UN
REPASO EN LA REVISTA LA ANTORCHA A LAS INVESTIGACIONES: DISEÑADAS PARA ATRAPAR
LA MENTE
“Regla número
dos: nunca te coloques con tu propia mi*rd*”. En la película El
precio del poder, Tony Montana hace oídos sordos a este consejo y acaba
desangrándose en su propia mansión, drogado hasta las cejas y con
un agujero de escopeta entre los omoplatos. Hoy, los magnates de Silicon Valley
no están dispuestos a cometer el mismo error.
Esta es, al menos, la tesis de
Adam Alter, autor del libro Irresistible. ¿Quién nos ha
convertido en yonquis tecnológicos?. Para este profesor de la Universidad de
Nueva York, las élites tech se comportan como narcotraficantes, evitando su propio producto. Se
refiere a casos como Steve Jobs, que en 2010 confesaba al periodista Nick Bilton que nunca había dejado que sus hijos usaran el
iPad. O Evan Williams, co-fundador de Twitter, que no dejaba
a sus dos niños una tablet pero
sí les regalaba “cientos” de libros físicos.
“Reconocen que las
herramientas que promueven -diseñadas para ser irresistibles- atraparán a los
usuarios indiscriminadamente. (...) Todos estamos a un producto o una
experiencia de desarrollar nuestras propias adicciones”, escribe Alter.
No son casos
aislados. En un artículo de 2018 para Business Insider, el periodista
Chris Weller desvelaba que muchas familias que trabajan en las empresas de
Silicon Valley restringen la tecnología en
casa, y que algunos de los colegios más prestigiosos de la zona
minimizan su presencia en el aula.
¿Qué secreto
guardan a la vista del gran público? En 2017,
el primer presidente de Facebook, Sean Parker, rompía la omertà: “Solo Dios sabe lo que [las redes sociales]
están haciendo al cerebro de nuestros niños”, lamentó en un
evento público en Filadelfia. “Es un bucle de
validación social… Exactamente el tipo de cosa que se le ocurriría a un hacker como
yo, porque estás explotando una vulnerabilidad de la psicología humana”, añadía,
y se delataba: “Los inventores, los creadores -yo
mismo, Mark [Zuckerberg], Kevin Systrom en Instagram, toda esta gente- lo
entendíamos conscientemente”.
'The social dilemma' es un
documental que investiga la adicción a las redes sociales:
DISEÑADAS
PARA LA ADICCIÓN
Desde aquella confesión pública
hasta ahora ha habido un cambio: Dios ya no es el único que conoce el efecto de
las redes sociales en el cerebro. En los últimos años han proliferado los estudios que diseccionan los mecanismos concretos con los que estas plataformas buscan retener la atención de sus
usuarios. Especialmente detallada es la investigación llevada a cabo por
Christian Montag, Bernd Lachmann, Marc Herrlich y Katharina Zweig1,
que identifican seis estrategias para generar
adicción.
Algunas están a la vista de
todos, como lo que los autores llaman “comparación y
recompensa social”, cuyo
ejemplo paradigmático es el like, o “me gusta”.
También señalan el propio algoritmo de las aplicaciones, que muestra a los usuarios
aquello que -supuestamente- más les gusta. No obstante,
cabe destacar -citando a los responsables del celebrado documental The
Social Dilemma- que “cuando
se usan fuera de un contexto puramente matemático, los algoritmos reflejan una
instancia de lógica programada por un humano; una lógica que frecuentemente
refleja los sesgos individuales o los intereses de la compañía que
representan”.
Otros mecanismos descritos son
más sutiles, como el endless scrolling,
o la pantalla infinita: por mucho contenido que veas, nunca llegarás de
forma natural a un punto que permita decir “hasta
aquí por hoy”.
Ocurre algo parecido con el endless streaming en las plataformas de vídeo: apenas
termina uno, empieza automáticamente el siguiente.
Ambas opciones responden al
objetivo de inducir en el usuario un estado de flow, en el que una publicación
se encadena con la siguiente y el tiempo pasa sin
darse cuenta.
No obstante, para entender la
raíz del funcionamiento de las redes sociales conviene retroceder hasta los
años 50, un tiempo en el que estas habrían sido vistas como ciencia ficción. En
la universidad de Harvard, el psicólogo Burrhus Frederic Skinner está ultimando sus experimentos con
palomas y ratones junto a
Charles Ferster: buscaban probar sus teorías acerca
del condicionamiento operante, según las cuales el comportamiento de un
individuo está influenciado por las consecuencias del mismo.
En la práctica, el experimento
consistía en unos compartimentos -conocidos como las “cajas
de Skinner”- con unas
luces y una palanca que
dispensaba comida al activarla. Los animales aprendieron rápidamente el
mecanismo. Posteriormente, los científicos variaron la recompensa por un
refuerzo variable: el sujeto no siempre recibía
comida al accionar la palanca. Una de las conclusiones de la investigación2 fue
que este último enfoque producía la tasa más lenta de extinción del
comportamiento: los individuos -en este caso las
palomas- repetían el comportamiento más tiempo sin necesidad de refuerzo.
No es difícil trazar la conexión
entre las cajas de Skinner y el feed de
las redes sociales, y son varios los autores que identifican el vínculo. Desde
una perspectiva similar, la doctora Jacqueline Sperling,
impulsora del programa para tratar la ansiedad en el hospital psiquiátrico
McLean, en Massachusetts, compara el diseño de estas
plataformas con el de las máquinas tragaperras. “Cuando el resultado es impredecible, es más probable que el
comportamiento se repita”, escribe, y añade: “Si los jugadores supieran que
nunca van a ganar dinero, nunca jugarían; la idea de una potencial recompensa futura
mantiene las máquinas en uso”.
Ocurre lo mismo con las redes
sociales, donde uno no sabe cuántos likes tendrá una foto o un post, ni
quién los dará, ni cuándo.
Ahora bien, ¿qué lleva a las
multinacionales tecnológicas a implementar este abanico de técnicas adictivas
en el diseño de sus plataformas? El misterio, de nuevo, está oculto a plena luz
del día. “Hay pocas dudas -escriben los autores
del estudio Addiction by design. Some
Dimensions and Challenges of Excessive Social Media Use3- de
que las compañías de redes sociales están financieramente incentivadas para
maximizar la atención de los usuarios a los anuncios en su plataforma -por
ejemplo, vistas o clics en anuncios-, porque la atención del
usuario es el producto por el que son pagados”.
La periodista y autora de How to
Break Up With Your Phone Catherin Price lo expresa
de forma más cruda en un artículo para BBC Science Focus: “Cada minuto que gastas
en redes sociales -escribe- es un minuto haciendo dinero para otro. Es también
un minuto gastado voluntariamente ofreciendo datos que pueden ser recolectados
y vendidos”.
ANSIEDAD,
DEPRESIÓN, HIPERACTIVIDAD
En este punto, uno podría
preguntarse: “Pero, ¿cuál es el problema?”. La
respuesta se puede ofrecer desde muchos niveles. En el plano sociológico, por
ejemplo, las redes fomentan lo que la socióloga Shoshana Zuboff llama “capitalismo de la vigilancia”: la monitorización masiva de nuestra
actividad online, muchas
veces sin que seamos conscientes de ello, y la transformación de estos datos en
mercancía para su compraventa. En lo referido a la salud mental —el tema que
centra el cuarto número de la revista La
Antorcha— el uso de las redes sociales presenta numerosos riesgos
para el individuo.
Fundado en 2018, el Center for Humane Technology recoge estudios científicos realizados en
todo el mundo sobre los riesgos de las redes sociales. Tras analizarlos, sus responsables
concluyen que su uso está “fuertemente correlacionado con el desarrollo de ansiedad
y otros problemas psicológicos, como depresión, insomnio, estrés, reducción de
la felicidad subjetiva
y una sensación de privación mental”.
Otros efectos negativos
relacionados con un uso problemático de las redes4 son la reducción de la atención o el incremento de la impulsividad y la
hiperactividad.
Además de los efectos
generalizados entre la población, también encontramos un puñado de casos
extremos denunciados ante la Justicia. Destaca entre ellos la historia de Chase Nasca, un
adolescente de 16 años a quien el algoritmo de TikTok comenzó
a mostrar vídeos sobre suicidio sin que él los buscase. Poco después, el joven escribió a un amigo “No puedo aguantarlo más”, y se tiró a la vía del
tren.
O Alexis Spence, otra adolescente cuya familia acusa a Meta de que Instagram la encerró en una espiral de grupos
pro-anorexia y chats que
la animaban a no comer.
Para los fundadores del ya citado
Center for Humane Technology, Aza Raskin y Tristan Harris, una clave para
entender la relación entre la sociedad y las redes sociales está en la
prevalencia de “valores zombie”, desfasados,
como la noción de que el uso o abuso de las redes sociales depende de la mera
fuerza de voluntad de las personas. Para Raskin, aunque es importante entrenar
esta capacidad y ejercer la responsabilidad sobre uno mismo y los propios
hijos, esta concepción no tiene en cuenta “la asimetría de poder”.
“Si TikTok
tiene un superordenador entrenado acerca de dónde clican millones de
primates sociales humanos (...) ¿es realmente una cuestión de fuerza de
voluntad?”, señala en un capítulo del
podcast Your Undivided Attention.
Las compañías -aquellas que Alter
equiparaba a las redes del narcotráfico- se excusan: “Solo le damos a
la gente lo que quiere ver: si no les gustase, no
volverían”. Harris concluye el interrogatorio imaginario con
contundencia: la cuestión no es esa, si no
distinguir -dice- “entre aquello que la gente quiere hacer y aquello
que no puede evitar hacer”.
*Artículo publicado
originalmente en la revista ‘La Antorcha’, una
publicación gratuita editada por la Asociación Católica de Propagandistas
(ACdP) y que ofrece una mirada cristiana sobre la realidad.
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