Creo en la vida eterna
Es un error espantarse por las molestias inevitables de la vida y
dejarse vencer por ellas
Un domingo cualquiera asistí a la Misa en una iglesia donde me tocó oír a un cura encantador, que nos decía entusiasmado en la homilía:
Un domingo cualquiera asistí a la Misa en una iglesia donde me tocó oír a un cura encantador, que nos decía entusiasmado en la homilía:
- ¡Sí, hermanos, un día moriremos! ¡Un día tendremos la dicha de
morir!...
El Padre lo decía muy convencido, pero yo me dije para mis adentros:
- ¡Bueno! Allá él si quiere morirse. A mí que me deje disfrutar bien de
la vida...
Aquel cura simpático, que chorreaba santidad por todos sus poros, ya
murió y está disfrutando del logro de todas sus ilusiones. Yo sigo con mucho
apego a la vida, lo reconozco. Pero, aquellas palabras de su homilía,
ininteligibles —ininteligibles entonces para mí— me han hecho pensar muchas
veces: ¿Y no tendría razón el buen cura?...
Es cierto que la vida es un don grande de Dios. Y nos la da para que la
disfrutemos. A Dios no le gusta el lagrimeo de tantas personas amargadas y
tristes. Si ha puesto en el mundo tanta hermosura y placer es para que lo
disfrutemos todo y para ganarnos el corazón. ¡La vida es bella, y vale la pena
vivirla!...
Pero es ciertamente un error el poner el corazón en lo que pasa y
forzosamente se ha de dejar. Así como es otro error el espantarse por las
molestias inevitables de la vida y dejarse vencer por ellas. La prudencia y el
equilibrio son condición indispensable para valorar las cosas que son
provisionales.
Si toda la felicidad en que ahora soñamos, y que tal vez disfrutamos, no
la sabemos convertir en duradera para siempre, nos equivocamos de medio a
medio. Porque es tener el juguete entre las manos, como el niño, y ver que se nos
rompe o nos lo quitan. Se disfrutaba, para llorar después...
Cuando gozamos de las cosas —y las debemos gozar con gusto cuando Dios
nos las da— nos va muy bien tener la frialdad de aquel contemplativo hindú,
como nos cuenta una hermosa parábola. El monje solitario recibió una tarde a un
joven, el cual llegaba rendido de tanto caminar.
- Dime, ¿qué quieres?
- Vengo porque Dios se me apareció el otro día y me dijo que viniera
aquí. Me aseguró que tú me podías dar una piedra preciosa, la cual me haría
rico para siempre.
- ¡Ah, sí! Debía referirse a ésta que encontré por casualidad en el
bosque. Puedes quedarte con ella, si es que te gusta.
El joven se quedó loco de felicidad con aquel diamante, quizá el mayor
del mundo. Se fue a dormir al caer el sol, pero pasó la noche entera dando
vueltas y más vueltas en la cama.
- ¡Al fin soy rico para siempre!, se decía y se repetía de continuo, sin
poder conciliar el sueño.
Al amanecer fue a despertar al hombre solitario, que seguía durmiendo
tan tranquilo y feliz, y le suplica con insistencia:
- Hombre de Dios, toma tu diamante. Pero dame, dame esa riqueza que te
permite desprenderte con tanta facilidad de esta piedra preciosa, la más grande
de la India.
Aquí está el secreto de todo. La esperanza en una vida eterna es una
riqueza muy superior a todos los valores de esta vida. Quien la posee, vive más
feliz que nadie. El que espera, goza como nadie de la felicidad que Dios nos da
ya aquí, la cual se cambiará en una felicidad mucho mayor y que no pasará
jamás.
Pensamos muy rectamente que la fe cristiana nunca nos amargará la vida;
al revés, hace de nosotros los seres más dichosos que existen. Quienes tenemos
fe en una vida futura, damos envidia a los muchos que van a tientas entre las
sombras...
Aquí es donde los que tenemos fe debemos jugar un gran papel en el mundo
que nos rodea. Somos ricos, sin darnos cuenta de la pobreza que tenemos a
nuestro alrededor. Y así como hay egoístas con el dinero, que abundan en él y
no sueltan nada al pobre que a su lado se muere de hambre, así también hay
muchos ricos en el espíritu, que no comunican a otros desesperados la esperanza
en la que ellos abundan dichosamente. Nuestra esperanza la esparcimos a de mil
maneras. Aunque nunca habrá modo alguno de comunicar optimismo y confianza como
el que nos vea siempre con la sonrisa a flor de labios.
El que no piensa en un más allá, porque no cree ni espera, se pregunta
forzosamente al vernos sonreír en medio de nuestras preocupaciones, igual que
las suyas o mayores: ¿No estará escondido Dios debajo de esa sonrisa? ¿No será
cierto que después de lo de aquí hay algo más?... Este aire de esperanza se
manifiesta actualmente dentro de la Iglesia de un modo especial.
Por ejemplo, hemos cambiado nuestra manera de expresarnos cuando fallece
alguno de nuestros seres queridos. Antes, el funeral era algo triste, y los
recordatorios bastante som-bríos. Hoy les damos un aire pascual, y decimos y
escribimos, con alegría en medio del dolor: ¡Ha pasado a la Casa del Padre!...
Un viejecito, al que visitábamos los del grupo y al que ayudábamos con
nuestros pequeños ahorros, nos daba siempre la misma lección, y con una sonrisa
que ni por casualidad se le caía de los labios, nos decía:
- Ustedes son jóvenes y tienen que disfrutar de la vida, como la
disfruté antes yo. Para mí todo se acaba, pero yo sé que Dios me espera.
Viendo un caso así, pienso que el curita que sentía ganas de morir a lo
mejor tenía mucha razón, aunque yo no lo quisiera entender; y así, le sigo
diciendo a Dios, aún ahora: Señor, para mí, espera, espera un poquito más...
Aunque he aprendido a decirle también: Señor y Padre mío, para ir a tu Casa,
cuando Tú quieras...
Por: Evangelizando
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