La imagen del senador anciano, retirado en su villa. Un paseo por un camino en medio de un campo, una tertulia con tres o cuatro amigos en un cenador de un jardín, un huerto donde crecen sabrosos ajetes que pasan de la tierra al plato o uno puerros asados en una parrilla, lo que en mi tierra se llamada una calsotada.
Si algo era
ley universal en Huesca, donde no había ricos, era la vida sencilla. En 1960 la
figura del terrateniente era conocida solo por las películas. Esa provincia sin
industria, sin latifundios, sin gran comercio, era una tierra igualitaria.
Tampoco había pobreza.
Los textos
latinos de la república (romana) nos resultaban tan cercanos a nuestra vida y a
lo que nos rodeaba. Sí, aquellos textos ya eran reflejo de un ideal de vida
rústica que dejaba de existir entre la clase que escribía esas obras. Pero esa
vida rústica seguía viva en la provincia de Huesca en 1960.
Por eso,
para mí, el final de una vida no era un ideal de mansiones o lujos, sino la
apacible vida descrita por Cicerón en su villa o de un Lépido o de un Ovidio.
Los lujos artificiosos de no pocos ultrarricos de nuestra generación me parecen
una forma peor de vivir. Sus excesos en el vestir, las joyas y costumbres
similares siempre me han producido conmiseración, ni un gramo de envidia.
Un ser
humano necesita un sillón cómodo, un salón de estar, una televisión, una
cocina, una cama amplia. El resto es solo para enseñarlo a los visitantes. Pero
qué ganas tienen de complicarse nuestros semejantes.
Como clérigo
os voy a confesar que cuando tenía treinta años me imaginaba algo parecido a
esto, pero en versión parroquial. Habiéndome dedicado a la literatura toda la
vida y disfrutando de una apacible vida mientras ayudaba en una iglesia,
dedicado a recibir visitas y apareciendo en los medios de comunicación de tanto
en tanto para dar opiniones sobre todos los asuntos. Os puedo asegurar que el
tema del exorcismo irrumpió en mi vida a mis treinta y tres años como un
meteorito que descolocaba todo lo que esperaba y deseaba. Aquello vino sin
buscarlo y se fue sin un suspiro por mi parte.
Me siento en
un periodo de indeterminación, de final de lo pasado y de esperar lo futuro que
venga. Quizá me espere una versión moderada de lo que al principio pensé que
sería el final de mis días. En cualquier caso me es tan cara la idea de
escribir mi última obra, mi testamento final, en los últimos años. Me imagino
que para todo escritor esa imagen resulta muy querida.
P. FORTEA
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