El arzobispo misionero
Hoy, la Iglesia celebra la memoria de san Antonio María Claret, Fundador
de los Misioneros del Corazón de María (claretianos). El santo catalán nació en
Sallent (Vic) en 1807. Fue arzobispo de La Habana, confesor de Isabel II,
además de gran predicador. Su actividad misionera y su fama de santidad le
granjearon numerosos enemigos, sobre todo entre los anticlericales de la época:
intentaron asesinarle en más de una ocasión, pasó por muchas tribulaciones, fue
calumniado por la prensa de la época, y murió desterrado en Fontfroide
(Francia), en 1870. He aquí algunos párrafos de su «Autobiografía», que san
Antonio escribió por orden de su confesor pocos años antes de morir:
Cuando iba de viaje, con las gentes que se juntaban conmigo, les hablaba según la oportunidad que se presentaba. Si veía flores, les llamaba la atención y les decía que, así como las plantas producían flores tan hermosas y olorosas, nosotros habíamos de producir virtudes; por ejemplo, la rosa enseña la caridad, la azucena la pureza, la violeta la humildad, y así las demás. Hemos de ser, como dice el Apóstol: Bonus odor sumus Christi Dei in onmi loco (Somos el buen olor de Cristo en todo lugar).
Al ver algún árbol con fruta, les hablaba de cómo nosotros hemos de dar
fruto de buenas obras, o si no seríamos como aquellas dos higueras de que nos
habla el Evangelio. Al pasar cerca de un río, les hablaba cómo el agua nos
enseña que nosotros hemos de pensar que andamos a la eternidad. Al oir el canto
de los pájaros, de una música, etc., les hablaba del cántico eterno y nuevo del
cielo, y así de lo demás.
Con estas conversaciones familiares había observado que se hacía
muchísimo bien, porque les pasaba lo que a aquellos dos que iban a Emaús; y
además se evitan conversaciones inútiles y quizá murmuraciones...
En el día 15 de octubre de 1859, día de Santa Teresa, había de ser
asesinado. El asesino entró en la iglesia de San José, de Madrid, calle de
Alcalá, y para pasar el tiempo y con mala intención entró en la iglesia, y se
convirtió por intercesión de san José, como el Señor me lo dio a conocer. El
asesino me vino a hablar y me dijo que era uno de las logias secretas, y
mantenido por ellas, y que le había caído en suerte tenerme que asesinar, y que
si no me asesinaba dentro de cuarenta días, él sería asesinado, como él mismo había
asesinado a otros que no habían cumplido; el que me había de asesinar lloró, me
abrazó y me besó, y se fue a esconder para que no le mataran a él por no haber
cumplido su encargo...
Sin mérito, sin talento, sin empeño de personas, el Señor me ha subido de
lo más bajo de la plebe al puesto más encumbrado, al lado de los reyes de la
tierra; y ahora, al lado del Rey del cielo... Glorificate et portate Deum in
corpore vestro (Golrificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo)...
El amor de Cristo nos estimula y apremia a correr y volar con las alas
del santo celo. El verdadero amante ama a Dios y a su prójimo; el verdadero
celador es el mismo amante, pero en grado superior, según los grados de amor;
de modo que, cuanto más amor tiene, por tanto mayor celo es compelido. Y, si
uno no tiene celo, es señal cierta que tiene apagado en su corazón el fuego del
amor, la caridad. Aquel que tiene celo desea y procura, por todos los medios
posibles, que Dios sea siempre más conocido, amado y servido en esta vida y en
la otra, puesto que este sagrado amor no tiene ningún límite.
San Antonio María Claret
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