Dios te ama porque Dios es amor (1 Jn. 4, 8)
Hace un tiempo escuché la
historia de un padre de ocho hijos al cual fue a visitar un buen amigo. Los dos
hombres compartían un café entre conversaciones simpáticas sobre la política y
el tiempo que haría en su ciudad ese fin de semana. Entre risas y
trivialidades, de repente, al amigo de aquel padre le viene una pregunta a la
cabeza. Era una de esas preguntas que solo saben hacer los solteros y los que
no tienen prole, pero que son bienvenidas porque nos permiten hablar de lo que
tenemos en el corazón.
Pepe, tú tienes 8
hijos, con tantos hijos, todos con personalidades diferentes, aficiones
diferentes, gustos diferentes, seguro debes tener alguno que sea tu favorito…
Y Pepe se queda pensando un rato,
como escudriñando a cada hijo, buscando recuerdos en su memoria y le responde a
su amigo:
Bueno pues ya que
lo preguntas, está Marta, mi querida Martita, siempre tan responsable, pero lo
está pasando fatal, se está divorciando de su marido que le ha sido infiel —y con
cara de enamorado suspira— ¡ay mi
Marta!
Antes de acabar bien la frase
dice: ¡Ah y claro! Está Juan, mi pequeño
Juan, siempre ha tenido una personalidad melancólica, y ahora en el colegio le
hacen bullying, mi querido niño pequeño, como quisiera que entendiera lo
especial que es… ¡Ah! espera y Lucía, la del medio, es igualita a su madre, una
muñeca preciosa, ella siempre ha sido gordita, mi gordita, ahora se le ha
metido en la cabeza que es fea, si ella pudiera entender cómo la ven mis ojos…
Y también está Marcos…
Y así, poco a poco, y sin dejarse
ningún detalle, fue nombrando a cada uno de sus hijos, con sus luces y sus
sombras, con tanto amor en sus palabras. Al final, el amigo
entendió que Pepe tenía ocho hijos favoritos, que a todos los quería por igual —a cada uno desde su
necesidad— conociéndolos realmente, porque nadie conoce mejor a alguien
que sus propios padres.
Esta historia sencilla nos habla
del amor del Padre, quien no nos ama como a un rebaño, sino que conoce a cada
oveja por su nombre y nos ha pensado con exclusividad y con finura de detalle.
Últimamente, me he encontrado en
muchos sitios con la necesidad que tenemos en la Iglesia de que nos recuerden
este amor único. A veces me da la impresión de que predicamos mucho el
sacrificio y el sacar músculo, y nos olvidamos del amor incondicional de
Dios. Ese que lo da todo, ese amor que transforma la vida y nos quita de
encima un gran peso. Esa seguridad de sentirnos queridos es lo que nos hace
crecer y afianzarnos en la fe. Sin la certeza de este amor, nos puede pasar que acabemos rezando a un Dios Ikea y no al Dios
vivo que conoce nuestro nombre.
Sí, un Dios Ikea,
alimentado por la falsa creencia de que somos creados en serie como una
interminable producción de seres humanos, y no como seres únicos —soñados
y pensados con detalle y delicadeza— formados con sumo cuidado en el
vientre de nuestra madre.
Jeremías 1, 5 dice: “Antes de que yo te formara en
el vientre de tu madre, ya te conocía. Antes de que nacieras, ya te había
elegido…”
No, nuestro Dios no nos
ha creado en serie; nos ha creado en serio. No somos el producto del azar,
sino la delicada creación de un Padre que se ha tomado el tiempo de otorgarnos
a cada uno un nombre eterno, una personalidad única, que se ha deleitado en
pensar en nuestras rarezas y particularidades —eso que nos hace ser
quienes somos— y que tiene un plan
exclusivo y perfecto para cada uno de sus hijos.
En Isaías 49, 16 se nos habla
sobre un Dios que nos lleva tatuados en las palmas de sus manos. Sí, tatuados
como una marca indeleble, imborrable, porque el pacto de amor que tiene
con nosotros es eterno y es único. Tan
único como la marca de tinta que hace un tatuador, que es exclusiva porque es
imposible hacerla en serie, pues siempre habrá una línea o un punto diferente
al anterior, porque es la creación de un artista.
Quizás sea buen momento para
volver a mirar hacia arriba, como niños pequeños que miran a su Papá y que
extienden sus manos para que los alcen en brazos. Porque, ¿qué lugar hay más seguro que los brazos de Papá, que nos conoce y que
nos quiere a cada uno tal y como somos, con nuestras luces y con nuestras
sombras?
“Con amor eterno te he amado y por eso te sigo mostrando mi fiel amor” (Jer 31, 3).
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