El Papa Francisco celebró este viernes 3 de diciembre una Misa en el Estadio GSP de Nicosia, en el marco del segundo día de su visita apostólica a Chipre, y en la que recomendó tres pasos que pueden ayudar a acoger al Señor que viene en Navidad.
A continuación, la homilía completa del Papa
Francisco:
Mientras Jesús pasaba, dos ciegos le expresaban a gritos su miseria y su
esperanza: «¡Hijo de David, ten piedad de
nosotros!» (Mt 9,27). “Hijo de David” era
un título atribuido al Mesías, que las profecías anunciaban como proveniente de
la estirpe de David. Los dos protagonistas del Evangelio de hoy son ciegos y,
sin embargo, ven lo más importante: reconocen a Jesús como el Mesías que ha
venido al mundo. Detengámonos en tres pasos de este encuentro que, en este
camino de adviento, pueden ayudarnos a acoger al Señor que viene.
El primer paso: ir a Jesús para sanar. El texto dice que los dos ciegos
gritaban al Señor mientras lo seguían (cf. v. 27). No lo veían, pero escuchaban
su voz y seguían sus pasos. Buscaban en el Cristo lo que habían preanunciado
los profetas, es decir, los signos de curación y de compasión de Dios en medio
de su pueblo. A este respecto, Isaías había escrito: «Se
despegarán los ojos de los ciegos» (35,5). Y otra profecía, incluida en
la primera Lectura de hoy: «Los ojos de los ciegos
verán sin sombra ni oscuridad» (29,18). Los dos ciegos del Evangelio se
fían de Jesús y lo siguen en busca de luz para sus ojos.
¿Y por qué, hermanos y hermanas, estas dos personas
se fían de Jesús? Porque perciben que, en la oscuridad
de la historia, Él es la luz que ilumina las noches del corazón y del mundo,
que derrota las tinieblas y vence toda ceguera. También nosotros, como los dos
ciegos, tenemos cegueras en el corazón. También nosotros, como los dos ciegos,
somos viajeros a menudo inmersos en la oscuridad de la vida. Lo primero que hay
que hacer es acudir a Jesús, como Él mismo dijo: «Vengan
a mí todos los cansados y abrumados por cargas, y yo los haré descansar» (Mt
11,28). ¿Quién de nosotros no está de alguna manera
cansado y abrumado? Pero nos resistimos a ir hacia Jesús; muchas veces
preferimos quedarnos encerrados en nosotros mismos, estar solos con nuestras
oscuridades, autocompadecernos, aceptando la mala compañía de la tristeza.
Jesús es el médico, sólo Él, la luz verdadera que ilumina a todo hombre (cf. Jn
1,9), nos da luz, calor y amor en abundancia. Sólo Él libera el corazón del
mal. Podemos preguntarnos: ¿me encierro en la
oscuridad de la melancolía, que reseca las fuentes de la alegría, o voy al
encuentro de Jesús y le ofrezco mi vida? ¿Sigo a Jesús, lo “persigo”, le grito
mis necesidades, le entrego mis amarguras? Hagámoslo, démosle a Jesús la
posibilidad de curarnos el corazón: este es el
primer paso; la curación interior requiere otros dos.
El segundo paso es llevar las heridas juntos. En este relato evangélico
no se cura a un solo ciego, como por ejemplo, en el caso de Bartimeo (cf. Mc
10,46-52) o del ciego de nacimiento (cf. Jn 9,1-41). Aquí los ciegos son dos.
Se encuentran juntos en el camino. Juntos comparten el dolor por su condición,
juntos desean una luz que pueda hacer brillar un resplandor en el corazón de
sus noches. El texto que hemos escuchado está siempre en plural, porque los dos
hacen todo juntos: ambos siguen a Jesús, ambos,
dirigiéndose a Él, le piden la curación a gritos; no cada uno por su lado, sino
juntos. Es significativo que digan a Cristo: ten
piedad de nosotros. Usan el “nosotros”, no dicen “yo”. No piensa cada uno en su
propia ceguera, sino que piden ayuda juntos. Este es el signo elocuente de la
vida cristiana, el rasgo distintivo del espíritu eclesial: pensar, hablar y
actuar como un “nosotros”, saliendo del individualismo y de la pretensión de la
autosuficiencia que enferman el corazón.
Los dos ciegos, al compartir sus sufrimientos y con su amistad fraterna,
nos enseñan mucho. Cada uno de nosotros de algún modo está ciego a causa del
pecado, que nos impide “ver” a Dios como
Padre y a los otros como hermanos. Esto es lo que hace el pecado: distorsiona
la realidad, nos hace ver a Dios como el amo y a los otros como problemas. Es
la obra del tentador, que falsifica las cosas y tiende a mostrárnoslas bajo una
luz negativa para arrojarnos en el desánimo y la amargura. Y la horrible
tristeza, que es peligrosa y no viene de Dios, anida bien en la soledad. Por
tanto, no se puede afrontar la oscuridad estando solos. Si llevamos solos
nuestras cegueras interiores, nos vemos abrumados. Necesitamos ponernos uno
junto al otro, compartir las heridas y afrontar el camino juntos.
Queridos hermanos y hermanas, frente a cada oscuridad personal y a los
desafíos que se nos presentan en la Iglesia y en la sociedad estamos llamados a
renovar la fraternidad. Si permanecemos divididos entre nosotros, si cada uno
piensa sólo en sí mismo o en su grupo, si no nos juntamos, si no dialogamos, si
no caminamos unidos, no podremos curar la ceguera plenamente. La curación llega
cuando llevamos juntos las heridas, cuando afrontamos juntos los problemas,
cuando nos escuchamos y hablamos entre nosotros: es la gracia de vivir en
comunidad, de comprender el valor de ser comunidad. Pido para ustedes que
puedan estar siempre juntos, siempre unidos; seguir adelante así y con alegría,
hermanos cristianos, hijos del único Padre. Y lo pido también para mí.
Y el tercer paso es anunciar el Evangelio con alegría. Después de haber
sido curados juntos por Jesús, los dos protagonistas anónimos del Evangelio, en
los que podemos reflejarnos, comenzaron a difundir la noticia en toda la
región. Hay un poco de ironía en este hecho: Jesús les había recomendado que no
dijeran nada a nadie, sin embargo, ellos hicieron exactamente lo contrario (cf.
Mt 9,30-31). Pero por el relato se entiende que no era su intención desobedecer
al Señor, sino que simplemente no lograron contener el entusiasmo por haber
sido curados y la alegría por lo que habían vivido en el encuentro con Él. Aquí
hay otro signo distintivo del cristiano: la alegría del Evangelio, que es
incontenible, «llena el corazón y la vida entera de
los que se encuentran con Jesús» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1),
libera del riesgo de una fe intimista, distante y quejumbrosa, e introduce en
el dinamismo del testimonio.
Queridos amigos, es hermoso verlos y percibir que viven con alegría el
anuncio liberador del Evangelio: les agradezco por
esto. No se trata de proselitismo, sino de testimonio; no es moralismo
que juzga, sino misericordia que abraza; no se trata de culto exterior, sino de
amor vivido. Los animo a seguir adelante en este camino. Como los dos ciegos
del Evangelio, renovemos el encuentro con Jesús y salgamos de nosotros mismos
sin miedo para testimoniarlo a cuantos encontremos. Salgamos a llevar la luz
que hemos recibido, salgamos a iluminar la noche que a menudo nos rodea. Se
necesitan cristianos iluminados, pero sobre todo luminosos, que toquen con
ternura las cegueras de los hermanos, que con gestos y palabras de consuelo
enciendan luces de esperanza en la oscuridad; cristianos que siembren brotes de
Evangelio en los áridos campos de la cotidianidad, que lleven caricias a las
soledades del sufrimiento y de la pobreza.
Hermanos, hermanas, el Señor Jesús también pasa por las calles de
Chipre, escucha el grito de nuestras cegueras, quiere tocar nuestros ojos y
nuestro corazón, quiere atraernos hacia la luz, hacernos renacer y reanimarnos interiormente.
Y también a nosotros nos dirige la pregunta que hizo a aquellos ciegos: «¿Creen que puedo hacer esto?» (Mt 9,28). ¿Creemos
que Jesús pueda hacer esto? Renovemos nuestra confianza en Él. Digámosle: Jesús, creemos que tu luz es más grande que cualquiera de
nuestras tinieblas, creemos que puedes curarnos, que puedes renovar nuestra
fraternidad, que puedes multiplicar nuestra alegría; y con toda la Iglesia te
invocamos: ¡Ven, Señor Jesús!
Redacción ACI Prensa
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