VATICANO, 25 Ene. 17 / 05:59 am (ACI).- En una nueva catequesis sobre la
esperanza en la Audiencia General del miércoles, el Papa Francisco propuso la
historia de Judith y explicó cómo su valentía ayudó al pueblo de Israel a
confiar en Dios.
"No pongamos jamás condiciones a Dios y
dejemos en cambio que la esperanza venza nuestros temores. Confiar en Dios
quiere decir entrar en sus designios sin ninguna pretensión, también aceptando
que su salvación y su ayuda lleguen a nosotros de modos distintos a nuestras
expectativas", dijo el Pontífice.
A continuación, el texto completo:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre las figuras de las mujeres que el Antiguo Testamento nos presenta,
resalta aquella de una gran heroína del pueblo: Judit. El Libro bíblico que
lleva su nombre narra la grandiosa campaña militar del rey Nabucodonosor, el
cual, reinando en Nínive, expande los límites del imperio derrotando y
conquistando a todos los pueblos de su alrededor. El lector entiende que se
encuentra ante un gran e invencible enemigo que está sembrando muerte y
destrucción y que llega hasta la Tierra Prometida, poniendo en peligro la vida de los hijos de Israel.
El ejército de Nabucodonosor, de hecho, bajo la guía del general
Holofernes, sitió una ciudad de Judea, Betulia, cortando las reservas de agua y
debilitando así la resistencia de la población.
La situación se vuelve dramática, al punto que los habitantes de la
ciudad se dirigen a los ancianos pidiendo rendirse ante los enemigos. Sus
palabras son desesperadas: «Ya no hay nadie que pueda auxiliarnos, porque Dios
nos ha puesto en manos de esa gente para que desfallezcamos de sed ante sus
ojos y seamos totalmente destruidos. Han llegado a decir esto: “Dios nos ha abandonado”; la desesperación era
grande en esa gente. Llámenlos ahora mismo y entreguen la ciudad como botín a
Holofernes y a todo su ejército» (Jdt 7,25-26). El fin parece inevitable, la
capacidad de confiar en Dios se ha terminado – la capacidad de confiar en Dios
se ha terminado. Y cuantas veces nosotros llegamos a situaciones extremas donde
no sentimos ni siquiera la capacidad de tener confianza en el Señor. Es una fea
tentación. Y, paradójicamente, parece que, para huir de la muerte, no queda más
que entregarse en manos de quien asesina. Ellos saben que estos soldados
entraran a saquear la ciudad, tomar a las mujeres como esclavas y luego matar a
todos los demás. Esto es justamente “lo extremo”.
Y ante tanta desesperación, el jefe del pueblo intenta proponer un
motivo de esperanza: resistir todavía cinco días, esperando la intervención
salvífica de Dios. Pero es una esperanza débil, que les hace concluir: «Si transcurridos estos días, no nos llega ningún
auxilio, entonces obraré como ustedes dicen» (7,31). Pobre hombre: no tenía
salida. Cinco días les son concedidos a Dios – y está aquí el pecado – cinco
días les son concedidos a Dios para intervenir; cinco días de espera, pero ya
con la perspectiva del final. Conceden cinco días a Dios para salvarlos, pero
saben que no tienen confianza, esperan lo peor. En realidad, ninguno más, entre
el pueblo, es todavía capaz de esperar. Estaban desesperados.
Es en esta situación aparece en escena Judit. Viuda, mujer de gran
belleza y sabiduría, ella habla al pueblo con el lenguaje de la fe. Valiente,
reprocha en la cara al pueblo diciendo: «Ustedes
ponen a prueba al Señor todopoderoso, […]. No, hermanos; cuídense de provocar
la ira del Señor, nuestro Dios. Porque si él no quiere venir a ayudarnos en el
término de cinco días, tiene poder para protegernos cuando él quiera o para
destruirnos ante nuestros enemigos. […]. Por lo tanto, invoquemos su ayuda,
esperando pacientemente su salvación, y él nos escuchará si esa es su voluntad»
(8,13.14-15.17). Es el lenguaje de la esperanza. Toquemos la puerta del
corazón de Dios, Él es Padre, Él puede salvarnos. Esta mujer, viuda, arriesga
de quedar mal ante los demás. ¡Pero es valiente! ¡Va adelante! Esta es mi
opinión: las mujeres son más valientes que los hombres.
Y con la fuerza de un profeta, Judit convoca a los hombres de su pueblo
para conducirlos a la confianza en Dios; con la mirada de un profeta, ella ve
más allá del estrecho horizonte propuesto por los jefes y del miedo que lo hace
aún más limitado. Dios actuará ciertamente – ella lo afirma – mientras la
propuesta de los cinco días de espera es un modo para tentarlo y para someterse
a su voluntad. El Señor es Dios de salvación – y ella lo cree –, cualquier
forma esa tome. Es salvación librar de los enemigos y hacer vivir, pero, en sus
planes impenetrables, puede ser salvación también entregar a la muerte. Mujer
de fe, ella lo sabe. Luego conocemos el final, como terminó la historia: Dios
salva.
Queridos hermanos y hermanas, no pongamos jamás condiciones a Dios y
dejemos en cambio que la esperanza venza nuestros temores. Confiar en Dios
quiere decir entrar en sus designios sin ninguna pretensión, también aceptando
que su salvación y su ayuda lleguen a nosotros de modos distintos a nuestras
expectativas. Nosotros pedimos al Señor vida, salud, afectos, felicidad; y es
justo hacerlo, pero con la conciencia que Dios sabe traer vida también de la
muerte, que se puede experimentar la paz también en la enfermedad, y que puede
haber serenidad también en la soledad y alegría también en el llanto. No somos
nosotros los que podemos enseñar a Dios aquello que debe hacer, de lo que
nosotros tenemos necesidad. Él lo sabe mejor que nosotros, y debemos confiar,
porque sus vías y sus pensamientos son distintos a los nuestros.
El camino que Judit nos indica es aquel de la confianza, de la espera en
la paz, de la oración y de la obediencia. Es el camino de la esperanza. Sin
fáciles resignaciones, haciendo todo lo que está en nuestras posibilidades,
pero siempre permaneciendo en el surco de la voluntad del Señor, porque – lo
sabemos – ha orado mucho, ha hablado al pueblo y después, valerosa, se ha ido,
ha buscado el modo para acercarse al jefe del ejército y ha logrado cortarle la
cabeza, decapitarlo. Es valiente en la fe y en las obras. Y busca siempre al
Señor. Judit, de hecho, tiene un plan, lo actúa con suceso y lleva al pueblo a
la victoria, pero siempre en la actitud de fe de quien todo acepta de la mano
de Dios, segura de su bondad.
Así, una mujer llena de fe y de valentía devuelve la fuerza a su pueblo
en peligro mortal y lo conduce sobre la vía de la esperanza, indicándolo
también a nosotros. Y nosotros, si hacemos un poco de memoria, cuántas veces
hemos escuchado palabras sabias, valientes, de personas humildes, de mujeres
humildes que uno piensa que – sin despreciarlas – fueran ignorantes. Pero son
palabras de la sabiduría de Dios. Las palabras de las abuelas. Cuantas veces
las abuelas saben decir la palabra justa, la palabra de esperanza, porque
tienen la experiencia de la vida, han sufrido mucho, se han encomendado a Dios
y el Señor les da este don de darnos consejos de esperanza. Y, recorriendo esas
vías, será alegría y luz pascual encomendarse al Señor con las palabras de
Jesús: «Padre, si quieres, aleja de mí este
cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Y esta
es la oración de la sabiduría, de la confianza y de la esperanza.
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