“¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo
recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo,
y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible.
Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando
golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que,
habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado” (1ª. Corintios 9:24-27)
LA ASCESIS CRISTIANA
La ascesis ocupa un lugar importante en el Evangelio y en la tradición
cristiana, donde ha conocido, por otra parte, muchas variaciones. Nuestra
actual desconfianza respecto a ella se explica, en parte, por nuestra reacción
contra una concepción de la vida cristiana que ponía el acento en las
privaciones y las penitencias, sin subrayar suficientemente el primado de la
caridad. Con todo, no podemos prescindir de la ascesis, porque garantiza la
participación del cuerpo en la vida espiritual y garantiza su realismo. En
consecuencia, se hace necesario explicar qué es la ascesis, a fin de volver a
descubrir, a la luz del Evangelio y de la experiencia, su valor positivo y su
papel efectivo.
ETIMOLOGÍA DEL TÉRMINO
‘ASCESIS’
La palabra ascesis designaba en el griego clásico los ejercicios
metódicos que servían para el entrenamiento físico de los atletas y los soldados.
Por analogía, designa en filosofía a Ios desprendimientos y los esfuerzos
necesarios para adquirir la virtud, para alcanzar la sabiduría. San Pablo
retorna la comparación con las competiciones de atletas en el estadio, tal como
consta en el texto de 1ª. Corintios del inicio de este estudio; la aplica a la
vida cristiana y confiere a la ascesis un sentido religioso que volveremos a
encontrar en los Padres. Para éstos la ascesis designa el régimen de vida
ordenado a la perfección evangélica, especialmente en el estado de continencia
o en la profesión monástica. En la época moderna, la ascesis hace pensar sobre
todo en las privaciones y en las penitencias físicas asociadas a la vida
espiritual.
En teología, la ascesis dará su nombre a la parte de la doctrina
espiritual, la ascética, que estudia la búsqueda de la perfección mediante el
esfuerzo personal y el uso de prácticas de penitencia para luchar contra los
defectos y adquirir las virtudes.
Aunque pueda significar la vida espiritual en su conjunto, el término
ascesis tiene como base, en todas estas acepciones, los ejercicios y las
privaciones de orden corporal que incluye la disciplina moral. Podemos decir
entonces que la ascesis es el aspecto de la participación del cuerpo en la vida
espiritual.
LA ASCESIS EVANGÉLICA
El Sermón de la montaña, recuperando la doctrina judía de las buenas
obras, otorga un espacio importante a la ascesis, bajo la forma del ayuno, en
relación con la limosna y la oración; pero también ahonda el alcance de la
misma y modifica su espíritu. Para ser auténtico, el ayuno debe ser practicado,
no como un precepto exterior que los hombres pueden ver y alabar, sino para
complacer al Padre que ve en lo escondido, sin dejar de lado esa nota de
alegría y de discreción que indica la recomendación de perfumarse la cabeza y
lavarse la cara. El verdadero ayuno recibe, por tanto, su valor al nivel del
corazón, en relación con la oración dirigida al Padre: ‘Cuando ayunéis no
pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los
hombres vean que ayunan; en verdad os digo que ya recibieron su paga. Tú, en
cambio, cuando ayunes perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea
visto, no por los hombres, sino por tu Padre, que está allí, en lo secreto; y
tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará’ (Mt 6, 16-18).
El Señor no se contentó con predicar la ascesis. Él mismo comenzó su
misión apostólica, a la manera de Moisés y de Elías, sometiéndose a un ayuno de
cuarenta días en la soledad del desierto. De este modo inauguró su combate
espiritual con Satán en el transcurso de una triple tentación, la primera de
las cuales toma como ocasión el hambre causada por el ayuno. La réplica de
Jesús a la proposición de cambiar las piedras en pan nos revela el sentido del
ayuno cristiano: está ordenado a la escucha de la Palabra de Dios, cómo único
alimento capaz de calmar el hambre espiritual, y al reconocimiento de Jesús
como el Hijo de Dios que nos dispensa esta Palabra. Este será también el
sentido de la cuarta bienaventuranza: «Bienaventurados los que tienen hambre y
sed de justicia, porque serán saciados». El relato de las tentaciones en el
desierto nos presenta el modelo del combate espiritual y de la ascesis que nos
prepara para entablarlo.
La posición de Jesús en relación con el ayuno es claramente más libre
que la de los fariseos y los discípulos de Juan el Bautista. A estos últimos,
que le preguntan asombrados por qué sus discípulos no siguen las prácticas
tradicionales, les da Jesús una respuesta que supera el plan de las
observancias y revela la nueva dimensión que toma con Él el ayuno: ‘¿Pueden
acaso Ios invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos?
Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán’ (Mt 9,
15). Es, por consiguiente, la relación de fe y de amor con Jesús, como ‘el
novio’, lo que determina el sentido y la práctica del ayuno para sus
discípulos. El ayuno queda renovado en virtud de su vínculo con la persona de
Cristo, con su presencia o su ausencia en las etapas de la obra de la
salvación.
La ascesis cristiana queda así asociada al misterio de la Pasión y de la
Resurrección al que nos unen la fe y el bautismo. Eso es lo que la Iglesia ha
comprendido y aplicado perfectamente en su liturgia al instaurar el ayuno
cuaresmal, preparatorio para las celebraciones pascuales.
El ayuno no tiene, pues, un valor en sí como una observancia impuesta,
como una obra religiosa que el hombre pudiera hacer valer ante Dios o ante los
hombres; su práctica se vuelve relativa a la vida nueva que engendra la fe en
Jesús. Es una participación en el combate decisivo contra el mal, que Cristo ha
llevado a cabo victoriosamente durante su Pasión y que continúa tanto en su
Iglesia como en la vida de los discípulos.
LA ASCESIS EN SAN PABLO
San Pablo desarrolla la doctrina evangélica a partir del bautismo, que
nos hace morir al pecado sepultándonos con Cristo en su muerte, a fin de que,
resucitados con él, vivamos también nosotros una vida nueva: ‘Fuimos, pues, con
Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo
resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también
nosotros vivamos una vida nueva’ (Romanos 6:4).
La obra del bautismo prosigue durante toda la vida del cristiano. El
Apóstol lo muestra describiendo el combate espiritual con ayuda de dos temas
capitales, que nos presentan a la ascesis como una muerte para la vida, como
una muerte a nosotros mismos para vivir con Cristo. Viene, en primer lugar, la
lucha entre el Espíritu de Cristo, que habita en nosotros, y la carne, cuyo
deseo desemboca en el pecado y en la muerte.
La ascesis cristiana está, pues, al servicio del Espíritu Santo, que
forma en nosotros y hace crecer al hombre interior. Bajo su impulso esta ascesis
se ampliará contribuyendo a hacernos vivir, gracias a la caridad, como miembros
del Cuerpo de Cristo, edificado y regido por el mismo Espíritu. De este modo,
la ascesis adquiere la dimensión comunitaria y eclesial que la liturgia ha
asumido tradicionalmente.
EL ESPÍRITU Y EL CUERPO
Conviene completar esta doctrina, brevemente esbozada, tomando en
consideración el importante lugar otorgado al cuerpo en el Nuevo Testamento.
Nosotros no tenemos una excesiva tendencia a comprender la ascesis desde
una perspectiva de separación, de oposición incluso entre el cuerpo y el alma,
como la que se atribuye habitualmente a la filosofía platónica, sino que, de
hecho, nuestra comprensión proviene sobre todo de las consideraciones entre la
mente, cuya dote es el pensamiento, y el cuerpo, ligado a la materia y sometido
a la influencia de las pasiones. Este dualismo, difundido en nuestra cultura
clásica, ha engendrado un cierto desprecio del cuerpo, lo que explica el
aspecto pesimista y mortificante tomado por la ascesis en el transcurso de los
últimos siglos.
La reacción actual en favor del cuerpo y de la liberación de sus
apetitos sigue siendo tributaria de esta oposición y conduce a los excesos
contrarios. Ahora se evita hablar del alma y de la castidad; se duda en reconocer
la especificidad de una dimensión espiritual en la vida humana. Por eso la
ascesis pierde en este ámbito su sentido y su lugar; se la acusa de ser
opresiva y contraria al desarrollo integral de la persona y se la considera
sospechosa de morbidez.
De hecho, en el Nuevo Testamento, especialmente en san Pablo, el cuerpo
juega un papel esencial en relación directa con la acción del Espíritu Santo.
La doctrina ascética del Evangelio, al concentrarse en torno a la persona de
Cristo, se reproduce, en cierto modo, del misterio de la Encarnación y de la
Redención. En su cuerpo, formado por el Espíritu en el seno de la Virgen María,
fue donde Cristo sufrió la Pasión y la muerte; este mismo cuerpo fue el que
resucitó por el poder del Espíritu. Al cuerpo de Cristo nos unen igualmente los
sacramentos: primero, el bautismo, bajo el signo del agua en que es sumergido
nuestro cuerpo para ser purificado y revivir; a continuación, la Eucaristía,
bajo el signo del pan y del vino, convertidos para nosotros en el Cuerpo y la
Sangre del Señor en memoria de su Pasión.
La catequesis moral de la carta a los Romanos nos invita a considerar
nuestro cuerpo y, con él, toda nuestra persona–, como la materia del culto
nuevo: ‘Os exhorto a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva,
santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual’ (Romanos 12:1). Una
ofrenda semejante transforma la vida cristiana en una liturgia, que asume tanto
las realidades más humildes como las más concretas, hace de los cristianos
miembros activos del Cuerpo de Cristo y ‘miembros los unos de los otros’,
ejerciendo cada uno para el bien de todos los dones que ha recibido del único
Espíritu (Romanos 12:4). Aunque no esté mencionada explícitamente en este
pasaje, la liturgia eucarística, donde la fe nos hace ‘discernir el Cuerpo del
Señor’ (1ª. Corintios 11:29), está incluida evidentemente en esta doctrina.
LA ASCESIS APOSTÓLICA
La ascesis, entendida de este modo, adquiere en san Pablo un doble
aspecto: es una comunión con los sufrimientos de Cristo, a través de pruebas de
todo tipo aceptadas por el Evangelio, a fin de tener parte en la alegría de su
Resurrección.
En la segunda epístola a los Corintios 6:4-10 nos traza san Pablo un
cuadro notable de la ascesis apostólica. Se trata de un testimonio, al mismo
tiempo que una enseñanza para todos aquellos que quieren vivir según el
Evangelio. La ascesis corporal y psíquica ocupa el primer plano: ‘Nos
recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en
tribulaciones, necesidades, angustias; en azotes, cárceles, sediciones; en
fatigas, desvelos, ayunos’. He aquí el corazón de esa ascesis que está animada
por ‘por el Espíritu Santo y una caridad sincera, en pureza, ciencia,
paciencia, bondad’. Viene, por último, el combate entablado con las armas
ofensivas y defensivas del Espíritu en las más distintas situaciones: ‘en
gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama; tenidos por impostores, siendo
veraces; como desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes están a la
muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como
tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como
quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos’.
LA ASCESIS Y LAS VIRTUDES
La concepción de la ascesis depende en mucho del sistema de moral de que
forma parte. En las morales de la obligación, la ascesis está repartida entre
dos niveles por la división entre la moral propiamente dicha y la
espiritualidad. En el plano moral, la ascesis consiste en una serie de
prácticas obligatorias para todos, como el ayuno y la abstinencia. A nivel
espiritual, bajo la influencia de la idea dominante de la obligación, la
ascesis ha sido comprendida a menudo, de hecho, como un suplemento de prácticas
de penitencia, a las que se someten los que eligen la vía de la perfección.
Desde esta óptica, la ascesis aparece bajo una luz más bien negativa, como un
conjunto de privaciones ligadas habitualmente a la penitencia por el pecado.
En una moral organizada en torno a las virtudes, donde la línea de la
perfección viene dada por la caridad, la ascesis recibe un papel constructivo y
participa en la función dinámica de la virtud, encaminada al bien y a la
bienaventuranza. La ascesis está aquí al servicio de las virtudes; tiene como
objetivo remover los obstáculos que la contrarrestan, sostener su esfuerzo y
favorecer su impulso.
Aquí no existe separación entre la moral y la ascética; sino que todo el
conjunto de la vida moral se distribuye siguiendo las etapas del progreso hacia
la perfección, según los estados de principiantes, los que progresan en la
virtud y los perfectos o adultos en la caridad. El papel de la ascesis será
particularmente importante en la primera etapa, entre los principiantes, cuya
principal preocupación es el combate contra los pecados y los defectos. La
ascesis es indispensable para desprendernos del influjo de los instintos y de
las pasiones, que corren el riesgo de someternos, como el apego a la comida, a
la bebida, la atracción del sexo y de los placeres. Es el medio necesario para
obtener el dominio de la sensibilidad y conseguir la libertad interior o
libertad de cualidad. Como en el ejemplo de los atletas, esta ascesis
compromete al cuerpo imponiéndole una disciplina que incluye privaciones y
renuncias. Lo importante es llegar a comprender que tales desprendimientos, a
veces radicales, preparan el progreso y están al servicio de la atracción
espiritual, del amor verdadero. Condicionan el descubrimiento personal de las
cualidades morales que son las virtudes, así como el acceso a la edad adulta,
en el plano espiritual. ¿Cómo vamos a adquirir la virtud de la fortaleza, por
ejemplo, si no nos ejercitamos regularmente en ella luchando contra la pereza,
aceptando las dificultades y las pruebas, renunciando a seguir la pendiente de
la facilidad y de la comodidad?
La ascesis acompaña, de hecho, todas las etapas de la vida cristiana, ya
que nadie está dispensado del combate espiritual. Parece que los más
‘perfectos’ conocen las mayores pruebas, como muestra el ejemplo de san Pablo y
del mismo Señor en su Pasión. No por nada habla el Apóstol de las ‘marcas de
Jesús’ que lleva en su cuerpo (Gálatas 6:17). En esta ascesis, que llega hasta
el fondo del alma, es donde mejor se manifiesta la fuerza de la caridad, pues,
‘en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó’ (Romanos 8:37).
LA ASCESIS PASIVA
Conviene distinguir en la práctica dos tipos de ascesis: una que podemos
llamar pasiva y activa la otra. La primera consiste en la aceptación de las privaciones
y las pruebas que nos sobrevienen con independencia de nuestra voluntad, como
la pobreza, la enfermedad, los fracasos, el sufrimiento en general, ‘las
angustias, los golpes, las prisiones, los desórdenes’, en la lista de san Pablo
(2ª. Corintios 6:4-5). Esta es la ascesis principal, más dura porque no la
elegimos nosotros; más enriquecedora porque nos conforma mejor a la Pasión del
Señor.
Este tipo de ascesis constituye el objeto de una virtud frecuentemente
recomendada por san Pablo: paciencia y constancia, lo cual consiste en
‘soportar’ las penas y las pruebas, pero con esperanza y amor. ‘Nos gloriamos
hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia;
la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no
falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado’ (Romanos 5:3-5). Pablo hablará incluso del
‘Dios de la constancia y del consuelo’ que nos ha entregado las Escrituras para
mantener en nosotros la esperanza’ (Romanos 15:4-5).
LA ASCESIS ACTIVA
El segundo tipo de ascesis depende de nuestra voluntad. Son los ayunos,
las vigilias, las fatigas, en la enumeración de san Pablo en la 2ª. de
Corintios 6:5. Según el lenguaje clásico, esta incluye las penitencias, los
sacrificios, las mortificaciones de toda clase que podamos imponernos.
Como ya hemos visto, la ascesis recupera un sentido positivo en cuanto
volvemos a colocarla en la línea del progreso espiritual, como una condición
del dominio y de la libertad interior. Para el cristiano, la ascesis es
asimismo una respuesta a la llamada del Espíritu Santo, una colaboración
humilde y libre en su obra de purificación y de santificación. Sirve para
conformar nuestra sensibilidad y hasta nuestro cuerpo al amor de Cristo, a su
serenidad y a su fuerza. Desde esta perspectiva, podemos incluir también en la
ascesis el esfuerzo y la pena que reclama el trabajo, ya sea corporal,
intelectual o apostólico.
LA MEDIDA DE LA ASCESIS
Mientras que la ascesis pasiva no tiene otra medida que la del amor, que
nos hace capaces de soportarlo todo (1ª. Corintios 13:7), la activa, como no
tiene su fin en sí misma, recibe su medida de las virtudes a las que sirve, en
particular de la templanza, la sobriedad de san Pablo, que la somete a la regla
de la razón. Así, las privaciones no deben perjudicar a la salud, ni quitarnos
las fuerzas necesarias para el cumplimiento de las tareas que nos han sido
confiadas. Es preciso combatir asimismo un cierto mal humor, que se infiltra
fácilmente en la ascesis y ataca en ella de manera insidiosa la alegría, signo
de la salud interior y fruto de la caridad. ‘Dios ama a quien da con alegría’
(2ª. Corintios 9:7).
La ascesis, ligada a las virtudes morales, tendrá una medida variable
según las fuerzas, las disposiciones, las necesidades y el estado de vida de
cada uno; podrá cambiar también siguiendo las edades de la vida espiritual.
Mas, sean cuales fueren estas modificaciones, subsiste la necesidad de una
parte de ascesis en toda vida cristiana, como condición de su realismo y de la
participación de nuestro cuerpo en la obra del Espíritu Santo en nosotros.
LA MEDIDA DEL ESPÍRITU SANTO
La ascesis, como la virtud, sigue normalmente la medida de la razón;
aunque puede suceder que la intervención del Espíritu modifique este criterio.
Esto es lo que enseña santo Tomás, en conformidad con la experiencia cristiana
ilustrada por la vida de los santos. Expone el Doctor Angélico, en su
comentario a las bienaventuranzas, cómo la medida inspirada por los dones puede
ir más allá de los desprendimientos requeridos por las virtudes morales. La
virtud nos inculca, por ejemplo, un uso moderado de los bienes de que
disponemos, siguiendo nuestras necesidades, evitando el apego del corazón que
engendra la esclavitud. A esto no se puede llegar sin una parte de renuncia.
Mas el don del Espíritu nos lleva mucho más lejos. En lo que toca a la primera
bienaventuranza, puede inspirarnos tal amor a la pobreza que suprima del
corazón toda atadura a los bienes materiales y hacer que los tengamos en nada.
Eso es lo que muestra el ejemplo de san Francisco, santo Domingo y tantos
otros, que se prendaron de la pobreza a causa del Evangelio.
La misma diferencia en la medida encontraremos en el campo de la
afectividad, en el dominio de las pasiones y los deseos, de los temores y los
miedos. Según santo Tomás, la bienaventuranza de los mansos nos enseña la
fortaleza, que modera nuestros sentimientos ante las dificultades y los
sufrimientos, según la medida de la razón; mas el don de fortaleza puede
conferirnos una asombrosa tranquilidad de corazón y una seguridad plena en
medio de los más graves peligros y tormentos, como en el caso de los mártires.
Observaremos, por último, que esta doctrina sobre las bienaventuranzas y
los dones corresponde al tratado de la bienaventuranza, en donde santo Tomás
coloca el fundamento y el final de la moral cristiana en la llamada del hombre
a la visión de Dios, según la bienaventuranza de los corazones puros que verán
a Dios. La ascesis, con los desprendimientos progresivos que enseñan las
bienaventuranzas, aparece aquí como un borde del camino que lleva a la
verdadera bienaventuranza.
LA ASCESIS COMO SIGNO DEL AMOR
DE CRISTO
La ascesis cristiana, en virtud de las mismas renuncias que implica,
constituye el signo de la penetración de un amor nuevo en la vida del hombre.
¿Cómo habrían podido los apóstoles dejarlo todo y seguir a Jesús, si su corazón
no hubiera sido arrebatado por un amor más fuerte que los afectos y las otras
ataduras humanas? Ya desde el primer momento de su vocación, la fe en la
palabra de Jesús había sembrado en ellos la semilla de un amor único, que iba a
crecer lentamente, a través de las alegrías y las pruebas, para manifestar,
finalmente, su fecundidad tras el don del Espíritu Santo, el día de
Pentecostés.
La llamada recibida por los apóstoles es el modelo de toda vocación
cristiana, si la tomamos a nivel del corazón. No cabe la menor duda de que en
la Iglesia existe una gran variedad en las formas de recibir la llamada, tanto
en los dones recibidos como en los ministerios confiados y en los modos de
realización, así como en las respuestas. Pero en el origen de toda vida
cristiana se encuentra la revelación del amor de Cristo, con la invitación,
suave y vigorosa, a estar dispuesto, en el corazón, a dejarlo todo, si Él lo
pide, para seguirle por los caminos de la vida. La disposición al
desprendimiento, hasta la renuncia a nosotros mismos y a nuestra propia vida,
constituye el signo indubitable de la verdad y del vigor del amor. La ascesis
cristiana tiene su raíz en la caridad; manifiesta y mantiene su pureza; de ella
recibe su fecundidad, así como la alegría que la habita, según el testimonio de
los apóstoles: ‘Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por
haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre’ (Hechos 5:41).
LA ASCESIS EN LA VIDA
RELIGIOSA O CONSAGRADA
La llamada a la vida evangélica, a imitación de los apóstoles, ha
inspirado las renovaciones posteriores y figura especialmente en el origen de
la formación de las órdenes religiosas, cuya doctrina y ejemplos han
contribuido a nutrir la vida espiritual de la Iglesia en cada período de su
historia.
Tras los pasos del monacato, la vida religiosa y la vida consagrada en
general, se ha organizado en torno a los tres votos de pobreza, castidad y
obediencia. La experiencia eclesial ha reunido así los consejos evangélicos en
estas tres renuncias principales: a la propiedad, al matrimonio y a la propia
voluntad. Estas forman los tres pilares de la ascesis religiosa, que sostienen
las otras observancias y prácticas. Estas renuncias plantean claramente la
cuestión de la ascesis cristiana para el conjunto de los fieles, a los que está
destinado este testimonio de la vida evangélica en el seno de la comunión eclesial.
Para comprender estos votos conviene considerar las renuncias que
implica la vida consagrada a partir de su causa, el amor a Cristo engendrado
por la fe y mantenido por el Espíritu, y en su fin: el desprendimiento de toda
traba para conseguir la liberad de amar, de entregarse sin reserva. Los tres
consejos evangélicos, según su inspiración primitiva, nos proponen los caminos
más directos hacia la perfección de la caridad. Se les puede aplicar la
comparación empleada por el Señor: representan la sal del Evangelio; tienen la
aspereza de la sal por la ascesis que exigen y por los desprendimientos que
operan, aunque es para enseñarnos el sabor de la sabiduría y el gusto del
verdadero amor. En realidad, estos consejos nos revelan tres facetas de la caridad:
el amor es pobre, el amor es casto, el amor es obediente. Por eso es libre y
fuerte.
EL AMOR DE CRISTO: POBRE,
CASTO, OBEDIENTE Y FIEL
Basta con echar una mirada al Evangelio para verificarlo. El amor de
Cristo es pobre. San Pablo nos describe la obra del Señor precisamente con este
rasgo: ‘Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual,
siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su
pobreza’ (2ª. Corintios 8:9). Pablo se refiere aquí, evidentemente, a la
pobreza de la Encarnación y de la Cruz, de la que volverá a hablar en el himno
de la carta a los Filipenses. La primera bienaventuranza nos pone ya sobre este
camino. La educación en el amor comienza por el aprendizaje de la pobreza, de
cuerpo y de espíritu, que nos libera de los lazos materiales, para revelarnos
las riquezas espirituales que no se atesoran, pues no pueden ser obtenidas más
que distribuyéndolas con la liberalidad del amor.
El amor de Cristo es casto. Quiere unirnos al Señor en cuerpo y alma,
con una alianza comparada por san Pablo a un matrimonio y que nos hace
participar de la unión misma de Cristo con la Iglesia. ‘Cristo amó a la Iglesia
y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el
baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí
mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e
inmaculada’ (Efesios 5:25-27). La castidad realiza la pureza del amor
espiritual y es la obra característica del Espíritu Santo. No implica ningún
desprecio al cuerpo, sino que da cumplimiento a la penetración del amor de
Cristo en nuestro mismo cuerpo, para convertirlo en una hostia viva, santa y
agradable a Dios, apropiada al culto espiritual, que prolonga en nuestra vida
la ofrenda eucarística del Cuerpo del Señor.
Entendida de este modo, la castidad puede invocar la bienaventuranza de
los corazones puros, en la que ha visto la tradición el resultado del trabajo
purificador iniciado por la pobreza. El compromiso con la castidad está
enteramente al servicio del amor. Contribuye a abrir nuestro corazón a una
caridad que se dilata en extensión y en profundidad, por encima de los
necesarios límites del amor humano.
Por último, el amor es obediente. San Pablo eligió, para describir tanto
la castidad como la obra de Cristo, dos rasgos extraordinarios: la humildad y
la obediencia. El compromiso con la obediencia le propone al hombre la ascesis
más radical y más difícil: la renuncia a su propia voluntad. Sólo el amor, con
la penetrante sabiduría que procura, puede enseñar la obediencia evangélica y
hacerla voluntaria, pronta, alegre y emprendedora. El amor tiene, además,
necesidad de la obediencia, pues no podemos conocerle ni servirle si no nos
hemos desprendido de nuestro amor propio, de esa propensión a poseer y a
dominar que nos encierra en nosotros mismos y corrompe nuestro deseo de amar.
La obediencia benevolente a la voluntad de otro es el primer paso en el acceso
a la comunión de voluntades que define el amor verdadero, según el ejemplo del
Señor, que vino a nosotros ‘no para ser servido, sino para servir y dar su vida
en rescate por muchos’ (Mateo 20, 28), para cumplir así en todo la voluntad de
su Padre. La obediencia es la forma activa de la humildad, identificada con la
pobreza en la primera bienaventuranza. La obediencia es la caridad dócil al
Espíritu, paciente y servicial con todos.
LA CONTESTACIÓN DE ESTE MUNDO
POR MEDIO DE LA ASCESIS
La ascesis cristiana es un camino hacia la libertad espiritual que
pertenece al amor. Como tal, constituye una contestación radical respecto al
mundo en que vivimos, en la medida en que está conducido por el deseo de
poseer, de gozar y de dominar, por la atracción del dinero, del sexo y del
poder, y se deja deslumbrar por la tentación de una libertad sin trabas ni
medida. El compromiso con la pobreza, la castidad y la obediencia ataca
directamente estos deseos; pero traslada el debate al corazón del hombre para
sustituir en él la voluntad de poder, que es una voluntad de ser «como dioses»,
según la expresión del Génesis, por una voluntad de amor que nos llega a través
del humilde y alegre reconocimiento de Dios como nuestro Dios, especialmente a
través de la acogida de su misericordia en el perdón ofrecido en Jesucristo.
La contestación de este mundo por la ascesis
cristiana posiblemente sea la única verdaderamente realista, porque se atreve a
ir hasta el fondo de los problemas, hasta sus raíces ocultas en el corazón de
cada hombre. Es como una rebelión de amor contra el sometimiento a las pasiones
y a las codicias que se extienden en el mundo bajo la tapadera de la libertad,
con las injusticias que de ello se siguen. Proclama también a su manera, más a
través del comportamiento que de las palabras, que existe otro tipo de
libertad, puro don del Espíritu: la libertad de amar como Dios nos ama en
Jesucristo, a pesar de nuestras faltas y nuestras debilidades.
Agustín
Fabra
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