martes, 5 de abril de 2016

JUVENTUD DE ESPÍRITU


 
Un día un niño vio como un elefante del circo, después de la función, era amarrado con una cadena a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Se asombró el niño de que un animal tan corpulento no fuera capaz de liberarse de aquella pequeña estaca. Lo estuvo contemplando durante un buen rato. Le sorprendió sobre todo que el elefante no hiciera el más mínimo esfuerzo por soltarse.
Decidió preguntar al hombre que lo cuidaba. Este le respondió: “Es muy sencillo, desde pequeño ha estado amarrado a una estaca como esa, y como entonces no era capaz de liberarse, ahora no sabe que esa estaca es muy poca cosa para él. Lo único que recuerda es que durante mucho tiempo no podía escaparse, y por eso ya ni siquiera lo intenta”.
Algo parecido nos sucede quizá a todos, en algún aspecto de nuestra vida. Hay barreras que nos tienen sujetos, porque durante mucho tiempo las hemos visto como infranqueables, y aunque quizá ahora tengamos fuerzas suficientes para superarlas, no lo hacemos porque seguimos viendo esos obstáculos como algo fuera de nuestras posibilidades.
Tenemos que cultivar una sana capacidad de descubrir nuestros falsos convencimientos, las servidumbres que nos encadenan, las ideas simples que no nos queremos cuestionar porque ponen en peligro viejas concesiones a las pocas ganas de luchar. Hemos de desechar esa soberbia sutil que envuelve nuestra mente y la enmaraña en reacciones tontas de envidia, celos o resentimientos, que también nos encadenan. O poner más esfuerzo para salir de las redes de la murmuración, la ira o el malhumor. O reconocer adicciones quizá menos honrosas, al alcohol, el sexo o los videojuegos. Se podrían poner muchos ejemplos de pequeñas ataduras que inmovilizan grandes voluntades, de hombres que no se deciden a liberarse de ellas porque desconocen la magnitud de lo que les frena y no se dan cuenta de que esas ataduras son pequeñeces de las que podrían perfectamente prescindir.
La ignorancia sobre lo que nos ata es la atadura más grave, pues si no advertimos algo no luchamos contra ello y por tanto nunca nos liberamos. Por eso hemos de agradecer que nos lo hagan ver, aunque nos duela un poco oírlo. Es más, si nos escuece un poco quizá es síntoma de que hay un particular acierto.
Otro gran enemigo es la falta de esperanza en que podamos liberarnos, aunque a lo mejor nos suceda como a aquella águila encadenada que llevaba tiempo intentando elevar el vuelo y romper así su atadura, y ya lo había conseguido en su último intento, pero se cansó y se resignó a su encerramiento sin darse cuenta de que ya estaba libre.
Olvidamos demasiadas veces que los grandes logros se alcanzan casi siempre después de muchos intentos fallidos. Tendemos a conformarnos, a acomodarnos a nuestras cadenas porque nos cuesta romperlas y entonces nos autoconvencemos de que no existen o de que no nos importa que existan.
Hay un tipo de esperanza —ha escrito Josef Pieper— que surge de la energía juvenil pero se agota con los años, al ir declinando la vida: el recuerdo se vuelve hacia el “ya no” en lugar de dirigirse hacia el “aún no”. Sin embargo, la verdadera esperanza otorga al hombre un “aún no” que triunfa sobre el declinar de las energías naturales. Da al hombre tanto futuro que el pasado aparece como “poco pasado”, por larga y rica que haya sido la vida. La esperanza es la fuerza del anhelo hacia un “aún no” que se dilata tanto más cuanto más cerca estamos de él.
Por eso, la verdadera esperanza produce una eterna juventud. Comunica al hombre elasticidad y ligereza, suelta y tirante al mismo tiempo, que es frescura propia de un corazón fuerte. Es una despreocupada y confiada valentía, que caracteriza y distingue al hombre de espíritu joven y lo hace un modelo tan atractivo. La esperanza da una juventud que es inaccesible a la vejez y a la desilusión. Así, aunque día a día perdemos un poco la juventud natural, podemos día a día renovar nuestra juventud de espíritu. En vez de dar culto a la juventud del cuerpo, de modo exterior y forzado, y que además produce desesperanza al ver cómo se va marchando, se ponen a la vista las cimas más altas a las que se puede remontar la esperanza del hombre que rejuvenece día a día su espíritu.
Hacer Familia nº 152, XI.06

Alfonso Aguiló

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