El arco iris aparece, entre las nubes, para saludar al hombre que busca a Dios en medio del milagro inmenso de la vida.
Por: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente:
es.catholic.net
La teoría de la evolución, según algunos, nos dice que plantas y animales,
jilgueros y tomates, Panchos y Lupitas, todos somos parte de un proceso con un
inicio muy lejano y un final incierto.
Para un grupo abundante de evolucionistas, no hay ninguna causa (un Dios que
ponga orden o cree las distintas formas de vida) ni ningún fin (ningún programa
o meta del camino que se recorre). Las casualidades se entrecruzan de modo
imprevisible. Hoy se mezclan varios átomos y dan lugar a una molécula. Mañana
varias moléculas se juntan y dan lugar a cadenas más complicadas. Un día una
cadena empieza a encerrarse sobre sí misma y, con el paso del tiempo, se
comporta como si fuese una célula sin núcleo. Y otro día, se forma un núcleo
con muchas más moléculas (el ácido desoxirribonucleico, para los amigos ADN) y
se reduplica poco a poco...
Desde luego, la duplicación es casual: no es que la célula "quiera" conservarse, pero de hecho se
conserva, y así va todo adelante hasta que aparece en el planeta tierra Pancho
que, por casualidad, le roba los juguetes a su hermana pequeña...
Que todo ocurra por casualidad, como el sonido de la flauta que tocó la burra,
nos parece un poco extraño. Pero para el evolucionista radical pensar en fines
es pensar en inteligencia, y pensar en inteligencia es pensar que existe el
espíritu. Y, para él, el espíritu no tiene espacio en un mundo que es material,
solo material y nada más que material... O, mejor, el espíritu no sería sino un
complejo sistema material de comunicación de las neuronas de un cerebro muy
complicado y muy material, y nada más.
Pero no todos los científicos son evolucionistas radicales. Hay muchos que
admiten el que haya fines, proyectos, planes, en la naturaleza. Cuando vemos
algo tan sencillo como una flor, con un sistema de colores que atrae a los
insectos, con un sistema de protección para que no se destruya el fruto, con un
sistema de producción de polen que garantice al máximo el que algún día nazca
otra flor igual de hermosa, no podemos sino pensar en que alguien ha proyectado
esta flor.
Es cierto que los laboratorios quizá algún día produzcan estructuras viviente,
pero eso será posible porque en esos laboratorios trabajan científicos que
tienen proyectos, fines, que piensan con inteligencia. De lo contrario, ni
habría laboratorios ni habría prensa que les dé publicidad ni habría un mundo
que admirase a los sabios de bata blanca...
Entonces, si admitimos la finalidad, ¿quién la
hizo? ¿Quién está detrás de los camellos, de los ojos de un gato, de la cola de
un faisán, de los cabellos de un niño y de la sonrisa de una anciana llena de
canas y de experiencia? Aparece, en el horizonte, Dios, y a algunos un
personaje tan grande y tan misterioso les parece incómodo. Prefieren dejarlo de
lado, excluirlo del universo, como si fuese un competidor molesto, una teoría
que no sirve para nada o un juez dispuesto siempre a castigar a los
desobedientes.
Aquí las preguntas se podrían multiplicar hasta el infinito. Sólo que conviene
evitar dos extremos. Uno, creer que Dios es incompatible con la ciencia. Si la
ciencia es honesta, cualquier científico debe reconocer que hay algo muy grande
detrás y delante del mundo en el que vivimos.
Como nos recuerda el P. Loring, un jesuita famoso por sus conferencias, "el Premio Nobel de Física Alfredo Kastler declaraba
en agosto de 1968: La idea de que el mundo, el Universo material, se ha creado
él mismo, me parece absurda. Yo no concibo el mundo sino con un Creador, por
consiguiente, Dios. Para un físico, un solo átomo es tan complicado, supone tal
inteligencia, que un Universo materialista carece de sentido. Toda organización
supone un organizador. Si en la Naturaleza hay seres organizados, es inevitable
reconocer la existencia de una inteligencia organizadora".
El otro extremo es pensar que la existencia de Dios elimina la libertad del
hombre. ¿No nos domina y nos subyuga ese Dios que
lo puede todo? Además, ¿cómo conciliar a
Dios con las guerras, la muerte de los niños, el hambre en tantas familias, las
injusticias hacia los pobres y las lágrimas de los ancianos? La
respuesta es más difícil. A veces, incluso, parece que no hay respuesta. El
hecho de que Dios mismo, Jesucristo, se haya dejado crucificar nos da a
entender que la fuerza del mal es enorme, pero no es la última palabra. La
resurrección rompió con las cadenas del pecado, y el universo recibió una luz
que sólo ven los que la acogen con la fe de un niño.
Hay, pues, un final feliz previsto para este mundo misterioso y magnífico. Los
científicos buscan causas. Algunos, por desgracia, se olvidan de la verdadera
Causa y del Fin último. Mientras, como decía santo Tomás, puede ser más
profundo en su ciencia un anciano o anciana con su fe sencilla que la ciencia
de los sabios que buscan como a escondidas nuevas fórmulas para negar lo que es
evidente: que el mundo sin Dios no tiene sentido. Dios, desde su trono, sonríe.
Y el arco iris aparece, entre las nubes, para saludar al hombre que lo busca en
medio del milagro inmenso de la vida.
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