En el rezo del Ángelus dominical, el Santo Padre recordó que «la señal
visible que el cristiano puede mostrar para testimoniar el amor de Dios al
mundo y a los demás, a su familia, es el amor por los hermano»
Noticia digital (27-X-2014)
El Papa Francisco ha dedicado las palabras previas al Ángelus de este
domingo a recordar que la principal misión del cristiano es amar a Dios y al
prójimo. Dos amores que, ha explicado el Papa, son «inseparables y
complementarios, son las dos caras de una misma medalla. No se puede amar a
Dios sin amar al prójimo y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios»,
recuerda el Papa.
Por eso, la señal con la que un cristiano puede testimoniar el amor de
Dios al mundo es amando a sus hermanos, al prójimo. «El mandamiento del amor a
Dios y al prójimo es el primero, no porque está encima del elenco de los
mandamientos. Jesús no lo coloca en el vértice, sino al centro, porque es el
corazón desde el cual debe partir todo y hacia donde todo debe regresar y
servir de referencia».
Así, sabiendo cuál es el vértice del que debe partir todo testimonio
cristiano, el Pontífice pregunta a los fieles y tú, ¿cuánto amas? «Que
cada uno se responda ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma
del amor».
Recuerda el Papa que es en el rostro de cada hermano, «especialmente el
más pequeño, frágil, indefenso y necesitado», donde está presente la imagen
misma de Dios. Por eso, explica, debemos preguntarnos, cuando encontramos a uno
de estos hermanos, si somos capaces de reconocer en él el rostro de Cristo.
Con este mandamiento, amar a Dios por encima de todas las cosas y al
prójimo como a uno mismo, Cristo da a cada hombre «el criterio fundamental
sobre el cual edificar la propia vida».
News.va/Alfa y Omega
TEXTO ÍNTEGRO DE LAS PALABRAS DEL PAPA TRAS EL REZO DEL ÁNGELUS
«¡Queridos hermanos y hermanas buenos días!
El Evangelio de hoy nos recuerda que toda la Ley divina se resume en el
amor por Dios y por el prójimo. El Evangelista Mateo cuenta que algunos
fariseos se pusieron de acuerdo para probar a Jesús (cfr 22,34-35). Uno de
ellos, un doctor de la ley, le dirige esta pregunta : Maestro, ¿cuál es el
mandamiento más grande de la Ley? (v. 36). Jesús, citando el Libro del
Deuteronomio, responde: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer
mandamiento (vv. 37-38). Habría podido detenerse aquí. En cambio Jesús
agrega algo que no había sido preguntado por el doctor de la ley. De hecho
dice: El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo (v. 39). Este segundo mandamiento tampoco lo inventa Jesús, sino que
lo retoma del Libro del Levítico. Su novedad consiste justamente en el juntar
estos dos mandamientos -el amor por Dios y el amor por el prójimo- revelando
que son inseparables y complementarios, son las dos caras de una misma medalla.
No se puede amar a Dios sin amar al prójimo y no se puede amar al prójimo sin
amar a Dios. El Papa Benedicto nos ha dejado un bellísimo comentario sobre este
tema en su primera Encíclica Deus caritas est (nn. 16-18).
En efecto, la señal visible que el cristiano puede mostrar para
testimoniar el amor de Dios al mundo y a los demás, a su familia, es el amor
por los hermanos. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el primero no
porque está encima del elenco de los mandamientos. Jesús no lo coloca en el
vértice, sino al centro, porque es el corazón desde el cual debe partir todo y
hacia donde todo debe regresar y servir de referencia.
Ya en el Antiguo Testamento la exigencia de ser santos, a imagen de Dios
que es santo, comprendía también el deber de ocuparse de las personas más
débiles como el forastero, el huérfano, la viuda (cfr Es 22,20-26). Jesús lleva
a cumplimento esta ley de alianza, Él que une en sí mismo, en su carne, la
divinidad y la humanidad, en un único misterio de amor.
A este punto, a la luz de esta palabra de Jesús, el amor es la medida de
la fe, y la fe es el alma del amor. No podemos separar más la vida religiosa,
de piedad, del servicio a los hermanos, de aquellos hermanos concretos que
encontramos. No podemos dividir más la oración, el encuentro con Dios en los
Sacramentos, de la escucha del otro, de la cercanía a su vida, especialmente a
sus heridas. Acordaos de esto: el amor es la medida de la fe. Tú ¿cuánto amas?
Cada uno se responda ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma
del amor.
En medio de la densa selva de preceptos y prescripciones -de los
legalismos de ayer y de hoy- Jesús abre un claro que permite ver dos rostros:
el rostro del Padre y aquel del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos
preceptos: no son preceptos y fórmulas; nos entrega dos rostros, es más un solo
rostro, aquel de Dios que se refleja en tantos rostros, porque en el rostro de
cada hermano, especialmente el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado está
presente la imagen misma de Dios. Y deberíamos preguntarnos, cuando encontramos
a uno de estos hermanos, si somos capaces de reconocer en él el rostro de
Cristo: ¿somos capaces de esto?
De esta forma Jesús ofrece a cada hombre el criterio fundamental sobre
el cual edificar la propia vida. Pero sobre todo Él nos dona el Espíritu Santo,
que nos permite amar a Dios y al prójimo como Él, con corazón libre y generoso.
Por intercesión de María, nuestra Madre, abrámonos para acoger este don de
amor, para caminar siempre en esta ley de los dos rostros, que son un solo
rostro: la ley del amor».
(Traducción del italiano, Raúl
Cabrera - Radio Vaticano)
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