Un día un niño vio como un elefante del circo, después de la función, era
amarrado con una cadena a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Se asombró el niño de que un animal tan
corpulento no fuera capaz de liberarse de aquella pequeña estaca. Lo estuvo
contemplando durante un buen rato. Le sorprendió sobre todo que el elefante
no hiciera el más mínimo esfuerzo por soltarse.
Decidió preguntar al hombre que lo cuidaba.
Este le respondió: “Es muy sencillo, desde pequeño ha estado amarrado a una
estaca como esa, y como entonces no era capaz de liberarse, ahora no sabe
que esa estaca es muy poca cosa para él. Lo único que recuerda es que
durante mucho tiempo no podía escaparse, y por eso ya ni siquiera lo
intenta”.
Algo parecido nos sucede quizá a todos, en
algún aspecto de nuestra vida. Hay barreras que nos tienen sujetos, porque
durante mucho tiempo las hemos visto como infranqueables, y aunque quizá
ahora tengamos fuerzas suficientes para superarlas, no lo hacemos porque
seguimos viendo esos obstáculos como algo fuera de nuestras posibilidades.
Tenemos que cultivar una sana capacidad de
descubrir nuestros falsos convencimientos, las servidumbres que nos
encadenan, las ideas simples que no nos queremos cuestionar porque ponen en
peligro viejas concesiones a las pocas ganas de luchar. Hemos de desechar
esa soberbia sutil que envuelve nuestra mente y la enmaraña en reacciones
tontas de envidia, celos o resentimientos, que también nos encadenan. O
poner más esfuerzo para salir de las redes de la murmuración, la ira o el
malhumor. O reconocer adicciones quizá menos honrosas, al alcohol, el sexo
o los videojuegos. Se podrían poner muchos ejemplos de pequeñas ataduras
que inmovilizan grandes voluntades, de hombres que no se deciden a
liberarse de ellas porque desconocen la magnitud de lo que les frena y no
se dan cuenta de que esas ataduras son pequeñeces de las que podrían
perfectamente prescindir.
La ignorancia sobre lo que nos ata es la
atadura más grave, pues si no advertimos algo no luchamos contra ello y por
tanto nunca nos liberamos. Por eso hemos de agradecer que nos lo hagan ver,
aunque nos duela un poco oírlo. Es más, si nos escuece un poco quizá es
síntoma de que hay un particular acierto.
Otro gran enemigo es la falta de esperanza en
que podamos liberarnos, aunque a lo mejor nos suceda como a aquella águila
encadenada que llevaba tiempo intentando elevar el vuelo y romper así su
atadura, y ya lo había conseguido en su último intento, pero se cansó y se
resignó a su encerramiento sin darse cuenta de que ya estaba libre.
Olvidamos demasiadas veces que los grandes
logros se alcanzan casi siempre después de muchos intentos fallidos.
Tendemos a conformarnos, a acomodarnos a nuestras cadenas porque nos cuesta
romperlas y entonces nos autoconvencemos de que no existen o de que no nos
importa que existan.
Hay un tipo de esperanza —ha escrito Josef
Pieper— que surge de la energía juvenil pero se agota con los años, al ir
declinando la vida: el recuerdo se vuelve hacia el “ya no” en lugar de
dirigirse hacia el “aún no”. Sin embargo, la verdadera esperanza otorga al
hombre un “aún no” que triunfa sobre el declinar de las energías naturales.
Da al hombre tanto futuro que el pasado aparece como “poco pasado”, por
larga y rica que haya sido la vida. La esperanza es la fuerza del anhelo
hacia un “aún no” que se dilata tanto más cuanto más cerca estamos de él.
Por eso, la verdadera esperanza produce una
eterna juventud. Comunica al hombre elasticidad y ligereza, suelta y
tirante al mismo tiempo, que es frescura propia de un corazón fuerte. Es
una despreocupada y confiada valentía, que caracteriza y distingue al
hombre de espíritu joven y lo hace un modelo tan atractivo. La esperanza da
una juventud que es inaccesible a la vejez y a la desilusión. Así, aunque
día a día perdemos un poco la juventud natural, podemos día a día renovar
nuestra juventud de espíritu. En vez de dar culto a la juventud del cuerpo,
de modo exterior y forzado, y que además produce desesperanza al ver cómo
se va marchando, se ponen a la vista las cimas más altas a las que se puede
remontar la esperanza del hombre que rejuvenece día a día su espíritu.
Hacer Familia nº 152, XI.06
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