"Jesús dijo
con voz fuerte:
- El que cree en
mí no cree solamente en mí, sino también en mi Padre, que me ha enviado. Y el
que me ve a mí, ve también al que me ha enviado. Yo, que soy la luz, he venido
al mundo para que los que creen en mí no permanezcan en la oscuridad. Pero a
aquel que oye mis palabras y no las obedece, no soy yo quien le condena, porque
yo no he venido para condenar al mundo sino para salvarlo. El que me desprecia
y no hace caso de mis palabras, ya tiene quien le condene: las palabras que he
dicho le condenarán el día último. Porque yo no hablo por mi propia cuenta; el
Padre, que me ha enviado, me ha ordenado lo que debo decir y enseñar. Y sé que
el mandato de mi Padre es para vida eterna. Así pues, lo que digo, lo digo como
el Padre me ha ordenado."
Jesús es la luz del mundo. La luz que ilumina nuestro interior y nos ayuda a conocer nuestra pequeñez y miseria. La luz que nos anima, porque, a pesar de ello, Él nos acoge y nos ama.
La luz que ilumina el mundo, aunque nosotros nos resistimos a aceptarla. Una luz que ilumina las cosas bellas de esta tierra, para que demos gracias y alabemos a Dios por ellas. Una luz que ilumina las miserias de nuestra sociedad para que luchemos por corregirlas. Una luz que ilumina a todos los hombres, para que los amemos.
¿Sería igual nuestro mundo si hubiésemos aceptado esta luz? ¿Habría hambre, muerte, destrucción? ¿Encontraríamos pobres sentados en las aceras de nuestras ciudades y gente durmiendo en los portales y en los cajeros de los bancos? ¿Encontraríamos personas pidiendo refugio en nuestras puertas?
Jesús nos trae a todos la luz de su salvación; pero nosotros debemos aceptar esa luz. ¿A qué esperamos?
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