta, un hombre
se proclama Dios y muere (Dios ha muerto como sentenció dos mil años tarde
Nietzche); que resucita antes del final de los tiempos, siendo las primeras testigos
de tal evento mujeres (algo escandaloso, visto que eran consideradas como
testigos sin relevancia); que la Resurrección como decíamos antes viene contada de forma incongruente por los
diversos testigos (Jesús es reconocible y luego no lo es, tiene corporeidad
y luego atraviesa las puertas como un fantasma, etc.); los discípulos se describen a sí mismos como incrédulos, muertos
de miedo, reunidos con las puertas cerradas para protegerse. En fin, todo
parece escrito por alguien a quien solo le interesa decir cómo ocurrieron las
cosas sin mucho maquillaje.
Por último, añadiría que otro gran signo que nos
ha dejado el Señor para sostener nuestra fe, y que constituye todavía un gran
desafío para la ciencia, es la Sábana Santa de Turín. ¿Qué decir entonces ante
todo esto? Que tenemos razones para
creer, que la fe no niega ni la razón ni los hechos, sino que apoyándose en
ellos los lleva a su plenitud en un asentimiento que se abre a una realidad
nueva, una realidad que, al ser donada, no puede ser fruto de nuestros
cálculos y razonamientos; una realidad tan sencilla y grande que para abrazarla
solo pide una razonable humildad y confianza.
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