Éramos los más grandes “gorreadores de carros” del barrio huachano que limitaba con Hualmay, hoy Prolongación La Palma. Cada uno de nosotros se jactaba de haber gorreado tal o cual carro conocido de la zona. El ser “gorreador” demandaba mucha pericia y audacia para poder saltar del vehículo apenas éste bajaba la velocidad. Todos nos creíamos los mejores y no había vehículo imposible de abordar.
Aquella
tarde esperábamos la salida de un gringo que había llegado ofreciendo productos
a una de las tiendas del barrio. Su moderna camioneta de baranda Ford 65 era
una tentación, pero mis amigos se desanimaron y luego de esperar más de una
hora, empezaron a retirarse, quedándonos solamente mi amigo Luis y yo. Fue
cuando el gringo salió, presuroso, con su inmenso maletín, subió a su
camioneta, arrancando al mismo tiempo que Luis y yo nos prendíamos de su
compuerta trasera. Nos asustó sentir el feroz arranque, con un pique tan veloz
que casi nos soltamos de la compuerta. Nuestra adrenalina onceañera comenzó a
revolverse esperando que llegue a la avenida 28 de Julio, donde de seguro,
bajaría la velocidad y, como buenos paracaidistas, abandonaríamos la nave. Pero
el muy jijuna, al llegar a esta avenida, sólo hizo una pequeña pausa, que
aprovechó Luis para tirarse y volarse unos dientes, que volaron como dados de
cubilete por el pavimento, al mismo tiempo que los dos tubos de escape
comenzaban a tocar una desgarradora sinfonía de velocidad.
Como gran
gorrero, no podía chuparme ante este gran desafío. Pensé que al llegar al óvalo,
que por aquel tiempo era una zona llena de chacras y contaba con un solo grifo,
se detendría a echar combustible o haría una pausa para entrar a la
Panamericana. Pero el gringo aceleró tan rápidamente que, en unos instantes ya
podía ver las lucecitas del prostíbulo de la época. Sentí que me cagaba los
calzoncillos de miedo y frío. Fue entonces que el valiente vaquero gorreador
lloró llamando a su mamá y añorando la merienda de la tarde que, de seguro, ya
se estaba sirviendo en casa.
Mi
nerviosismo era tal, que no atiné a gritar y solamente me acomodé en el cajón
de la veloz camioneta de ocho cilindros, que devoraba kilómetros con su
poderoso motor 352 en V, tanto así que, al cabo de una hora, divisé las luces
de la recién inaugurada estación Naval de Ancón, en donde aún no había control.
Comencé a serenarme, pero no me atrevía a avisarle al gringo lo ocurrido.
Llegamos a Sol de Oro que, por aquel entonces, era una gran extensión de
terreno de cultivo. A un lado de la carretera había un patrullero, el cual
procedió a detener al gringo. Yo me agazapé entre las cajas de mercadería,
pero, como el avestruz sólo oculté la cabeza. Fue cuando sentí que era
levantado del fundillo del pantalón por un efectivo policial, mientras
recriminaba al gringo, quien me granputeó hasta el cansancio, siendo apaciguado
por el policía.
Fuimos a
parar al control de Zarumilla, que en esa época se encontraba donde hoy es la
municipalidad de San Martín de Porres. Allí quedé con todos mis huesos luego de
que el gringo se retirara, no sin antes firmar el libro de ocurrencias y
dejarme un billete de cinco soles para mi comida.
Luego de
llamar a la comisaría de Huacho por los inmensos teléfonos de manizuela, se
acordó que me mandarían por “vía cadena”, es
decir, un día en Ancón, otro día en Chancay, otro en Huaral y así hasta llegar
a Huacho. Esto me parecía divertido, pero en cada comisaría me caía una
monumental puteada del comisario.
Así,
llegué a los doce días a Huacho, en cuya comisaría me esperaba mi abuelo, quien
me miró cachaciento, moviendo la cabeza. Luego de firmar algunos papeles nos
retiramos hacia el barrio, adonde llegué haciendo mi ingreso triunfal, pues
había sobrepasado y superado a cualquier gorreador de carros. Había gorreado un
carro desde Huacho hasta Lima. Era todo un héroe y este galardón no lo
compartiría con nadie, ni siquiera con Luis, quien ya se sentía parte de la
aventura por faltarle cuatro dientes.
En toda
la epopeya no sentí tanto miedo como cuando, rodeado de mis amigos, vi a mi
madre venir con el cordón de la plancha en la mano. Corrí y grité como un
chivato al sentir el primer fuetazo, pero ese roche... es otra historia.
De: Darío Pimentel Delgado
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