VATICANO, 10 May. 17 / 04:55 am (ACI).- El Papa Francisco dedicó la catequesis pronunciada
durante la Audiencia General del miércoles a reflexionar sobre la esperanza
cristiana, en concreto sobre María como ejemplo de esa esperanza.
“María no es una mujer que se deprime ante las
incertidumbres de la vida,
especialmente cuando nada parece ir por el camino correcto. No es mucho menos
una mujer que protesta con violencia, que injuria contra el destino de la vida
que nos revela muchas veces un rostro hostil. Es en cambio una mujer que
escucha”.
A continuación, el texto completo de la catequesis
del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario de catequesis sobre la esperanza cristiana, hoy
miramos a María, Madre de la esperanza. María ha atravesado más de una noche en
su camino de madre. Desde la primera aparición en la historia de los
Evangelios, su figura emerge como si fuera el personaje de un drama.
No era simplemente responder con un “si” a
la invitación del ángel: sin embargo, ella, mujer todavía en la flor de la
juventud, responde con valentía, no obstante, no sabía nada del destino que le
esperaba. María en aquel instante se presenta como una de las tantas madres de
nuestro mundo, valerosa hasta el extremo cuando se trata de acoger en su propio
vientre la historia de un nuevo hombre que nace.
Aquel “si” es el primer paso de una
larga lista de obediencias –¡larga lista de obediencias!– que acompañaran su
itinerario de madre. Así María aparece en los Evangelios como una mujer
silenciosa, que muchas veces no comprende todo aquello que sucede a su
alrededor, pero que medita cada palabra y cada suceso en su corazón.
En esta disposición hay fragmento bellísimo de la psicología de María:
no es una mujer que se deprime ante las incertidumbres de la vida,
especialmente cuando nada parece ir por el camino correcto. No es mucho menos
una mujer que protesta con violencia, que injuria contra el destino de la vida
que nos revela muchas veces un rostro hostil.
Es en cambio una mujer que escucha: no se olviden que hay siempre una
gran relación entre la esperanza y la escucha, y María es una mujer que
escucha, que acoge la existencia, así como esa se presenta a nosotros, con sus
días felices, pero también con sus tragedias que jamás quisiéramos haber
encontrado. Hasta la noche suprema de María, cuando su Hijo es clavado en el
madero de la cruz.
Hasta ese día, María había casi desaparecido de la trama de los
Evangelios: los escritores sagrados dejan entrever este lento eclipsarse de su
presencia, la suya permanece muda ante el misterio de un Hijo que obedece al
Padre. Pero María reaparece justamente en el momento crucial: cuando buena
parte de los amigos han desaparecido por motivo del miedo.
Las madres no traicionan, y en aquel instante, a los pies de la cruz,
ninguno de nosotros puede decir cual haya sido la pasión más cruel: si aquella
de un hombre inocente que muere en el patíbulo de la cruz, o la agonía de una
madre que acompaña los últimos instantes de la vida de su hijo. Los Evangelios
son lacónicos, y extremamente discretos. Registran con un simple verbo la
presencia de la Madre: ella “estaba” (Jn
19,25).
Ella estaba. No dicen nada de su reacción: si lloraba, si no lloraba…
nada; ni mucho menos una pincelada para describir su dolor: sobre estos
detalles se habrían luego lanzado la imaginación de los poetas y de los
pintores regalándonos imágenes que han entrado en la historia del arte y de la
literatura. Pero los Evangelios solo dicen: ella “estaba”.
Estaba allí, en el momento más feo, en momento cruel, y sufría con su
hijo. “Estaba”.
María “estaba”, simplemente estaba
ahí. Estaba ahí nuevamente la joven mujer de Nazaret, ya con los cabellos
canosos por el pasar de los años, todavía luchando con un Dios que debe ser
sólo abrazado, y con una vida que ha llegado al umbral de la oscuridad más
densa. María “estaba” en la oscuridad más
densa, pero “estaba”.
No se había ido. María está ahí, fielmente presente, cada vez que hay
que tener una candela encendida en un lugar de neblina y tinieblas. Ni siquiera
ella conoce el destino de resurrección que su Hijo estaba en aquel instante
abriendo para todos nosotros los hombres: está ahí por fidelidad al plan de
Dios del cual se ha proclamada sierva desde el primer día de su vocación, pero
también a causa de su instinto de madre que simplemente sufre, cada vez que hay
un hijo que atraviesa una pasión.
Los sufrimientos de las madres… todos nosotros hemos conocido mujeres
fuertes, que han llevado adelante tantos sufrimientos de sus hijos…
La reencontraremos el primer día de la Iglesia, ella, Madre de
esperanza, en medio a aquella comunidad de discípulos así tan frágiles: uno
había negado, muchos habían huido, todos habían tenido miedo (Cfr. Hech 1,14).
Pero ella, simplemente estaba allí, en el más normal de los modos, como si fuera
del todo natural: en la primera Iglesia envuelta por la luz de la Resurrección,
pero también por las vacilaciones de los primeros pasos que debía cumplir en el
mundo.
Por esto todos nosotros la amamos como Madre. No somos huérfanos:
tenemos una Madre en el cielo:
es la Santa Madre de Dios. Porque nos enseña la virtud de la esperanza, incluso
cuando parece que nada tiene sentido: ella siempre confiando en el misterio de
Dios, incluso cuando Él parece eclipsarse por culpa del mal del mundo.
En los momentos de dificultad, María, la Madre que Jesús ha regalado a
todos nosotros, pueda siempre sostener nuestros pasos, pueda siempre decirnos
al corazón: “Levántate. Mira adelante. Mira el
horizonte”, porque Ella es Madre de esperanza. Gracias.
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