Hoy, 16 de abril, es Sábado Santo. Es el día de la espera. El cuerpo inerte de Jesús ha sido colocado en el sepulcro y, no muy lejos, María permanece en oración, acompañando a la Iglesia.
UN GRAN SILENCIO
ENVUELVE LA TIERRA
El Papa Emérito Benedicto XVI, en el año 2010, expresaba hermosamente
aquello que define al Sábado Santo: «El Sábado
Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una antigua homilía:
“¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran
silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme (...). Dios ha muerto en la
carne y ha puesto en conmoción a los infiernos” (Homilía sobre el Sábado Santo:
PG 43, 439)». Estas palabras evocan el Credo cuando profesamos que
Jesucristo “padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día
resucitó de entre los muertos”.
No es poca cosa pensar en que Cristo “descendió
a los infiernos”. El Señor ha llevado hasta lo impensable su amor, y ha
penetrado la soledad más absoluta, en la lejanía más extrema. Desde aquel
primer Sábado Santo sabemos que no hay nada que escape al amor de Dios. Incluso
en la mayor de las tinieblas ha brillado su Luz.
MARÍA, MADRE DE LA
ESPERANZA, NOS ENSEÑA ESPERAR Y CONFIAR
En ese momento, cuando Dios ha dejado el mundo y todo es desolación,
María confía en las promesas de su Hijo y conserva la esperanza en su interior.
Ella se hace madre de la espera paciente. Está dolida por la muerte de su hijo
ciertamente, pero mantiene viva la llama de la fe. Cuando todos parecen dar la
espalda, allí está la Madre, de pie, en esperanza.
El P. Juan José Paniagua, en una reflexión sobre el Sábado Santo,
recordaba que muchos de los seguidores de Jesús -amigos, discípulos, apóstoles-
se desilusionaron porque creían que él iba a ser el “Gran
Mesías” de Israel: un guerrero que los
liberara del dominio romano con puño de hierro y un ejército numeroso.
Por eso, al ver que Cristo se dejó crucificar y murió, muchos quedaron tristes
y desilusionados. “Jesús fracasó, volvamos a
nuestras tareas ordinarias”, pensaron los discípulos de Emaús. El grupo
más cercano a excepción de María, Juan y algunas mujeres eran presa del miedo,
y estaban escondidos.
Incluso las mujeres que estuvieron al pie de la Cruz daban por muerto al
Maestro. Ellas acudieron a embalsamar el cuerpo del Señor, algo que solo se
hace con la convicción de que todo ha terminado. Habían olvidado la promesa de
la resurrección de Cristo, o, lo que es peor, recordando la promesa, no le
dieron crédito a lo dicho por el Señor.
¡Qué contraste con la Virgen! ¡Bendita sea la Madre
de Dios! Porque cuando todos desfallecían,
solo Ella se mantuvo firme. Hoy, es “el día del
ocultamiento de Dios'', es verdad, pero también es la “hora de María”, es la hora de la fe.
BIENAVENTURADOS LOS QUE
CREEN SIN HABER VISTO
Quizás por esa falta de fe, cuando encontraron el sepulcro vacío “se llenaron de terror”. No entendían por qué no
estaba el cuerpo de Jesús y al aparecer el ángel, una de ellas le pregunta: “¿Adónde se han llevado al Señor?” Sólo cuando ven
a Cristo aparecer, creen.
La Virgen María, en cambio, no fue al sepulcro porque conservaba
intactas la fe y la esperanza. María sí había acogido la palabra de Dios en su
corazón. Ella no estaba desilusionada, ni asustada, ni desconfiaba. Ella elige
esperar la resurrección de su Hijo.
Redacción ACI Prensa
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