Misa Crismal en la
basílica de San Pedro
La misericordia ha sido el eje central de
la homilía del Papa durante la Misa Crismal, que ha celebrado este Jueves Santo
en la basílica de San Pedro con decenas de cardenales, obispos y sacerdotes
presentes en Roma.
«Como
sacerdotes, nosotros somos testigos y ministros de la Misericordia siempre más
grande de nuestro Padre», dijo Francisco; «tenemos
la dulce y confortadora tarea de encarnarla, como hizo Jesús, que pasó haciendo
el bien de mil maneras, para que llegue a todos. Nosotros podemos contribuir a inculturarla,
a fin de que cada persona la reciba en su propia experiencia de vida y así la
pueda entender y practicar –creativamente– en el modo de ser propio de su
pueblo y de su familia y también de su persona».
«Como
sacerdotes –añadió el Pontífice–, nos
identificamos con ese pueblo descartado, al que el Señor salva y recordamos que
hay multitudes incontables de personas pobres, ignorantes, prisioneras, que se
encuentran en esa situación porque otros los oprimen». «Pero también recordamos
–dijo– que cada uno de nosotros conoce en
qué medida, tantas veces estamos ciegos de la luz linda de la fe, no por no
tener a mano el evangelio sino por exceso de teologías complicadas. Sentimos
que nuestra alma anda sedienta de espiritualidad, pero no por falta de Agua
Viva –que bebemos sólo en sorbos–, sino por exceso de espiritualidades gaseosas,
de espiritualidades light».
El Papa se refirió también a la respuesta
que debe dar al hombre a la misericordia de Dios, que «se
excede en una Misericordia siempre más grande» en «el encuentro» con cada persona. «Él se da todo y de manera tal que, en todo encuentro,
directamente pasa a celebrar una fiesta». Frente a eso, cabe solo
reaccionar como «aquel pobre leproso, que al
sentirse curado, deja a sus nueve compañeros que van a cumplir lo que les mandó
Jesús y vuelve a arrodillarse a los pies del Señor, glorificando y dando
gracias a Dios a grandes voces».
«La
misericordia restaura todo y devuelve a las personas a su dignidad original», afirmó
Francisco. «Por eso, el agradecimiento efusivo es
la respuesta adecuada».
Otro ámbito privilegiado de la misericordia
es el perdón. «Después de confesarme, ¿festejo?»,
preguntó el Papa, «¿o paso rápido a otra cosa, como
cuando después de ir al médico, uno ve que los análisis no dieron tan mal y los
mete en el sobre y pasa a otra cosa? Y cuando doy una limosna, ¿le doy tiempo
al otro a que me exprese su agradecimiento y festejo su sonrisa y esas
bendiciones que nos dan los pobres, o sigo apurado con mis cosas después de
dejar caer la moneda?»
Dios «no solo
perdona deudas incalculables, como al siervo que le suplica y que luego se
mostrará mezquino con su compañero, sino que nos hace pasar directamente de la
vergüenza más vergonzante a la dignidad más alta sin pasos intermedios», añadió
Francisco. «El
Señor deja que la pecadora perdonada le lave familiarmente los pies con sus
lágrimas. Apenas Simón Pedro le confiesa su pecado y le pide que se aleje, Él
lo eleva a la dignidad de pescador de hombres. Nosotros, en cambio, tendemos a
separar ambas actitudes: cuando nos avergonzamos del pecado, nos escondemos y
andamos con la cabeza gacha, como Adán y Eva, y cuando somos elevados a alguna
dignidad tratamos de tapar los pecados y nos gusta hacernos ver, casi
pavonearnos».
Por tanto, «nuestra
respuesta al perdón excesivo del Señor debería consistir en mantenernos siempre
en esa tensión sana entre una digna vergüenza y una avergonzada dignidad:
actitud de quien por sí mismo busca humillarse y abajarse, pero es capaz de
aceptar que el Señor lo ensalce en bien de la misión, sin creérselo».
TEXTO
ÍNTEGRO DE LA HOMILÍA
Después de la lectura del pasaje de Isaías,
al escuchar en labios de Jesús las palabras: «Hoy
mismo se ha cumplido esto que acaban de oír», bien podría haber
estallado un aplauso en la Sinagoga de Nazaret. Y luego podrían haber llorado
mansamente, con íntima alegría, como lloraba el pueblo cuando Nehemías y el
sacerdote Esdras le leían el libro de la Ley que habían encontrado
reconstruyendo el muro. Pero los evangelios nos dicen que hubo sentimientos
encontrados en los paisanos de Jesús: le pusieron distancia y le cerraron el
corazón. Primero, «todos hablaban bien de él, se
maravillaban de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc
4,22); pero después, una pregunta insidiosa fue ganando espacio: «¿Pero no es este el hijo de José, el carpintero?».
Y al final: «Se llenaron de ira» (Lc 4,28).
Lo querían despeñar… Se cumplía así lo que el anciano Simeón le había
profetizado a nuestra Señora: «Será bandera
discutida» (Lc 2,34). Jesús, con sus palabras y sus gestos, hace que se
muestre lo que cada hombre y mujer tiene en su corazón.
Y allí donde el Señor anuncia el evangelio
de la Misericordia incondicional del Padre para con los más pobres, los más
alejados y oprimidos, allí precisamente somos interpelados a optar, a «combatir el buen combate de la Fe» (1 Tm 6,12).
La lucha del Señor no es contra los hombres sino contra el demonio (cf. Ef
6,12), enemigo de la humanidad. Pero el Señor «pasa
en medio» de los que buscan detenerlo «y
sigue su camino» (Lc 4,30). Jesús no confronta para consolidar un
espacio de poder. Si rompe cercos y cuestiona seguridades es para abrir una
brecha al torrente de la Misericordia que, con el Padre y el Espíritu, desea
derramar sobre la tierra. Una Misericordia que procede de bien en mejor:
anuncia y trae algo nuevo: cura, libera y proclama el año de gracia del Señor.
La Misericordia de nuestro Dios es infinita
e inefable y expresamos el dinamismo de este misterio como una Misericordia
«siempre más grande», una Misericordia en camino, una Misericordia que cada día
busca el modo de dar un paso adelante, un pasito más allá, avanzando sobre las
tierras de nadie, en las que reinaba la indiferencia y la violencia.
Y esta fue la dinámica del buen Samaritano
que «practicó la misericordia» (Lc 10,37):
primer paso, se conmovió, se acercó al herido, vendó sus heridas, lo llevó a la
posada, se quedó esa noche y prometió volver a pagar lo que se gastara de más.
Esta es la dinámica de la Misericordia, que enlaza un pequeño gesto con otro, y
sin maltratar ninguna fragilidad, se extiende un poquito más en la ayuda y el
amor. Cada uno de nosotros, mirando su propia vida con la mirada buena de Dios,
puede hacer un ejercicio con la memoria y descubrir cómo ha practicado el Señor
su misericordia para con nosotros, cómo ha sido mucho más misericordioso de lo
que creíamos y, así, animarnos a desear y a pedirle que dé un pasito más, que
se muestre mucho más misericordioso en el futuro. «Muéstranos
Señor tu misericordia» (Sal 85,8). Esta manera paradójica de rezar a un
Dios siempre más misericordioso ayuda a romper esos moldes estrechos en los que
tantas veces encasillamos la sobreabundancia de su Corazón. Nos hace bien salir
de nuestros encierros, porque lo propio del Corazón de Dios es desbordarse de
misericordia, desparramarse, derrochando su ternura, de manera tal que siempre
sobre, ya que el Señor prefiere que se pierda algo antes de que falte una gota,
que muchas semillas se la coman los pájaros antes de que se deje de sembrar una
sola, ya que todas son capaces de portar fruto abundante, el 30, el 60 y hasta
el ciento por uno.
Y como sacerdotes, nosotros somos testigos
y ministros de la Misericordia siempre más grande de nuestro Padre; tenemos la
dulce y confortadora tarea de encarnarla, como hizo Jesús, que «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38), de mil
maneras, para que llegue a todos. Nosotros podemos contribuir a inculturarla, a
fin de que cada persona la reciba en su propia experiencia de vida y así la
pueda entender y practicar –creativamente– en el modo de ser propio de su
pueblo y de su familia y también de su persona.
Hoy, en este Jueves Santo del Año Jubilar
de la Misericordia, quisiera hablar de dos ámbitos en los que el Señor se
excede en su Misericordia. Dado que es él quien nos da ejemplo, no tenemos que
tener miedo a excedernos nosotros también: un ámbito es el del encuentro; el
otro, el de su perdón que nos avergüenza y dignifica.
El primer ámbito en el que vemos que Dios
se excede en una Misericordia siempre más grande, es en el encuentro. Él se da
todo y de manera tal que, en todo encuentro, directamente pasa a celebrar una
fiesta. En la parábola del Padre Misericordioso quedamos pasmados ante ese
hombre que corre, conmovido, a echarse al cuello de su hijo; cómo lo abraza y
lo besa y se preocupa de ponerle el anillo que lo hace sentir como igual, y las
sandalias del que es hijo y no empleado; y luego, cómo pone a todos en
movimiento y manda organizar una fiesta. Al contemplar siempre maravillados
este derroche de alegría del Padre, a quien el regreso de su hijo le permite
expresar su amor libremente, sin resistencias ni distancias, nosotros no
debemos tener miedo a exagerar en nuestro agradecimiento. La actitud podemos
tomarla de aquel pobre leproso, que al sentirse curado, deja a sus nueve
compañeros que van a cumplir lo que les mandó Jesús y vuelve a arrodillarse a
los pies del Señor, glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces.
La misericordia restaura todo y devuelve a
las personas a su dignidad original. Por eso, el agradecimiento efusivo es la
respuesta adecuada: hay que entrar rápido en la fiesta, ponerse el vestido,
sacarse los enojos del hijo mayor, alegrarse y festejar… Porque solo así,
participando plenamente en ese ámbito de celebración, uno puede después pensar
bien, uno puede pedir perdón y ver más claramente cómo podrá reparar el mal que
hizo. A todos nosotros, puede hacernos bien preguntarnos: Después de
confesarme, ¿festejo? O paso rápido a otra cosa, como cuando después de ir al
médico, uno ve que los análisis no dieron tan mal y los mete en el sobre y pasa
a otra cosa. Y cuando doy una limosna, ¿le doy tiempo al otro a que me exprese
su agradecimiento y festejo su sonrisa y esas bendiciones que nos dan los
pobres, o sigo apurado con mis cosas después de «dejar
caer la moneda»?
El otro ámbito en el que vemos que Dios se
excede en una Misericordia siempre más grande, es el perdón mismo. No solo
perdona deudas incalculables, como al siervo que le suplica y que luego se
mostrará mezquino con su compañero, sino que nos hace pasar directamente de la
vergüenza más vergonzante a la dignidad más alta sin pasos intermedios. El
Señor deja que la pecadora perdonada le lave familiarmente los pies con sus
lágrimas. Apenas Simón Pedro le confiesa su pecado y le pide que se aleje, Él
lo eleva a la dignidad de pescador de hombres. Nosotros, en cambio, tendemos a
separar ambas actitudes: cuando nos avergonzamos del pecado, nos escondemos y
andamos con la cabeza gacha, como Adán y Eva, y cuando somos elevados a alguna
dignidad tratamos de tapar los pecados y nos gusta hacernos ver, casi
pavonearnos.
Nuestra respuesta al perdón excesivo del
Señor debería consistir en mantenernos siempre en esa tensión sana entre una
digna vergüenza y una avergonzada dignidad: actitud de quien por sí mismo busca
humillarse y abajarse, pero es capaz de aceptar que el Señor lo ensalce en bien
de la misión, sin creérselo. El modelo que el Evangelio consagra, y que puede
servirnos cuando nos confesamos, es el de Pedro, que se deja interrogar
prolijamente sobre su amor y, al mismo tiempo, renueva su aceptación del
ministerio de pastorear las ovejas que el Señor le confía.
Para entrar más hondo en esta avergonzada
dignidad, que nos salva de creernos, más o menos, de lo que somos por gracia,
nos puede ayudar ver cómo en el pasaje de Isaías que el Señor lee hoy en su
Sinagoga de Nazaret, el Profeta continúa diciendo: «Ustedes
serán llamados sacerdotes del Señor, ministros de nuestro Dios» (Is
61,6). Es el pueblo pobre, hambreado, prisionero de guerra, sin futuro, el
pueblo sobrante y descartado, a quien el Señor convierte en pueblo sacerdotal.
Como sacerdotes, nos identificamos con ese
pueblo descartado, al que el Señor salva y recordamos que hay multitudes
incontables de personas pobres, ignorantes, prisioneras, que se encuentran en
esa situación porque otros los oprimen. Pero también recordamos que cada uno de
nosotros conoce en qué medida, tantas veces estamos ciegos de la luz linda de
la fe, no por no tener a mano el evangelio sino por exceso de teologías complicadas.
Sentimos que nuestra alma anda sedienta de espiritualidad, pero no por falta de
Agua Viva –que bebemos sólo en sorbos–, sino por exceso de espiritualidades
«gaseosas», de espiritualidades light. También nos sentimos prisioneros, pero
no rodeados como tantos pueblos, por infranqueables muros de piedra o de
alambrados de acero, sino por una mundanidad virtual que se abre o cierra con
un simple click. Estamos oprimidos pero no por amenazas ni empujones, como
tanta pobre gente, sino por la fascinación de mil propuestas de consumo que no
nos podemos quitar de encima para caminar, libres, por los senderos que nos
llevan al amor de nuestros hermanos, a los rebaños del Señor, a las ovejitas
que esperan la voz de sus pastores.
Y Jesús viene a rescatarnos, a hacernos
salir, para convertirnos de pobres y ciegos, de cautivos y oprimidos. en
ministros de misericordia y consolación. Y nos dice, con las palabras del
profeta Ezequiel al pueblo que se prostituyó y traicionó tanto a su Señor: «Yo me acordaré de la alianza que hice contigo cuando
eras joven… Y tú te acordarás de tu conducta y te avergonzarás de ella, cuando
recibas a tus hermanas, las mayores y las menores, y yo te las daré como hijas,
si bien no en virtud de tu alianza. Yo mismo restableceré mi alianza contigo, y
sabrás que yo soy el Señor. Así, cuando te haya perdonado todo lo que has
hecho, te acordarás y te avergonzarás, y la vergüenza ya no te dejará volver a
abrir la boca —oráculo del Señor—» (Ez 16,60-63).
En este Año Santo Jubilar, celebramos con
todo el agradecimiento de que sea capaz nuestro corazón, a nuestro Padre, y le
rogamos que «se acuerde siempre de su Misericordia»;
recibimos con avergonzada dignidad la Misericordia en la carne herida de
nuestro Señor Jesucristo y le pedimos que nos lave de todo pecado y nos libre
de todo mal; y con la gracia del Espíritu Santo nos comprometemos a comunicar
la Misericordia de Dios a todos los hombres, practicando las obras que el
Espíritu suscita en cada uno para el bien común de todo el pueblo fiel de Dios.
RV
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