-Yo te puedo matar ahora mismo –y
le apuntó con su pistola.
-No, no puedes.
-Te aseguro que sólo tengo que
apretar este gatillo.
Negó con un gesto de la cabeza
que tuviese tal posibilidad. Esa fue la gota que colmó el vaso. El miliciano
apretó el gatillo. El percutor se encasquilló. Miguel estaba tranquilo. Tres
veces más lo intentó y tres veces se encasquilló. Ninguna de las tres veces
Miguel se alteró lo más mínimo.
-Esto no es un milagro.
Simplemente mi revolver tiene un problema. Eso es todo.
-Claro, claro. No tengo la menor
duda. Pero mira, para que tú tampoco tengas ninguna duda, te digo que pasado
mañana morirás antes del mediodía. Tú dices que puedes matar a quien quieras,
pero no me has podido matar a mí. Yo te digo que pasado mañana morirás.
-Estás loco. Rematadamente loco.
No necesito un arma para acabar contigo.
Y agarrando un martillo quiso
abalanzarse sobre Miguel. Pero con tal mala suerte, quizá porque estaba fuera
de sí, que en la violencia de la acometida no se dio cuenta de que su macuto
estaba en el suelo, junto a la mesa.
Tropezó golpeándose el hombro
izquierdo en el borde de otra mesa-aparador. No sólo la mesa, todos los papeles
de la mesa le cayeron encima. Hubo quejidos en el suelo. El golpe había sido
tan violento que se había roto el hombro. Miguel no se había movido ni un
centímetro, ni había parpadeado durante el intento de ataque.
Miguel, sin decir nada, moviendo
la cabeza, se dirigió a la puerta para salir. Hector con rabia, retorciéndose
de dolor en el suelo, se dirigió a él:
-¿No puedo matar? ¡Te equivocas!
Mañana mandaré fusilar a más de cien detenidos.
Miguel se volvió:
-Sí, podrás matar. No a todos los
que quieres, ni siquiera ese número. Pero podrás hacerlo. No a cien, por más
que te empeñes. Únicamente podrás asesinar a veintinueve. Ni a uno más.
Riéndose, Hector dijo:
-¡He ganado!
-Desdichado. No les matas a
ellos, te asesinas a ti definitivamente.
-Qué tontería. Tonterías. Lo
único cierto en este mundo es que yo podré dar el paseo a esas veintinueve
personas.
-Para ellas ha llegado su hora.
Dios les llama. Con esta guerra o sin ella, sus vidas han llegado a su fin. El
modo es lo de menos.
-Ya, ya. Me haces reír –murmuró
entre dientes mientras se levantaba entre maldiciones-. ¿Entonces por qué
permite que sea yo el que dé la orden?
-Para que se consume tu transformación. Dado que has decidido, Dios, en
los cielos, ha decretado: Hágase.
P.
FORTEA
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