VATICANO, 24 Mar. 16 / 05:50 am (ACI).- El Papa Francisco presidió
esta mañana (hora local) la Misa Crismal en la
Basílica de San Pedro en la que consagró el óleo que será utilizado durante
todo el año para los distintos sacramentos en las
parroquias de Roma.
A continuación el texto completo de su homilía
gracias a Radio Vaticano:
Después de la lectura del pasaje de Isaías, al escuchar en labios de
Jesús las palabras: «Hoy mismo se ha cumplido esto que acaban de oír», bien
podría haber estallado un aplauso en la Sinagoga de Nazaret. Y luego podrían
haber llorado mansamente, con íntima alegría, como lloraba el pueblo cuando
Nehemías y el sacerdote Esdras le leían el libro de la Ley que habían
encontrado reconstruyendo el muro. Pero los evangelios nos dicen que hubo
sentimientos encontrados en los paisanos de Jesús: le pusieron distancia y le
cerraron el corazón.
Primero, «todos hablaban bien de él, se maravillaban de las palabras
llenas de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22); pero después, una
pregunta insidiosa fue ganando espacio: «¿Pero no es este el hijo de José, el
carpintero?». Y al final: «Se llenaron de ira» (Lc 4,28). Lo querían
despeñar... Se cumplía así lo que el anciano Simeón le había profetizado a
nuestra Señora: «Será bandera discutida» (Lc 2,34). Jesús, con sus
palabras y sus gestos, hace que se muestre lo que cada hombre y mujer tiene en
su corazón.
Y allí donde el Señor anuncia el evangelio de la Misericordia
incondicional del Padre para con los más pobres, los más alejados y oprimidos,
allí precisamente somos interpelados a optar, a «combatir el buen combate de la
Fe» (1 Tm 6,12). La lucha del Señor no es contra los hombres sino contra
el demonio (cf. Ef 6,12), enemigo de la humanidad. Pero el Señor «pasa
en medio» de los que buscan detenerlo «y sigue su camino» (Lc 4,30).
Jesús no confronta para consolidar un espacio de poder. Si rompe cercos y
cuestiona seguridades es para abrir una brecha al torrente de la Misericordia
que, con el Padre y el Espíritu, desea derramar sobre la tierra. Una Misericordia
que procede de bien en mejor: anuncia y trae algo nuevo: cura, libera y
proclama el año de gracia del Señor.
La Misericordia de nuestro Dios es infinita e inefable y expresamos el
dinamismo de este misterio como una Misericordia «siempre más grande», una
Misericordia en camino, una Misericordia que cada día busca el modo de dar un
paso adelante, un pasito más allá, avanzando sobre las tierras de nadie, en las
que reinaba la indiferencia y la violencia.
Y esta fue la dinámica del buen Samaritano que
«practicó la misericordia» (Lc10,37): primer paso, se conmovió, se
acercó al herido, vendó sus heridas, lo llevó a la posada, se quedó esa noche y
prometió volver a pagar lo que se gastara de más. Esta es la dinámica de la
Misericordia, que enlaza un pequeño gesto con otro, y sin maltratar ninguna
fragilidad, se extiende un poquito más en la ayuda y el amor. Cada uno de
nosotros, mirando su propia vida
con la mirada buena de Dios, puede hacer un ejercicio con la memoria y
descubrir cómo ha practicado el Señor su misericordia para con nosotros, cómo
ha sido mucho más misericordioso de lo que creíamos y, así, animarnos a desear
y a pedirle que dé un pasito más, que se muestre mucho más misericordioso en el
futuro. «Muéstranos Señor tu misericordia» (Sal 85,8).
Esta manera paradójica de rezar a un Dios
siempre más misericordioso ayuda a romper esos moldes estrechos en los que
tantas veces encasillamos la sobreabundancia de su Corazón. Nos hace bien salir
de nuestros encierros, porque lo propio del Corazón de Dios es desbordarse de
misericordia, desparramarse, derrochando su ternura, de manera tal que siempre
sobre, ya que el Señor prefiere que se pierda algo antes de que falte una gota,
que muchas semillas se la coman los pájaros antes de que se deje de sembrar una
sola, ya que todas son capaces de portar fruto abundante, el 30, el 60 y hasta
el ciento por uno.
Y como sacerdotes, nosotros somos testigos y
ministros de la Misericordia siempre más grande de nuestro Padre; tenemos la
dulce y confortadora tarea de encarnarla, como hizo Jesús, que «pasó haciendo
el bien» (Hch 10,38), de mil maneras, para que llegue a todos. Nosotros
podemos contribuir a inculturarla, a fin de que cada persona la reciba en su
propia experiencia de vida y así la pueda entender y practicar
—creativamente— en el modo de ser propio de su pueblo y de su familia y también de su
persona.
Hoy, en este Jueves Santo del Año
Jubilar de la Misericordia, quisiera hablar de dos ámbitos en los que el
Señor se excede en su Misericordia. Dado que es él quien nos da ejemplo, no tenemos
que tener miedo a excedernos nosotros también: un ámbito es el del encuentro;
el otro, el de su perdón que nos avergüenza y dignifica.
El primer ámbito en el que vemos que Dios
se excede en una Misericordia siempre más grande, es en el encuentro.
Él se da todo y de manera tal que, en todo encuentro, directamente pasa a
celebrar una fiesta. En la parábola del Padre Misericordioso quedamos pasmados
ante ese hombre que corre, conmovido, a echarse al cuello de su hijo; cómo lo
abraza y lo besa y se preocupa de ponerle el anillo que lo hace sentir como
igual, y las sandalias del que es hijo y no empleado; y luego, cómo pone a
todos en movimiento y manda organizar una fiesta.
Al contemplar siempre maravillados este derroche
de alegría del Padre, a quien el regreso de su hijo le permite expresar su amor
libremente, sin resistencias ni distancias, nosotros no debemos tener miedo a
exagerar en nuestro agradecimiento. La actitud podemos tomarla de aquel pobre
leproso, que al sentirse curado, deja a sus nueve compañeros que van a cumplir
lo que les mandó Jesús y vuelve a arrodillarse a los pies del Señor,
glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces.
La misericordia restaura todo y devuelve a las
personas a su dignidad original. Por eso, el agradecimiento efusivo es la
respuesta adecuada: hay que entrar rápido en la fiesta, ponerse el vestido,
sacarse los enojos del hijo mayor, alegrarse y festejar... Porque sólo así,
participando plenamente en ese ámbito de celebración, uno puede después pensar
bien, uno puede pedir perdón y ver más claramente cómo podrá reparar el mal que
hizo.
A todos nosotros, puede hacernos bien
preguntarnos: Después de confesarme, ¿festejo? O paso rápido a otra cosa, como
cuando después de ir al médico, uno ve que los análisis no dieron tan mal y los
mete en el sobre y pasa a otra cosa. Y cuando doy una limosna, ¿le doy tiempo
al otro a que me exprese su agradecimiento y festejo su sonrisa y esas
bendiciones que nos dan los pobres, o sigo apurado con mis cosas después de
«dejar caer la moneda»?
El otro ámbito en el que vemos que Dios se
excede en una Misericordia siempre más grande, es el perdón mismo. No sólo
perdona deudas incalculables, como al siervo que le suplica y que luego se
mostrará mezquino con su compañero, sino que nos hace pasar directamente de Ia
vergüenza más vergonzante a la dignidad más alta sin pasos intermedios. El
Señor deja que la pecadora perdonada le lave familiarmente los pies con sus
lágrimas. Apenas Simón Pedro le confiesa su pecado y le pide que se aleje, Él
lo eleva a la dignidad de pescador de hombres. Nosotros, en cambio, tendemos a
separar ambas actitudes: cuando nos avergonzamos del pecado, nos escondemos y
andamos con la cabeza gacha, como Adán y Eva, y cuando somos elevados a alguna
dignidad tratamos de tapar los pecados y nos gusta hacernos ver, casi
pavonearnos.
Nuestra respuesta al perdón excesivo del Señor
debería consistir en mantenernos siempre en esa tensión sana entre una digna
vergüenza y una avergonzada dignidad: actitud de quien por sí mismo busca humillarse
y abajarse, pero es capaz de aceptar que el Señor lo ensalce en bien de la
misión, sin creérselo. El modelo que el Evangelio consagra, y que puede
servirnos cuando nos confesamos, es el de Pedro, que se deja interrogar
prolijamente sobre su amor y, al mismo tiempo, renueva su aceptación del
ministerio de pastorear las ovejas que el Señor le confía.
Para entrar más hondo en esta avergonzada
dignidad, que nos
salva de creernos, más o menos, de lo que somos por gracia, nos puede ayudar
ver cómo en el pasaje de Isaías que el Señor lee hoy en su Sinagoga de Nazaret,
el Profeta continúa diciendo: «Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor,
ministros de nuestro Dios» (Is 61,6). Es el pueblo pobre, hambreado,
prisionero de guerra, sin futuro, el pueblo sobrante y descartado, a quien el
Señor convierte en pueblo sacerdotal.
Como sacerdotes, nos identificamos con ese
pueblo descartado, al que el Señor salva y recordamos que hay multitudes
incontables de personas pobres, ignorantes, prisioneras, que se encuentran en
esa situación porque otros los oprimen. Pero también recordamos que cada uno de
nosotros conoce en qué medida, tantas veces estamos ciegos de la luz linda de
la fe, no por no tener a mano el evangelio sino por exceso de teologías
complicadas. Sentimos que nuestra alma anda sedienta de espiritualidad, pero no
por falta de Agua Viva —que bebemos sólo en sorbos—, sino por exceso de
espiritualidades «gaseosas», de espiritualidades light.
También nos sentimos prisioneros, pero no
rodeados como tantos pueblos, por infranqueables muros de piedra o de
alambrados de acero, sino por una mundanidad virtual que se abre o cierra con
un simple click. Estamos oprimidos pero no por amenazas ni empujones,
como tanta pobre gente, sino por la fascinación de mil propuestas de consumo
que no nos podemos quitar de encima para caminar, libres, por los senderos que
nos llevan al amor de nuestros hermanos, a los rebaños del Señor, a las ovejitas que esperan la voz de sus pastores.
Y Jesús viene a rescatarnos, a hacernos salir,
para convertirnos de pobres y ciegos, de cautivos y oprimidos. en ministros de
misericordia y consolación. Y nos dice, con las palabras del profeta Ezequiel
al pueblo que se prostituyó y traicionó tanto a su Señor: «Yo me acordaré de la
alianza que hice contigo cuando eras joven... Y tú te acordarás de tu conducta
y te avergonzarás de ella, cuando recibas a tus hermanas, las mayores y las
menores, y yo te las daré como hijas, si bien no en virtud de tu alianza. Yo
mismo restableceré mi alianza contigo, y sabrás que yo soy el Señor. Así,
cuando te haya perdonado todo lo que has hecho, te acordarás y te avergonzarás,
y la vergüenza ya no te dejará volver a abrir la boca —oráculo del Señor—» (Ez
16,60-63).
En este Año Santo Jubilar, celebramos con todo
el agradecimiento de que sea capaz nuestro corazón, a nuestro Padre, y le
rogamos que "se acuerde siempre de su Misericordia"; recibimos con avergonzada
dignidad Ia Misericordia en Ia carne herida de nuestro Señor Jesucristo y
le pedimos que nos lave de todo pecado y nos libre de todo mal; y con la gracia
del Espíritu Santo nos comprometemos a comunicar la Misericordia de Dios a
todos los hombres, practicando Ias obras que el Espíritu suscita en cada uno
para el bien común de todo el pueblo fiel de Dios.
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