Una de las primeras conclusiones que podemos extraer de los comentarios que aparecen en mi anterior artículo sobre el bautismo es que los modernistas no creen en el pecado original ni en la necesidad del bautismo para la salvación. Siguiendo la filosofía de la ilustración, creen que los niños nacen inocentes y santos y no hijos de la ira. Creen que «el hombre es bueno por naturaleza», tras la estela de Rousseau, y que no necesitan el bautismo para volver a nacer del agua y del Espíritu.
Veamos la doctrina católica sobre el pecado original. Copio a Royo Marín en su
librito titulado La fe de la Iglesia,
publicado por la BAC (páginas 131 y siguientes):
El primer hombre fue
constituido sin pecado, en justicia y gracia de Dios.
«Dios omnipotente
creó recto al hombre, sin pecado, con libre albedrío y lo puso en el paraíso y
quiso que permaneciera en la santidad de la justicia. El hombre, usando mal de
su libre albedrío, pecó y cayó, y se convirtió en “masa de perdición” de todo
el género humano» (C. de Quiersy, 316).
El primer hombre tuvo libre
albedrío (Trento, 815) y dones sobrenaturales (San Pío V, 1023.1024) y
preternaturales, principalmente el don de la integridad (ibid., 1026) y el de
la inmortalidad (C. XVI de Cartago, 101; Trento 788; Pío XI, 2212).
Dada la importancia de esta
materia, recogemos a continuación el «Decreto sobre
el pecado original» del Concilio de Trento, en el que se promulgó de
manera definitiva e irreformable la doctrina
de fe obligatoria para todos
los católicos (cf. D 787-92) (subrayados míos):
Para que nuestra fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6), limpiados los errores,
permanezca íntegra e incorrupta en su sinceridad, y el pueblo cristiano no “sea llevado de acá para allá por todo viento de
doctrina” (Ef 4, 14); como quiera que aquella antigua serpiente, enemiga
perpetua del género humano, entre los muchísimos males con que en estos tiempos
nuestros es perturbada la Iglesia de Dios, también sobre el pecado original y
su remedio suscitó no sólo nuevas, sino hasta viejas disensiones; el
sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en
el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los mismos tres Legados de la Sede
Apostólica, queriendo ya venir a llamar nuevamente a los errantes y confirmar a
los vacilantes, siguiendo los testimonios de las Sagradas Escrituras, de los
Santos Padres y de los más probados Concilios, y el juicio y sentir de la misma
Iglesia, establece, confiesa y declara lo que sigue sobre el mismo pecado
original.
1. Si alguno no
confiesa que el primer hombre Adán, al transgredir el mandamiento de Dios en el
paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había sido
constituido, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira y la
indignación de Dios y, por tanto, en la muerte
con que Dios antes le había amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el
poder de aquel “que tiene el imperio de la muerte” (Hb
2, 14), es decir, del diablo, y que toda la persona de Adán por aquella ofensa
de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma: sea anatema.
2. Si alguno afirma que la prevaricación
de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la
santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y
no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo
transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el
pecado que es muerte del alma:
sea anatema, pues contradice al Apóstol que dice: “Por un solo hombre entró el
pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó
la muerte, por cuanto todos habían pecado” (Rm 5, 12)
3. Si alguno afirma que este pecado
de Adán que es por su origen uno
solo y, transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio
en cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza
humana o por otro remedio que por el mérito del solo mediador, Nuestro Señor
Jesucristo, el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención (1 Cor. 1, 30), nos reconcilió con el Padre en su sangre; o
niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a
los párvulos por el sacramento del bautismo,
debidamente conferido en la forma de la Iglesia: sea anatema. Porque no
hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que hayamos de salvarnos
(Act. 4, 121. De donde aquella voz: He aquí el
cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo (Jn 1, 29).
Y la otra: Cuantos fuisteis bautizados en Cristo,
os vestisteis de Cristo (Gal. 3, 27).
4. Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del
seno de su madre, aun cuando
procedan de padres bautizados, o dice que son bautizados para la remisión de
los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original que haya
necesidad de ser expiado en el lavatorio de la regeneración para conseguir la
vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo para la remisión de
los pecados se entiende en ellos no como verdadera, sino como falsa: sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol: Por un solo hombre entra el pecado en el mundo, y por el
pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos
habían pecado (Rm 5, 12), no de otro modo ha de entenderse, sino como lo
entendió siempre la Iglesia Católica, difundida por doquier. Pues por esta
regla de fe procedente de la tradición de los Apóstoles, hasta los párvulos que
ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son bautizados verdaderamente
para la remisión de los pecados, para que en ellos por la regeneración Se
limpie lo que por la generación contrajeron. Porque si uno no renaciere del
agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3, 5).
5. Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que se
confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también
si afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de
pecado, sino que sólo se rae o no se imputa:
sea anatema. Porque en los renacidos nada odia Dios, porque nada hay de
condenación en aquellos que verdaderamente por el bautismo están sepultados con
Cristo para la muerte (Rm 6, 4), los que no andan según la carne (Rm 8, 1),
sino que, desnudándose del hombre viejo y vistiéndose del nuevo, que fue creado
según Dios (Ef 4, 22 ss; Col. 3, 9 s), han sido hechos inocentes, inmaculados,
puros, sin culpa e hijos amados de Dios, herederos de Dios y coherederos de
Cristo (Rm 8, 17); de tal suerte que nada en absoluto hay que les pueda
retardar la entrada en el cielo. Ahora bien, que la concupiscencia o fomes
permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo confiesa y siente; la
cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la
consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo. Antes bien, el
que legítimamente luchare, será coronado (2 Tm 2, 5). Esta concupiscencia que
alguna vez el Apóstol llama pecado (Rm 6, 12 ss), declara el santo Concilio que
la Iglesia Católica nunca entendió que se llame pecado porque sea verdadera y
propiamente pecado en los renacidos, sino porque procede del pecado y al pecado
inclina. Y si alguno sintiere lo contrario, sea anatema.
6. Declara, sin embargo, este mismo santo
Concilio que no es intención suya comprender en este decreto, en que se trata
del pecado original a la bienaventurada e inmaculada Virgen María. Madre de
Dios, sino que han de observarse las constituciones del Papa Sixto IV, de feliz
recordación, bajo las penas en aquellas constituciones contenidas, que el
Concilio renueva.
Hasta aquí la doctrina
expresamente definida por el concilio de Trento. En nuestros días el Credo del Pueblo de Dios, promulgado por Pablo VI, resume esta doctrina en la siguiente forma:
«Creemos que todos
pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo
que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que
padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el
que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros padres, ya que
estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba
exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta
manera, destituida del don de la gracia de que antes estaba adornada, herida en
sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a
todos los hombres; por esta misma razón, todo hombre nace en pecado.
Mantenemos, pues siguiendo el concilio de Trento, que el pecado original se
transmite, juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no
por imitación, y que se halla como propio de cada uno».
CONSECUENCIAS
DEL PECADO ORIGINAL
Según la doctrina oficial de la
Iglesia, las principales consecuencias del pecado original en todos los hombres
del mundo, cristianos o paganos, son las siguientes:
1ª Adán perdió para sí y para todos sus descendientes la inocencia y la
santidad de su primer estado (Trento, 789), quedando sujeto a la muerte y al
cautiverio del diablo (ibid., 788).
2ª La naturaleza humana fue mudada en peor según el cuerpo y el alma (C. II
de Orange, 174; Trento, 788).
3ª La naturaleza humana quedó sujeta a la concupiscencia (o fomes peccati), que permanece incluso en los
bautizados (Trento 792), si bien no puede dañar a los que no la consienten,
sino que la resisten por la gracia de Jesucristo (Ibid.).
4ª El entendimiento del hombre caído quedó debilitado y oscurecido
(Gregorio XVI, 1627) y el libre albedrío atenuado en sus fuerzas y mal
inclinado (C. V de Orange, 181; Trento, 793), pero de ninguna manera totalmente
extinguido (Trento, 815).
5ª El hombre caído puede, aun sin la gracia de Dios, realizar algunas obras
naturalmente buenas (San Pío V, 1027s.1037s), aunque no puede merecer sin la
gracia la vida eterna (Trento, 812). Por lo mismo, es falso que todas las obras
de los infieles sean pecados y las virtudes de los filósofos, vicios (San Pío
V, 1025).
6ª El hombre caído no puede evitar durante toda su vida todos los pecados,
incluso los veniales, a no ser por un privilegio especial de Dios, como el que
recibió la Virgen María (Trento, 833).
El nacimiento
espiritual del cristiano a la vida de la gracia se verifica por el sacramento
del bautismo, que por eso recibe en teología
el nombre de sacramento de la regeneración. También se le llama, con mucha
propiedad, sacramento de la adopción, porque nos infunde la gracia
santificante, que nos hace hijos adoptivos de Dios. El sacramento del bautismo
infunde la gracia regenerativa, convierte al bautizado en templo vivo de la
Santísima Trinidad; le hace miembro de vivo de Jesucristo; imprime el carácter
cristiano; borra el pecado original y los actuales, si los hay; y remite toda
pena debida por los pecados.
EL
LIMBO DE LOS NIÑOS[1]
Las almas de los niños muertos
sin bautismo no pueden ir al cielo ni al infierno. Dice Royo Marín que su lugar
propio es el llamado limbo de los niños. Pero la existencia del limbo de los niños no puede probarse por la Sagrada
Escritura ni por los Santos Padres. En ninguna definición dogmática o simple declaración doctrinal de
algún concilio se habla expresamente del limbo como lugar distinto del infierno
de los condenados. Solamente en la declaración de Pío VI contra los errores del
sínodo pistoriense se alude entre paréntesis a aquel lugar inferior «que los fieles suelen designar con el nombre de limbo de
los niños» (Denz. 1526). Es el único documento eclesiástico en el que
aparece la palabra limbo.
El Concilio de Cartago aprobado
por el papa Zósimo declaró contra el pelagianismo que no puede admitirse un
lugar en el cielo o fuera de él donde los niños muertos sin bautismo vivirían
felices.
Santo Tomás de
Aquino enseña que los niños muertos sin bautismo gozarán en su alma y cuerpo de
una felicidad real. Porque, aunque estén separados de Dios por la privación de
los bienes sobrenaturales, permanecen unidos a Él por los bienes naturales que
poseen, lo que basta para gozar de Dios por el conocimiento y el amor natural.
Por otra parte, enseña el Doctor
Angélico que el cuerpo resucitado de los niños muertos sin bautismo será
impasible, esto es, invulnerable al dolor; no por una dote o cualidad
intrínseca, como ocurre con el cuerpo de los bienaventurados, sino porque no
habrá ninguna causa extrínseca que pueda producírselo. Después de la
resurrección no habrá ningún agente extrínseco que pueda infligir algún dolor
sino por disposición de la divina justicia en castigo de los culpables y a los
niños muertos con solo el pecado original no se les debe ningún castigo de orden
físico. Luego no experimentarán jamás ningún dolor, lo que contribuirá también
a su felicidad natural.
Esta opinión de Santo Tomás ha
sido aceptada por la gran mayoría de los teólogos. Royo Marín aporta la opinión
del teólogo Didiot, antiguo decano de la Facultad de Teología de
Lille, que se expresaba así:
«Los niños muertos
sin bautismo no tienen sino facultades, tendencias y aspiraciones naturales
hacia Dios. Tienen en Él su vida, su luz, su alegría, su felicidad; pero de
orden puramente natural y a través de los velos y las sombras de sus
pensamientos, razonamientos y meditaciones humanas. Se adhieren a Él sin que
puedan jamás ser separados de Él, peo hay una distancia y un medio entre ellos
y Él…». Y hasta se arriesga a decir «que no le costaría nada creer que son
posibles y hasta frecuentes las relaciones entre el cielo de los elegidos y el
limbo de los niños; que los lazos de sangre conservan su fuerza en la eternidad
y que la familia cristiana, reconstruida allá arriba, no será privada de la alegría
de volver a encontrar y amar a los que fueron un día sus queridos pequeños».
Por su parte L. Garriguet,
en Le bon Dieu, dedica un
capítulo a la suerte de los niños del limbo y dice que Dios, no contento con eximirles de toda clase de sufrimientos, les hace
gozar de una bienaventuranza natural que es suficiente para saciar el deseo de
felicidad. Son
más felices de lo que lo hubieran podido ser jamás acá en la tierra y bendicen
a los que les han dado el ser… Reverencian el poder de Dios, que les llamó de la
nada a la existencia y se inclinan ante su providencia, que ordena todas las
cosas con sabiduría y suavidad y que acaso no haya permitido su muerte tan
temprana sino para impedir que se perdieran eternamente.
Dios es Caridad y el niño que muere sin bautizar
queda en las manos de la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres
se salven.
[1] Teología
de la Salvación, Antonio Royo Marín, BAC, Madrid, 1956. Capítulo V,
págs.. 379 y ss.
Pedro L. Llera
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