El descendimiento, los
detalles de la preparación del cuerpo, la tumba...
[Extractos
de las visiones de la Beata Ana
Catalina Emmerich (1774-1824) sobre el descendimiento de la Cruz y el
embalsamamiento del cuerpo de Cristo, redactadas por el escritor Clemente Brentano (1778-1842) y
recogidas en el volumen La
amarga Pasión de Cristo (Voz de Papel), en
traducción de José María Sánchez de
Toca Catalá.]
El jardín de José de Arimatea
El jardín de José de Arimatea está cerca de la Puerta de Belén, por lo menos a siete minutos del monte Calvario, sobre una loma orientada a la muralla; es un hermoso jardín con grandes árboles, bancos y lugares sombreados; por uno de sus extremos sube hasta la muralla de la ciudad. Si se entra en él viniendo de la parte septentrional del valle, por la izquierda el terreno del jardín sube hasta la muralla, y a la derecha, al final del jardín, hay una peña aislada en la que está el sepulcro. Desde el camino de entrada del jardín se tuerce a la derecha para ir a la entrada de la gruta del sepulcro, que mira a Levante sobre la cuesta del jardín y la muralla de la ciudad. (…)
La tumba
El suelo de delante de la entrada a la cueva sepulcral está más alto que la propia entrada, pues la peña está aquí algo más honda, y hay que bajar a la puerta de la cueva por unos escalones, igual que en la sepultura pequeña del lado Este de la peña. Este acceso exterior está cerrado con zarzos. La cueva excavada en la peña es tan grande que pueden estar de pie junto a la pared cuatro hombres a la derecha y cuatro a la izquierda, y aún así, otros podrían pasar cómodamente entre ellos llevando el cadáver.
Hacia poniente, justo enfrente de la puerta, este espacio se redondea, y forma un nicho ancho y no muy alto, en el que la pared de roca se convierte en bóveda por encima del túmulo sepulcral, que tiene dos pies de alto. La superficie del túmulo está ahondada para acomodar un cadáver amortajado. Este túmulo está pegado a la pared por detrás como un altar, pero puede haber alguien de pie a su cabeza y a los pies, y otro más de pie delante del túmulo, incluso si están cerradas las puerta de esta cámara sepulcral.
La puerta de esta cámara sepulcral es de cobre o de otro metal y se abre en dos batientes hasta tocar las paredes laterales; no es vertical sino que cae algo inclinada hacia el nicho, y llega tan cerca del suelo que una piedra colocada delante puede impedir que se abra.
La piedra destinada a este uso yace ahora todavía delante de la entrada de la bóveda sepulcral, y sólo se pondrá delante de las puertas cerradas del sepulcro después de depositar al Señor. Es una piedra grande, algo redondeada por la parte de las puertas del sepulcro, porque tampoco es vertical la pared junto a ellas. Para volver a abrir las puertas, no se necesita primero rodar esta gran piedra fuera de la bóveda, lo que sería sumamente difícil a causa de la estrechez del espacio, sino que una cadena que cuelga del techo se sujeta a algunas argollas que tiene la piedra para eso, y varios hombres tirando de la cadena con grandes esfuerzos, la desplazan a un lado de la cueva, dejando libre las puertas del sepulcro.
Enfrente de la entrada de la gruta hay un banco de piedra en el jardín. (…) La gruta está muy limpiamente trabajada. (...)
El descendimiento
El descendimiento de Jesús de la cruz fue de una emoción indescriptible. Todo lo hicieron con tanto cuidado y precaución como si temieran hacer daño a Jesús. Estaban penetrados del mismo amor y devoción al santo cuerpo que habían sentido por el Santo de los Santos mientras vivió. Todos los presentes miraban sin moverse al cuerpo del Señor, y acompañaban cada movimiento levantando los brazos, con lágrimas y con todos los gestos del dolor y la preocupación. Pero todos estaban tranquilos, y los hombres que trabajaban, con un respeto instintivo, como realizando un acto santo, sólo se hablaban poco y a media voz uno a otro para indicarse algún tipo de ayuda.
Cuando sonaron los martillazos con los que sacaban los clavos, María y Magdalena, y todos los que vivieron la crucifixión, se desgarraron otra vez de dolor, pues el sonido de estos golpes les recordó cómo clavaron cruelmente a Jesús. Todos temblaban esperando volver a oir los claros gritos de dolor de Jesús, pero se afligieron por su muerte al comprobar el silencio de su santa boca. (…)
Preparan el cuerpo de Jesús para el entierro
La Santísima Virgen estaba sentada sobre una manta extendida; la espalda y la rodilla derecha un poco levantada, las tenía apoyadas en un bulto, tal vez mantos enrollados, para aliviarla dolor y esfuerzo en su triste trabajo de amor con el cadáver de su hijo asesinado que los hombres habían depositado sobre un lienzo en su regazo. La sagrada cabeza de Jesús estaba reclinada en la rodilla algo levantada de María y su cuerpo estaba extendido sobre el lienzo. El dolor y el amor de la Santísima Virgen eran muy grandes pues tenía de nuevo en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo al que no había podido dar ninguna prueba de amor en todo su martirio y al mirar sus heridas vió los espantosos maltratos de este santo cuerpo y besó sus santas mejillas ensangrentadas justo debajo de los ojos. Magdalena reposó su rostro encima de sus pies.
(…) Lo tenían todo previsto. Las mujeres tenían a su lado recipientes de cuero para agua que podían abrirse o aplanarse y amontonarse, así como una olla con agua en una lumbre de carbón. Las mujeres alcanzaban alternativamente a María y a Magdalena cubetas de agua limpia y más esponjas, y estrujaban las usadas en los recipientes de cuero. Me parece que los ramitos redondos que las vi exprimir eran esponjas.
Dentro de su dolor indecible, a la Santísima Virgen la animaba una voluntad muy firme, a pesar de su dolor no podía dejar el santo cuerpo con las huellas del suplicio y los ultrajes e inmediatamente empezó a limpiar y a cuidar el santo cuerpo con actividad incesante.
Con mucha paciencia y con ayuda de las demás, quitó la corona de espinas de la cabeza de Jesús abriéndola por detrás. Para que las heridas de las espinas clavadas en la cabeza no se ensancharan al moverla, tuvieron que cortar espinas sueltas de la corona. Pusieron la corona al lado de los clavos, y entonces María, sirviéndose de unas pinzas de muelle amarillas, largas y redondas, quitó una a una de las heridas de la cabeza del Señor las largas puntas de espina y los fragmentos que se habían quedado clavados y se las mostró tristemente a quienes la acompañaban en el dolor. Algunas de estas espinas las pusieron con la corona, pero otras las debieron guardar como reliquias.
La faz del Señor casi no se podía reconocer de lo desfigurada que estaba por la sangre y las heridas. La barba y el pelo estaban desgreñados y completamente apegotonados con sangre. María lavó la pobre cabeza y la cara de Jesús y retiró la sangre seca de los cabellos con esponjas húmedas, y a medida que lo lavaba se iba haciendo más visible el cruel maltrato a Jesús. (…)
Las santas mujeres se arrodillaban alternativamente frente a ella para alcanzarle una caja de la que sacaba con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, ungüento u otra cosa muy costosa, con la que untaba y llenaba las heridas. También roció el pelo con ungüento y la vi que sostenía las manos de Jesús con su mano izquierda, las besaba con veneración y luego llenó las anchas heridas de los clavos con aquel ungüento o especia que también puso en las aberturas de la nariz, los oídos y en la herida del costado. Magdalena estaba la mayor parte del tiempo con los pies de Jesús, ora secándolos y ungiéndolos, ora regándolos de nuevo con sus lágrimas, y a menudo reposaba su cara sobre ellos. (…)
Cuando la santísima Virgen ungió todas las heridas, envolvió la cabeza con vendas, pero todavía no le puso el sudario para taparle la cara. Cerró los ojos entreabiertos de Jesús y puso su mano algún tiempo sobre ellos. Cerró la boca del Señor y abrazó el sagrado cuerpo de su Hijo, y dejó caer su rostro llorando sobre el de Jesús. Por respeto, la cara de Magdalena no tocó el rostro del Señor, sino que solo descansó en sus pies.
El embalsamamiento
José y Nicodemo ya hacía rato que esperaban en la inmediación, cuando Juan se acercó a la Santísima Virgen con el ruego de que se separase de su Hijo para que pudieran prepararlo para el sepulcro, porque se acercaba el sabbat. María abrazó en su interior una vez más el cuerpo de Jesús y se despidió de Él con palabras conmovedoras. Entonces los hombres levantaron el santo cuerpo de Jesús en el lienzo que estaba en el regazo de su Madre y lo llevaron al sitio donde iban a prepararlo. (…)
Ahora llevaron el santo cuerpo un trecho más abajo de la cumbre del Gólgota, donde hay una hondonada del monte que tiene una bonita superficie llana. Aquí los hombres habían preparado el sitio para embalsamar. (…) Lo estuvieron lavando el tiempo suficiente para que el agua que exprimían de las esponjas saliera clara y transparente.
Después lo lavaron con agua de mirra y vi que depositaron el santo cuerpo en el suelo y lo estiraron respetuosamente con sus manos, pues hacia la mitad y en las rodillas estaba en la forma en que se había desplomado al morir en la cruz, un poco retorcido y muy rígido.
Enseguida le pusieron por debajo una pieza de tela de tres codos de largo y una de ancho; llenaron su regazo completamente con finos estambres rizados de plantas como el azafrán y con ramitos de hierbas parecidos a los ramos verdes que veo en los platitos dorados con borde azul de la mesa celestial, y esparcieron sobre todo ello unos polvos que Nicodemo había traído en una cajita. Luego envolvieron todas las especias del vientre con la pieza de tela que estaba debajo, sacaron el extremo entre las piernas y lo estiraron sobre el bajo vientre, donde lo ciñeron incluyendo la tela y envolviendo fuerte. Despues de envolverlo, ungieron todas las heridas de los lomos, las espolvorearon con especias y colocaron ramitos de hierbas entre las piernas hasta los pies, y envolvieron las piernas de abajo arriba con estos aromas.
Entonces Juan llevó allí a la Santísima Virgen y a las otras santas mujeres. María se arrodilló junto a la cabeza de Jesús y puso debajo de ella un lienzo muy fino que le había dado Claudia Prócula, la mujer de Pilatos, y que se había puesto alrededor del cuello y debajo del manto; y después, entre ella y las otras santas mujeres, llenaron el espacio entre los hombros y la cabeza alrededor del cuello hasta las mejillas de Jesús con ramitos de hierbas, y aquellos finos estambres y polvos, tras lo cual envolvió todo firmemente con aquel lienzo en torno a la cabeza y los hombros.
Magdalena vertió además un frasquito entero de esencia en la llaga del costado, y las santas mujeres le pusieron también aromas en las manos alrededor y por debajo de los pies. En seguida los hombres llenaron los huecos de las axilas con especias, y cubrieron con ellas el plexo solar y llenaron todos los espacios alrededor del cuerpo. Cruzaron los rígidos brazos sobre el regazo, y apretaron la gran sábana blanca alrededor de su cuerpo y de los aromas hasta el pecho lo mismo que se envuelve a un niño pequeño. Luego sujetaron el extremo de una ancha venda bajo la axila cerrada de un brazo y lo envolvieron levantándo con las manos la cabeza y luego todo el cuerpo, que así tomó el aspecto de un bebé envuelto en pañales.
Acto seguido pusieron el cuerpo del Señor encima de la gran sábana de seis codos que había comprado José de Arimatea, y lo envolvieron en ella. Estaba tendido atravesado, una esquina de la sábana doblada desde los pies hasta el pecho, y la otra sobre la cabeza y los hombros; los lados los arrollaron en torno al cuerpo. (…)
El entierro
Los hombres pusieron entonces el sagrado cuerpo en una camilla de cuero, la cubrieron con un cobertor pardo y empujando metieron dos pértigas, una por cada lado; lo que me recordó mucho el Arca de la Alianza. Nicodemo y José llevaban al hombro las andas por delante y Abenádar y Juan, las de atrás. (…)
Marchaban delante un par de soldados con antorchas retorcidas, pues en la gruta haría falta luz; anduvieron por el valle camino del jardín unos siete minutos cantando salmos en tono dulce y lastimero. En una altura al otro lado del valle vi a Santiago el Mayor, hermano de Juan, que miraba la comitiva y luego se volvió para anunciarlo a los discípulos de las cuevas. (…)
La comitiva hizo alto a la entrada del jardín para abrirlo levantando algunas estacas que después sirvieron de palancas para rodar hasta la gruta la piedra que debía cerrar la puerta del sepulcro. Antes de llegar a la peña del sepulcro, abrieron las angarillas donde llevaban el cadáver y sacaron el santo cuerpo sobre una tabla estrecha, bajo la cual extendieron de través un paño. Nicodemo y José llevaban los extremos de la tabla y los otros dos el paño atravesado.
Los criados de Nicodemo habían limpiado y sahumado la gruta del sepulcro, que todavía era nueva; estaba muy elegante y dentro la habían labrado por arriba dentro un hermoso friso. El lecho sepulcral era algo más ancho por la cabeza que por los pies, y habían ahondado en él la figura de un cuerpo envuelto, con un pequeño realce a la cabeza y a los pies.
Las santas mujeres se sentaron en un asiento frente a la entrada de la gruta. Los cuatro hombres bajaron el cuerpo dentro de la gruta, lo depositaron, llenaron con especias parte del hueco del lecho sepulcral, extendieron un lienzo encima y dejaron el santo cuerpo sobre él. El paño puesto por debajo colgaba todavía por encima del soporte.
Le demostraron una vez más su amor con lágrimas y abrazos y salieron de la cueva. Entró en ella la Santísima Virgen y vi que se sentó a la cabecera del túmulo sepulcral, que estaba unos dos pies de alto por encima del suelo, y se inclinó llorando sobre el cadáver de su niño. Cuando salió de la cueva, Magdalena se precipitó a entrar; y esparció por encima del santo cuerpo ramas y flores que había recogido en el jardín. Se retorcía las manos y abrazó llorando los pies de Jesús. Pero como los hombres la avisaron desde fuera que tenían que cerrar, salió y volvió al sitio de las mujeres.
Los hombres cubrieron entonces el santo cuerpo con la cobertura que colgaba, y pusieron el cobertor pardo encima de todo el lecho sepulcral. Cerraron las puertas, que eran pardas, probablemente de cobre o de hierro, delante de la cual todavía venía una estaca vertical y otra atravesada que parecían una cruz. (…)
La gran piedra destinada a obturar el sepulcro, que estaba aún delante de la cueva, tenía aproximadamente la forma de un cofre o de un túmulo funerario; un hombre podría estar encima completamente estirado. Era muy pesada y los hombres la rodaron con las palancas que quitaron a la entrada del jardín hasta meterla en el zaguán de la cueva y ponerla ante las puertas cerradas del sepulcro. En la entrada exterior del zaguán pusieron una puerta ligera de zarzos.
En la cueva todo se hizo a la luz de las antorchas porque estaba oscura. Durante el entierro he visto varios hombres en las inmediaciones del jardín, que andaban por allí tímidos y tristes; creo que eran discípulos atraídos a la cueva a través del valle por el relato de Abenádar, pero volvieron a marcharse.
El jardín de José de Arimatea
El jardín de José de Arimatea está cerca de la Puerta de Belén, por lo menos a siete minutos del monte Calvario, sobre una loma orientada a la muralla; es un hermoso jardín con grandes árboles, bancos y lugares sombreados; por uno de sus extremos sube hasta la muralla de la ciudad. Si se entra en él viniendo de la parte septentrional del valle, por la izquierda el terreno del jardín sube hasta la muralla, y a la derecha, al final del jardín, hay una peña aislada en la que está el sepulcro. Desde el camino de entrada del jardín se tuerce a la derecha para ir a la entrada de la gruta del sepulcro, que mira a Levante sobre la cuesta del jardín y la muralla de la ciudad. (…)
La tumba
El suelo de delante de la entrada a la cueva sepulcral está más alto que la propia entrada, pues la peña está aquí algo más honda, y hay que bajar a la puerta de la cueva por unos escalones, igual que en la sepultura pequeña del lado Este de la peña. Este acceso exterior está cerrado con zarzos. La cueva excavada en la peña es tan grande que pueden estar de pie junto a la pared cuatro hombres a la derecha y cuatro a la izquierda, y aún así, otros podrían pasar cómodamente entre ellos llevando el cadáver.
Hacia poniente, justo enfrente de la puerta, este espacio se redondea, y forma un nicho ancho y no muy alto, en el que la pared de roca se convierte en bóveda por encima del túmulo sepulcral, que tiene dos pies de alto. La superficie del túmulo está ahondada para acomodar un cadáver amortajado. Este túmulo está pegado a la pared por detrás como un altar, pero puede haber alguien de pie a su cabeza y a los pies, y otro más de pie delante del túmulo, incluso si están cerradas las puerta de esta cámara sepulcral.
La puerta de esta cámara sepulcral es de cobre o de otro metal y se abre en dos batientes hasta tocar las paredes laterales; no es vertical sino que cae algo inclinada hacia el nicho, y llega tan cerca del suelo que una piedra colocada delante puede impedir que se abra.
La piedra destinada a este uso yace ahora todavía delante de la entrada de la bóveda sepulcral, y sólo se pondrá delante de las puertas cerradas del sepulcro después de depositar al Señor. Es una piedra grande, algo redondeada por la parte de las puertas del sepulcro, porque tampoco es vertical la pared junto a ellas. Para volver a abrir las puertas, no se necesita primero rodar esta gran piedra fuera de la bóveda, lo que sería sumamente difícil a causa de la estrechez del espacio, sino que una cadena que cuelga del techo se sujeta a algunas argollas que tiene la piedra para eso, y varios hombres tirando de la cadena con grandes esfuerzos, la desplazan a un lado de la cueva, dejando libre las puertas del sepulcro.
Enfrente de la entrada de la gruta hay un banco de piedra en el jardín. (…) La gruta está muy limpiamente trabajada. (...)
El descendimiento
El descendimiento de Jesús de la cruz fue de una emoción indescriptible. Todo lo hicieron con tanto cuidado y precaución como si temieran hacer daño a Jesús. Estaban penetrados del mismo amor y devoción al santo cuerpo que habían sentido por el Santo de los Santos mientras vivió. Todos los presentes miraban sin moverse al cuerpo del Señor, y acompañaban cada movimiento levantando los brazos, con lágrimas y con todos los gestos del dolor y la preocupación. Pero todos estaban tranquilos, y los hombres que trabajaban, con un respeto instintivo, como realizando un acto santo, sólo se hablaban poco y a media voz uno a otro para indicarse algún tipo de ayuda.
Cuando sonaron los martillazos con los que sacaban los clavos, María y Magdalena, y todos los que vivieron la crucifixión, se desgarraron otra vez de dolor, pues el sonido de estos golpes les recordó cómo clavaron cruelmente a Jesús. Todos temblaban esperando volver a oir los claros gritos de dolor de Jesús, pero se afligieron por su muerte al comprobar el silencio de su santa boca. (…)
Preparan el cuerpo de Jesús para el entierro
La Santísima Virgen estaba sentada sobre una manta extendida; la espalda y la rodilla derecha un poco levantada, las tenía apoyadas en un bulto, tal vez mantos enrollados, para aliviarla dolor y esfuerzo en su triste trabajo de amor con el cadáver de su hijo asesinado que los hombres habían depositado sobre un lienzo en su regazo. La sagrada cabeza de Jesús estaba reclinada en la rodilla algo levantada de María y su cuerpo estaba extendido sobre el lienzo. El dolor y el amor de la Santísima Virgen eran muy grandes pues tenía de nuevo en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo al que no había podido dar ninguna prueba de amor en todo su martirio y al mirar sus heridas vió los espantosos maltratos de este santo cuerpo y besó sus santas mejillas ensangrentadas justo debajo de los ojos. Magdalena reposó su rostro encima de sus pies.
(…) Lo tenían todo previsto. Las mujeres tenían a su lado recipientes de cuero para agua que podían abrirse o aplanarse y amontonarse, así como una olla con agua en una lumbre de carbón. Las mujeres alcanzaban alternativamente a María y a Magdalena cubetas de agua limpia y más esponjas, y estrujaban las usadas en los recipientes de cuero. Me parece que los ramitos redondos que las vi exprimir eran esponjas.
Dentro de su dolor indecible, a la Santísima Virgen la animaba una voluntad muy firme, a pesar de su dolor no podía dejar el santo cuerpo con las huellas del suplicio y los ultrajes e inmediatamente empezó a limpiar y a cuidar el santo cuerpo con actividad incesante.
Con mucha paciencia y con ayuda de las demás, quitó la corona de espinas de la cabeza de Jesús abriéndola por detrás. Para que las heridas de las espinas clavadas en la cabeza no se ensancharan al moverla, tuvieron que cortar espinas sueltas de la corona. Pusieron la corona al lado de los clavos, y entonces María, sirviéndose de unas pinzas de muelle amarillas, largas y redondas, quitó una a una de las heridas de la cabeza del Señor las largas puntas de espina y los fragmentos que se habían quedado clavados y se las mostró tristemente a quienes la acompañaban en el dolor. Algunas de estas espinas las pusieron con la corona, pero otras las debieron guardar como reliquias.
La faz del Señor casi no se podía reconocer de lo desfigurada que estaba por la sangre y las heridas. La barba y el pelo estaban desgreñados y completamente apegotonados con sangre. María lavó la pobre cabeza y la cara de Jesús y retiró la sangre seca de los cabellos con esponjas húmedas, y a medida que lo lavaba se iba haciendo más visible el cruel maltrato a Jesús. (…)
Las santas mujeres se arrodillaban alternativamente frente a ella para alcanzarle una caja de la que sacaba con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, ungüento u otra cosa muy costosa, con la que untaba y llenaba las heridas. También roció el pelo con ungüento y la vi que sostenía las manos de Jesús con su mano izquierda, las besaba con veneración y luego llenó las anchas heridas de los clavos con aquel ungüento o especia que también puso en las aberturas de la nariz, los oídos y en la herida del costado. Magdalena estaba la mayor parte del tiempo con los pies de Jesús, ora secándolos y ungiéndolos, ora regándolos de nuevo con sus lágrimas, y a menudo reposaba su cara sobre ellos. (…)
Cuando la santísima Virgen ungió todas las heridas, envolvió la cabeza con vendas, pero todavía no le puso el sudario para taparle la cara. Cerró los ojos entreabiertos de Jesús y puso su mano algún tiempo sobre ellos. Cerró la boca del Señor y abrazó el sagrado cuerpo de su Hijo, y dejó caer su rostro llorando sobre el de Jesús. Por respeto, la cara de Magdalena no tocó el rostro del Señor, sino que solo descansó en sus pies.
El embalsamamiento
José y Nicodemo ya hacía rato que esperaban en la inmediación, cuando Juan se acercó a la Santísima Virgen con el ruego de que se separase de su Hijo para que pudieran prepararlo para el sepulcro, porque se acercaba el sabbat. María abrazó en su interior una vez más el cuerpo de Jesús y se despidió de Él con palabras conmovedoras. Entonces los hombres levantaron el santo cuerpo de Jesús en el lienzo que estaba en el regazo de su Madre y lo llevaron al sitio donde iban a prepararlo. (…)
Ahora llevaron el santo cuerpo un trecho más abajo de la cumbre del Gólgota, donde hay una hondonada del monte que tiene una bonita superficie llana. Aquí los hombres habían preparado el sitio para embalsamar. (…) Lo estuvieron lavando el tiempo suficiente para que el agua que exprimían de las esponjas saliera clara y transparente.
Después lo lavaron con agua de mirra y vi que depositaron el santo cuerpo en el suelo y lo estiraron respetuosamente con sus manos, pues hacia la mitad y en las rodillas estaba en la forma en que se había desplomado al morir en la cruz, un poco retorcido y muy rígido.
Enseguida le pusieron por debajo una pieza de tela de tres codos de largo y una de ancho; llenaron su regazo completamente con finos estambres rizados de plantas como el azafrán y con ramitos de hierbas parecidos a los ramos verdes que veo en los platitos dorados con borde azul de la mesa celestial, y esparcieron sobre todo ello unos polvos que Nicodemo había traído en una cajita. Luego envolvieron todas las especias del vientre con la pieza de tela que estaba debajo, sacaron el extremo entre las piernas y lo estiraron sobre el bajo vientre, donde lo ciñeron incluyendo la tela y envolviendo fuerte. Despues de envolverlo, ungieron todas las heridas de los lomos, las espolvorearon con especias y colocaron ramitos de hierbas entre las piernas hasta los pies, y envolvieron las piernas de abajo arriba con estos aromas.
Entonces Juan llevó allí a la Santísima Virgen y a las otras santas mujeres. María se arrodilló junto a la cabeza de Jesús y puso debajo de ella un lienzo muy fino que le había dado Claudia Prócula, la mujer de Pilatos, y que se había puesto alrededor del cuello y debajo del manto; y después, entre ella y las otras santas mujeres, llenaron el espacio entre los hombros y la cabeza alrededor del cuello hasta las mejillas de Jesús con ramitos de hierbas, y aquellos finos estambres y polvos, tras lo cual envolvió todo firmemente con aquel lienzo en torno a la cabeza y los hombros.
Magdalena vertió además un frasquito entero de esencia en la llaga del costado, y las santas mujeres le pusieron también aromas en las manos alrededor y por debajo de los pies. En seguida los hombres llenaron los huecos de las axilas con especias, y cubrieron con ellas el plexo solar y llenaron todos los espacios alrededor del cuerpo. Cruzaron los rígidos brazos sobre el regazo, y apretaron la gran sábana blanca alrededor de su cuerpo y de los aromas hasta el pecho lo mismo que se envuelve a un niño pequeño. Luego sujetaron el extremo de una ancha venda bajo la axila cerrada de un brazo y lo envolvieron levantándo con las manos la cabeza y luego todo el cuerpo, que así tomó el aspecto de un bebé envuelto en pañales.
Acto seguido pusieron el cuerpo del Señor encima de la gran sábana de seis codos que había comprado José de Arimatea, y lo envolvieron en ella. Estaba tendido atravesado, una esquina de la sábana doblada desde los pies hasta el pecho, y la otra sobre la cabeza y los hombros; los lados los arrollaron en torno al cuerpo. (…)
El entierro
Los hombres pusieron entonces el sagrado cuerpo en una camilla de cuero, la cubrieron con un cobertor pardo y empujando metieron dos pértigas, una por cada lado; lo que me recordó mucho el Arca de la Alianza. Nicodemo y José llevaban al hombro las andas por delante y Abenádar y Juan, las de atrás. (…)
Marchaban delante un par de soldados con antorchas retorcidas, pues en la gruta haría falta luz; anduvieron por el valle camino del jardín unos siete minutos cantando salmos en tono dulce y lastimero. En una altura al otro lado del valle vi a Santiago el Mayor, hermano de Juan, que miraba la comitiva y luego se volvió para anunciarlo a los discípulos de las cuevas. (…)
La comitiva hizo alto a la entrada del jardín para abrirlo levantando algunas estacas que después sirvieron de palancas para rodar hasta la gruta la piedra que debía cerrar la puerta del sepulcro. Antes de llegar a la peña del sepulcro, abrieron las angarillas donde llevaban el cadáver y sacaron el santo cuerpo sobre una tabla estrecha, bajo la cual extendieron de través un paño. Nicodemo y José llevaban los extremos de la tabla y los otros dos el paño atravesado.
Los criados de Nicodemo habían limpiado y sahumado la gruta del sepulcro, que todavía era nueva; estaba muy elegante y dentro la habían labrado por arriba dentro un hermoso friso. El lecho sepulcral era algo más ancho por la cabeza que por los pies, y habían ahondado en él la figura de un cuerpo envuelto, con un pequeño realce a la cabeza y a los pies.
Las santas mujeres se sentaron en un asiento frente a la entrada de la gruta. Los cuatro hombres bajaron el cuerpo dentro de la gruta, lo depositaron, llenaron con especias parte del hueco del lecho sepulcral, extendieron un lienzo encima y dejaron el santo cuerpo sobre él. El paño puesto por debajo colgaba todavía por encima del soporte.
Le demostraron una vez más su amor con lágrimas y abrazos y salieron de la cueva. Entró en ella la Santísima Virgen y vi que se sentó a la cabecera del túmulo sepulcral, que estaba unos dos pies de alto por encima del suelo, y se inclinó llorando sobre el cadáver de su niño. Cuando salió de la cueva, Magdalena se precipitó a entrar; y esparció por encima del santo cuerpo ramas y flores que había recogido en el jardín. Se retorcía las manos y abrazó llorando los pies de Jesús. Pero como los hombres la avisaron desde fuera que tenían que cerrar, salió y volvió al sitio de las mujeres.
Los hombres cubrieron entonces el santo cuerpo con la cobertura que colgaba, y pusieron el cobertor pardo encima de todo el lecho sepulcral. Cerraron las puertas, que eran pardas, probablemente de cobre o de hierro, delante de la cual todavía venía una estaca vertical y otra atravesada que parecían una cruz. (…)
La gran piedra destinada a obturar el sepulcro, que estaba aún delante de la cueva, tenía aproximadamente la forma de un cofre o de un túmulo funerario; un hombre podría estar encima completamente estirado. Era muy pesada y los hombres la rodaron con las palancas que quitaron a la entrada del jardín hasta meterla en el zaguán de la cueva y ponerla ante las puertas cerradas del sepulcro. En la entrada exterior del zaguán pusieron una puerta ligera de zarzos.
En la cueva todo se hizo a la luz de las antorchas porque estaba oscura. Durante el entierro he visto varios hombres en las inmediaciones del jardín, que andaban por allí tímidos y tristes; creo que eran discípulos atraídos a la cueva a través del valle por el relato de Abenádar, pero volvieron a marcharse.
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