Debemos buscar hacer el bien, trabajar para que cada familia transmita valores y enseñe a amar.
Por: Mons. Ricardo Tobón Restrepo | Fuente:
Conferencia Episcopal de Colombia
La sociedad, agobiada por múltiples fenómenos y situaciones, pide que se dé un
cambio, tal vez sin perspectivas muy claras ni de lo que quiere ni de lo que
puede venir. Se pone en cuestión la estructura misma de la persona humana, la
identidad de las instituciones, la explotación de recursos naturales, el uso
eficiente del dinero público y privado, la organización y funcionalidad de la
realidad política. Hay como una desesperación al no encontrar el sentido
profundo de la vida, al ver la eterna inequidad social que no se logra superar
y al tener que enfrentar los efectos perversos de salidas falaces como el
narcotráfico y la violencia.
La situación de la población, empobrecida desde varios aspectos, contrasta con el mundo ficticio del lujo en ciertos ambientes, del espectáculo y la diversión ajenos a la realidad, de las maniobras políticas y económicas que no resuelven las necesidades básicas de la gente. No hay una verdadera conciencia sobre la dignidad de cada persona, no se da el profundo respeto que se debe a la vida humana, no hay autoridad que proteja a las personas indefensas frente a la violencia y la extorsión, no tenemos la calidad educativa que requieren las nuevas generaciones, no puede admitirse que una ciudad cifre su importancia en ser un burdel, no es aceptable que jóvenes y adultos no puedan más y se lancen a vivir en la calle o atenten contra su propia vida.
No podemos acostumbrarnos con
indolencia a que tantas personas vivan en la pobreza, que carezcan de lo
indispensable en materia de vivienda, alimentación y salud. Esa indiferencia es
la que va aceptando que la vida no tiene valor y que, para mantener la
comodidad, se puede interrumpir la gestación de los niños en el vientre de la
madre y se puede acudir a la eutanasia mirando como una carga a los enfermos y
a los ancianos. Ante esta realidad, a todos nos urge ser positivos y
propositivos. No podemos quedarnos lamentando el mal, sino que debemos actuar
contra él; no se puede cancelar el futuro, nuestra sociedad merece una
oportunidad para salir adelante.
Pero. es inútil esperar cambios y
reformas sociales, si no se transforma lo esencial: el corazón de cada ser
humano. No nos engañemos; las reformas necesarias para adecuar el presente a un
futuro mejor, que supere la mentira, el egoísmo y la injusticia, no vendrán si
no se educa la conciencia, que genera una escala de auténticos valores y nos
hace capaces del encuentro, de la solidaridad y de la fraternidad. Todo el que
no logre este cambio será un depredador de los demás y de la sociedad, un generador
de corrupción y de crímenes, un enemigo del estado de derecho y del bien común.
Debemos hacernos conscientes que nos falta, primero que todo, una verdadera
reforma interior.
Ahí está la misión de la Iglesia,
que debe ser capaz de mostrar, ante una realidad que no responde al proyecto de
Dios y ante los espejismos que vislumbran soluciones falsas, la verdad
sobre la dignidad humana, sobre la responsabilidad social que pesa sobre cada
ciudadano, sobre los valores indispensables y constitutivos de una nación,
sobre el compromiso personal que debe superar el mundo de las apariencias y de
las posiciones cómodas, sobre la esperanza que va más allá de lo terreno. Como
Jesús, debemos seguir llamando a la conversión, a la reforma de la mente, a la
transformación del corazón para construir el nuevo mundo que necesitamos. Ojalá
veamos y actuemos antes de que sea tarde.
Por tanto, nosotros, de modo
personal y comunitario, debemos buscar hacer el bien, trabajar para que cada
familia transmita valores y enseñe a amar, influir para que los diversos grupos
e instituciones procuren mejorar la vida laboral, social, educativa y política
del país. Sabemos que debemos entregar la vida en el servicio y la misión
venciendo el mal, como Jesús, con el poder de la verdad, del bien y del amor.
No podemos sentirnos agobiados ni derrotados, sino convocados con urgencia a
trabajar por la construcción de un mundo nuevo con la fuerza del Espíritu del
Señor Resucitado. Es muy honroso y urgente el llamamiento a ser luz y levadura del
mundo.
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