El Papa Francisco continuó en la Audiencia General de este miércoles 15 de junio con sus catequesis sobre la vejez.
Ante los fieles presentes en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco
reflexionó sobre el tema “El alegre servicio de la
fe que se aprende en la gratitud” (Lectura: Mc 1,29-31).
A continuación, la
catequesis completa del Papa Francisco:
Hemos escuchado la sencilla y conmovedora historia de la sanación de la
suegra de Simón – que todavía no era llamado Pedro – en la versión del
evangelio de Marcos. El breve episodio es narrado con ligeras pero sugerentes
variaciones también en los otros dos evangelios sinópticos. «La suegra de Simón estaba en la cama con fiebre», escribe
Marcos.
No sabemos si se trataba de una enfermedad leve, pero en la vejez
también una simple fiebre puede ser peligrosa. Cuando eres anciano, ya no
mandas sobre tu cuerpo. Es necesario aprender a elegir qué hacer y qué no
hacer. El vigor del cuerpo falla y nos abandona, aunque nuestro corazón
no deja de desear.
Por eso es necesario aprender a purificar el deseo: tener
paciencia, elegir qué pedir al cuerpo, a la vida. De mayores no podemos hacer
lo mismo que hacíamos de jóvenes, hay que escuchar al cuerpo. También ahora yo
tengo que andar con el bastón.
La enfermedad pesa sobre los ancianos de una manera diferente y nueva
que cuando uno es joven o adulto. Es como un golpe duro que se abate en un
momento ya difícil. La enfermedad del anciano parece acelerar la muerte y en
todo caso disminuir ese tiempo de vida que ya consideramos breve.
Se insinúa la duda de que no nos recuperaremos, de que “esta vez será la última que me enferme…”. No
se logra soñar la esperanza en un futuro que aparece ya inexistente. Un
famoso escritor italiano, Italo Calvino, notaba la amargura de los
ancianos que sufren el perderse las cosas de antes, más de lo que
disfrutan la llegada de las nuevas. Pero la escena evangélica que hemos
escuchado nos ayuda a esperar y nos ofrece ya una primera enseñanza: Jesús no visita solo a esa anciana mujer enferma, va con
los discípulos.
Esto nos debe hacer pensar un poco. Es la comunidad cristiana que debe
cuidar de los ancianos: parientes y amigos. La visita a los ancianos debe
ser hecha por muchos, juntos y con frecuencia. Nunca debemos olvidar estas tres
líneas del Evangelio. Sobre todo hoy que el número de los ancianos ha crecido
considerablemente.
En proporción con los jóvenes, porque con este invierno demográfico no
hay tantos niños y hay más ancianos que jóvenes. Debemos sentir la
responsabilidad de visitar a los ancianos que a menudo están solos y
presentarlos al Señor con nuestra oración. El mismo Jesús nos enseñará a
amarlos. «Una sociedad es verdaderamente acogedora
de la vida cuando reconoce que ella es valiosa también en la ancianidad,
en la discapacidad, en la enfermedad grave e, incluso, cuando se está
extinguiendo» (Mensaje a la Pontificia Academia por la Vida, 19 de
febrero de 2014).
Jesús, cuando ve a la anciana mujer enferma, la toma de la mano y la
sana poniéndola de nuevo de pie. Jesús, con este gesto tierno de amor, da
la primera lección a los discípulos: la salvación se anuncia o, mejor, se
comunica a través de la atención a esa persona enferma; y la fe de esa mujer
resplandece en la gratitud por la ternura de Dios que se inclinó ante
ella.
Esta cultura del descarte parece borrar a los ancianos. No los mata pero
socialmente los cancela, como si fuesen un peso para llevar hacia adelante y
los medio esconden. Esto es una traición a la propia humanidad. Esto es la cosa
más fea, es seleccionar la vida según la utilidad, según la juventud, y no con
cómo es la vida, con la sabiduría de los ancianos, con sus límites.
Los ancianos tienen mucho que darnos, son la sabiduría de la vida,
tienen mucho que enseñarnos. Por eso debemos enseñar, también a los niños,
que vayan y acudan a los abuelos. El diálogo entre los abuelos y los
pequeños es fundamental para la sociedad, para la Iglesia y para la sanidad de
la vida. Donde no hay diálogo entre jóvenes y ancianos, falta algo y crece una
generación sin pasado y sin raíces.
Si la primera lección la dio Jesús, la segunda nos la da la anciana, que
“se levantó y se puso a servirles”. También
como ancianos se puede, es más, se debe servir a la comunidad. Está bien que
los ancianos cultiven todavía la responsabilidad de servir, venciendo a
la tentación de ponerse a un lado.
El Señor no les descarta, al contrario les dona de nuevo la fuerza para
servir. Y me gusta señalar que no hay un énfasis especial en la historia
por parte de los evangelistas: es la normalidad del seguimiento, que los
discípulos aprenderán, en todo su significado, a lo largo del camino de
formación que vivirán en la escuela de Jesús.
Los ancianos que conservan la disposición para la sanación, el consuelo,
la intercesión por sus hermanos y hermanas – sean discípulos, sean
centuriones, personas molestadas por espíritus malignos, personas descartadas…
-, son quizá el testimonio más elevado de pureza de esta gratitud que
acompaña la fe. Si los ancianos, en vez de ser descartados y apartados de la
escena de los eventos que marcan la vida de la comunidad, fueran puestos en el
centro de la atención colectiva, se verían animados a ejercer el valioso
ministerio de la gratitud hacia Dios, que no se olvida de nadie.
La gratitud de las personas ancianas por los dones recibidos por Dios en
su vida, así como nos enseña la suegra de Pedro, devuelve a la comunidad la
alegría de la convivencia, y confiere a la fe de los discípulos el rasgo
esencial de su destino.
Pero tenemos que entender bien que el espíritu de la intercesión y del
servicio, que Jesús prescribe a todos sus discípulos, no es simplemente una
cosa de mujeres: en las palabras y en los gestos de
Jesús no hay ni rastro de esta limitación. El servicio evangélico
de la gratitud por la ternura de Dios no se escribe de ninguna manera en
la gramática del hombre amo y de la mujer sierva. Sin embargo, esto no
significa que las mujeres, sobre la gratitud y sobre la ternura de la fe,
puedan enseñar a los hombres cosas que a ellos les cuesta más comprender.
La suegra de Pedro, antes de que los apóstoles llegaran, a lo largo del
camino de la secuela de Jesús, les mostró el camino también a ellos. Y la
delicadeza especial de Jesús, que le “tocó la
mano” y se “inclinó delicadamente” ante
ella, dejó claro, desde el principio, su sensibilidad especial hacia los
débiles y los enfermos, que el Hijo de Dios ciertamente había aprendido
de su Madre.
Por favor, busquemos que los abuelos y ancianos estén cercanos a los
jóvenes y a los pequeños, para transmitir esta memoria de la vida, para
transmitir esta experiencia de la vida, esta sabiduría de la vida.
En la medida en que nosotros hagamos que los jóvenes y ancianos se
relacionen, en esta medida estará la esperanza para el futuro de nuestra
sociedad.
Redacción ACI Prensa
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