Se debe cultivar la pureza por sí misma, por el valor positivo que representa para la persona, y no sólo por los apuros de salud o de buen nombre a los que expone su trasgresión.
El pasaje del Evangelio nos
permite asistir a la formación del primer núcleo de discípulos, del
que se desarrollará primero el colegio de los apóstoles y a continuación toda
la comunidad cristiana. Juan está aún a orillas del Jordán junto a dos de
sus discípulos cuando ve pasar a Jesús y no se retiene de gritar de nuevo: «¡He ahí el Cordero de Dios!». Los dos discípulos
comprenden y, dejando para siembre al Bautista, se ponen a seguir a Jesús.
Viendo que le siguen, Jesús se vuelve y pregunta: «¿Qué buscáis?». Le
responden, para romper el hielo: «Maestro, ¿dónde vives?». «Venid y lo veréis»,
les contesta. Fueron, lo vieron y aquel día se quedaron con Él. Ese momento
pasó a ser para ellos tan decisivo en sus vidas que
recuerdan hasta la hora en que ocurrió: eran cerca de las cuatro de la tarde.
En la segunda lectura [1 Cor 6, 13-20], San Pablo ilustra un rasgo que debe caracterizar la
vida del discípulo de Cristo: la pureza. «El cuerpo –dice
entre otras cosas– no es para la fornicación, sino
para el Señor, y el Señor para el cuerpo... Glorificad, por tanto, a Dios con
vuestro cuerpo». Tratándose de un tema tan oído y vital para nuestra
sociedad actual vale la pena dedicarle la atención.
Tal vez quienes son capaces de entender mejor el tema de la pureza son precisamente
los verdaderos enamorados. El sexo se hace
«impuro» cuando reduce al otro (o al propio cuerpo) a objeto, a cosa, pero esto es algo que un verdadero amor
rechazará realizar. Muchos de los excesos en marcha en este campo tienen algo
de artificial, se deben a imposición externa dictada por razones comerciales y
de consumo. No es, como se quiere hacer creer, «evolución espontánea de las
costumbres», es evolución guiada, impuesta.
Una de las excusas que contribuyen más a favorecer el pecado de impureza en
la mentalidad común y a descargarlo de toda responsabilidad es que, total, no
hace mal a nadie, no vulnera los derechos ni la libertad de los demás, excepto,
se dice, que se trate de estupro o violación. Pero no es verdad que el pecado
de impureza acabe en quien lo comete. Todo abuso, dondequiera y por quienquiera
que sea cometido, contamina el ambiente moral del
hombre, produce una erosión de los valores y crea la que Pablo
define «la ley del pecado» y de la que
ilustra el terrible poder de arrastrar a los hombres a la ruina (Cf. Romanos, 7, 14 ss).
La primera víctima de todo ello son precisamente los jóvenes. Fenómenos tan
reprobados como la explotación de menores, el estupor y la pedofilia, pero
también ciertas atrocidades cometidas no sobre menores, sino por menores,
no nacen de la nada. Son, al menos en parte, el resultado del clima de exasperada excitación en el que vivimos y en el que los más
frágiles sucumben. No era fácil,
una vez que se puso en marcha, detener la avalancha de lodo que tiempo atrás se
abatió sobre Sarno y otras poblaciones de Campania, destruyéndolas [la
tragedia, cerca de Nápoles, ocurrió en mayo de 1998, dejando más de un centenar
de muertos, cerca de doscientos desaparecidos y numerosos damnificados]. Era
necesario evitar la tala de árboles y otros daños ambientales que hicieron
inevitable el corrimiento de tierra. Lo mismo vale para ciertas tragedias de fondo sexual: destruidas las defensas naturales, aquellas se
hacen inevitables.
Pero hoy ya no basta con una pureza hecha de miedos, tabúes, prohibiciones, de
fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si cada uno de ellos fuera,
siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un enemigo potencial, en
vez de, como dice la Biblia, «una ayuda». Es necesario hacer hincapié en defensas ya no externas, sino internas, basadas en
convicciones personales. Se
debe cultivar la pureza por sí misma, por el valor positivo que representa para
la persona, y no sólo por los apuros de salud o de buen nombre a los que expone
su transgresión.
La pureza asegura lo más precioso que existe en el mundo: la posibilidad de acercarse a Dios. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios» (Cf. Mt 5, 8), dijo Jesús. No
le verán sólo un día, tras la muerte, sino ya ahora: en la belleza de lo
creado, de un rostro, de una obra de arte; le verán en sus propios corazones.
Por: Raniero Cantalamessa
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