El Papa Francisco destacó que este 8 de diciembre concluye el Año dedicado a San José, Patrono de la Iglesia Universal, y rezó para que sea guía en el camino de la santidad.
Además, el Santo Padre indicó que el próximo 10 de diciembre concluirá
también el Jubileo en el Santuario de la Virgen de Loreto con ocasión de los
100 años de la proclamación de la Virgen de Loreto como Patrona de todos los
aeronautas.
“Que la gracia de estos acontecimientos siga actuando
en nuestras vidas y en las de nuestras comunidades. ¡Que la Virgen María y San José
nos guíen en el camino de la santidad!”, destacó el Papa después de dirigir el rezo del Ángelus
ante los numerosos fieles reunidos en la plaza de San Pedro del Vaticano.
AÑO DE SAN JOSÉ
El Papa Francisco convocó un Año de San José el 8 de diciembre de 2020
con motivo del 150 aniversario de la declaración de San José como Patrono de la
Iglesia Universal.
Por ello, el Santo Padre publicó la Carta
Apostólica Patris corde,
con el objetivo de “que crezca el amor a este gran
santo, para ser impulsados a implorar su intercesión e imitar sus virtudes,
como también su resolución”.
En este documento, el Pontífice escribió algunas reflexiones personales
sobre la “figura extraordinaria” de San
José, “tan cercana a nuestra condición humana”.
San José estuvo “siempre dispuesto a hacer
la voluntad de Dios manifestada en su ley y a través de los cuatro sueños que
tuvo y tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el
nombre que le reveló el ángel”, señaló el Papa.
Además, el Papa invitó el 7 de diciembre a pedir al Señor en este tiempo
de Adviento “por la paterna intercesión de San
José, la gracia de permanecer siempre como centinelas en la noche, atentos a
ver la luz de Cristo en nuestros hermanos más pobres”.
En este tiempo de #Adviento, pidamos al Señor, por la paterna intercesión de
San José, la gracia de permanecer siempre como centinelas en la noche, atentos
a ver la luz de Cristo en nuestros hermanos más pobres.
— Papa Francisco
(@Pontifex_es) December 7, 2021
A continuación, el texto completo de la Carta
Apostólica, Patris corde:
Con corazón de padre: así José amó a Jesús,
llamado en los cuatro Evangelios «el hijo de José».
Los dos evangelistas que evidenciaron su figura, Mateo y Lucas, refieren
poco, pero lo suficiente para entender qué tipo de padre fuese y la misión que
la Providencia le confió.
Sabemos que fue un humilde carpintero (cf. Mt 13,55), desposado con
María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27); un «hombre justo» (Mt
1,19), siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley (cf.
Lc 2,22.27.39) y a través de los cuatro sueños que tuvo (cf. Mt 1,20;
2,13.19.22).
Después de un largo y duro viaje de Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías
en un pesebre, porque en otro sitio «no había lugar
para ellos» (Lc 2,7). Fue testigo de la adoración de los pastores (cf.
Lc 2,8-20) y de los Magos (cf. Mt 2,1-12), que representaban respectivamente el
pueblo de Israel y los pueblos paganos.
Tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el
nombre que le reveló el ángel: «Tú le pondrás por
nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
Como se sabe, en los pueblos antiguos poner un nombre a una persona o a una
cosa significaba adquirir la pertenencia, como hizo Adán en el relato del
Génesis (cf. 2,19-20).
En el templo, cuarenta días después del nacimiento, José, junto a la
madre, presentó el Niño al Señor y escuchó sorprendido la profecía que Simeón
pronunció sobre Jesús y María (cf. Lc 2,22-35).
Para proteger a Jesús de Herodes, permaneció en Egipto como extranjero
(cf. Mt 2,13-18). De regreso en su tierra, vivió de manera oculta en el pequeño
y desconocido pueblo de Nazaret, en Galilea —de donde, se decía: “No sale ningún profeta” y “no puede salir nada bueno” (cf. Jn 7,52; 1,46)—, lejos de
Belén, su ciudad de origen, y de Jerusalén, donde estaba el templo.
Cuando, durante una peregrinación a Jerusalén, perdieron a Jesús, que
tenía doce años, él y María lo buscaron angustiados y lo encontraron en el
templo mientras discutía con los doctores de la ley (cf. Lc 2,41-50).
Después de María, Madre de Dios, ningún santo ocupa tanto espacio en el
Magisterio pontificio como José, su esposo. Mis predecesores han profundizado
en el mensaje contenido en los pocos datos transmitidos por los Evangelios para
destacar su papel central en la historia de la salvación: el beato Pío IX lo
declaró «Patrono de la Iglesia Católica», el
venerable Pío XII lo presentó como “Patrono de los
trabajadores” y san Juan Pablo II como «Custodio
del Redentor». El pueblo lo invoca como «Patrono
de la buena muerte».
Por eso, al cumplirse ciento cincuenta años de que el beato Pío IX, el 8
de diciembre de 1870, lo declarara como Patrono de la Iglesia Católica,
quisiera —como dice Jesús— que “la boca hable de
aquello de lo que está lleno el corazón” (cf. Mt 12,34), para compartir
con ustedes algunas reflexiones personales sobre esta figura extraordinaria,
tan cercana a nuestra condición humana.
Este deseo ha crecido durante estos meses de pandemia, en los que
podemos experimentar, en medio de la crisis que nos está golpeando, que
«nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente
olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las
grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo
hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos,
enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los
supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad,
voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que
comprendieron que nadie se salva solo. […]
Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza,
cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres,
madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos
pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando
rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan,
ofrecen e interceden por el bien de todos».
Todos pueden encontrar en san José —el hombre que pasa desapercibido, el
hombre de la presencia diaria, discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una
guía en tiempos de dificultad. San José nos recuerda que todos los que están
aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen
un protagonismo sin igual en la historia de la salvación. A todos ellos va
dirigida una palabra de reconocimiento y de gratitud.
1. PADRE AMADO
La grandeza de san José consiste en el hecho de que fue el esposo de
María y el padre de Jesús. En cuanto tal, «entró en
el servicio de toda la economía de la encarnación», como dice san Juan
Crisóstomo.
San Pablo VI observa que su paternidad se manifestó concretamente «al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio al
misterio de la Encarnación y a la misión redentora que le está unida; al haber
utilizado la autoridad legal, que le correspondía en la Sagrada Familia, para
hacer de ella un don total de sí mismo, de su vida, de su trabajo; al haber
convertido su vocación humana de amor doméstico en la oblación sobrehumana de
sí mismo, de su corazón y de toda capacidad en el amor puesto al servicio del
Mesías nacido en su casa».
Por su papel en la historia de la salvación, san José es un padre que
siempre ha sido amado por el pueblo cristiano, como lo demuestra el hecho de que
se le han dedicado numerosas iglesias en todo el mundo; que muchos institutos
religiosos, hermandades y grupos eclesiales se inspiran en su espiritualidad y
llevan su nombre; y que desde hace siglos se celebran en su honor diversas
representaciones sagradas.
Muchos santos y santas le tuvieron una gran devoción, entre ellos Teresa
de Ávila, quien lo tomó como abogado e intercesor, encomendándose mucho a él y
recibiendo todas las gracias que le pedía. Alentada por su experiencia, la
santa persuadía a otros para que le fueran devotos.
En todos los libros de oraciones se encuentra alguna oración a san José.
Invocaciones particulares que le son dirigidas todos los miércoles y
especialmente durante todo el mes de marzo, tradicionalmente dedicado a él.
La confianza del pueblo en san José se resume en la expresión “Ite ad Ioseph”, que hace referencia al tiempo de
hambruna en Egipto, cuando la gente le pedía pan al faraón y él les respondía: «Vayan donde José y hagan lo que él les diga» (Gn
41,55). Se trataba de José el hijo de Jacob, a quien sus hermanos vendieron por
envidia (cf. Gn 37,11-28) y que —siguiendo el relato bíblico— se convirtió
posteriormente en virrey de Egipto (cf. Gn 41,41-44).
Como descendiente de David (cf. Mt 1,16.20), de cuya raíz debía brotar
Jesús según la promesa hecha a David por el profeta Natán (cf. 2 Sam 7), y como
esposo de María de Nazaret, san José es la pieza que une el Antiguo y el Nuevo
Testamento.
2. PADRE EN LA TERNURA
José vio a Jesús progresar día tras día «en
sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52).
Como hizo el Señor con Israel, así él “le enseñó a
caminar, y lo tomaba en sus brazos: era para él como el padre que alza a un
niño hasta sus mejillas, y se inclina hacia él para darle de comer” (cf.
Os 11,3-4).
Jesús vio la ternura de Dios en José: «Como
un padre siente ternura por sus hijos, así el Señor siente ternura por quienes
lo temen» (Sal 103,13).
En la sinagoga, durante la oración de los Salmos, José ciertamente habrá
oído el eco de que el Dios de Israel es un Dios de ternura, que es bueno para
todos y «su ternura alcanza a todas las criaturas» (Sal
145,9).
La historia de la salvación se cumple creyendo «contra
toda esperanza» (Rm 4,18) a través de nuestras debilidades. Muchas veces
pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros,
cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar
de nuestra debilidad.
Esto es lo que hace que san Pablo diga: «Para
que no me engría tengo una espina clavada en el cuerpo, un emisario de Satanás
que me golpea para que no me engría. Tres veces le he pedido al Señor que la
aparte de mí, y él me ha dicho: “¡Te basta mi gracia!, porque mi poder se
manifiesta plenamente en la debilidad”» (2 Co 12,7-9).
Si esta es la perspectiva de la economía de la salvación, debemos
aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura.
El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo,
mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor
modo para tocar lo que es frágil en nosotros.
El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un
signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra
propia fragilidad. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap
12,10). Por esta razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios,
especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia
de verdad y ternura.
Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si
lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de
Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona.
La Verdad siempre se nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola
(cf. Lc 15,11-32): viene a nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos
pone nuevamente de pie, celebra con nosotros, porque «mi
hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado»
(v. 24).
También a través de la angustia de José pasa la voluntad de Dios, su
historia, su proyecto. Así, José nos enseña que tener fe en Dios incluye además
creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras
fragilidades, de nuestra debilidad.
Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener
miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos
tener todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia.
3. PADRE EN LA
OBEDIENCIA
Así como Dios hizo con María cuando le manifestó su plan de salvación,
también a José le reveló sus designios y lo hizo a través de sueños que, en la
Biblia, como en todos los pueblos antiguos, eran considerados uno de los medios
por los que Dios manifestaba su voluntad.
José estaba muy angustiado por el embarazo incomprensible de María; no
quería «denunciarla públicamente», pero
decidió «romper su compromiso en secreto» (Mt
1,19).
En el primer sueño el ángel lo ayudó a resolver su grave dilema: «No temas aceptar a María, tu mujer, porque lo engendrado
en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por
nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt
1,20-21).
Su respuesta fue inmediata: «Cuando José
despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado» (Mt
1,24). Con la obediencia superó su drama y salvó a María.
En el segundo sueño el ángel ordenó a José: «Levántate,
toma contigo al niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate allí hasta que te
diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13).
José no dudó en obedecer, sin cuestionarse acerca de las dificultades
que podía encontrar: «Se levantó, tomó de noche al
niño y a su madre, y se fue a Egipto, donde estuvo hasta la muerte de Herodes» (Mt
2,14-15).
En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el aviso prometido por
el ángel para regresar a su país. Y cuando en un tercer sueño el mensajero
divino, después de haberle informado que los que intentaban matar al niño
habían muerto, le ordenó que se levantara, que tomase consigo al niño y a su
madre y que volviera a la tierra de Israel (cf. Mt 2,19-20), él una vez más
obedeció sin vacilar: «Se levantó, tomó al niño y a
su madre y entró en la tierra de Israel» (Mt 2,21).
Pero durante el viaje de regreso, «al
enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo
miedo de ir allí y, avisado en sueños —y es la cuarta vez que sucedió—, se
retiró a la región de Galilea y se fue a vivir a un pueblo llamado Nazaret» (Mt
2,22-23).
El evangelista Lucas, por su parte, relató que José afrontó el largo e
incómodo viaje de Nazaret a Belén, según la ley del censo del emperador César
Augusto, para empadronarse en su ciudad de origen. Y fue precisamente en esta
circunstancia que Jesús nació y fue asentado en el censo del Imperio, como
todos los demás niños (cf. Lc 2,1-7).
San Lucas, en particular, se preocupó de resaltar que los padres de
Jesús observaban todas las prescripciones de la ley: los
ritos de la circuncisión de Jesús, de la purificación de María después del
parto, de la presentación del primogénito a Dios (cf. 2,21-24)[15].
En cada circunstancia de su vida, José supo pronunciar su “fiat”, como
María en la Anunciación y Jesús en Getsemaní.
José, en su papel de cabeza de familia, enseñó a Jesús a ser sumiso a
sus padres, según el mandamiento de Dios (cf. Ex 20,12).
En la vida oculta de Nazaret, bajo la guía de José, Jesús aprendió a
hacer la voluntad del Padre. Dicha voluntad se transformó en su alimento diario
(cf. Jn 4,34). Incluso en el momento más difícil de su vida, que fue en
Getsemaní, prefirió hacer la voluntad del Padre y no la suya propia y se hizo «obediente hasta la muerte […] de cruz» (Flp 2,8).
Por ello, el autor de la Carta a los Hebreos concluye que Jesús «aprendió sufriendo a obedecer» (5,8).
Todos estos acontecimientos muestran que José «ha
sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de
Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la
plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente
“ministro de la salvación”».
4. PADRE EN LA ACOGIDA
José acogió a María sin poner condiciones previas. Confió en las
palabras del ángel. «La nobleza de su corazón le
hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la
violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se
presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la
información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de
cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio».
Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no
entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José
deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más
misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia
con su propia historia.
Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar
el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas
y de las consiguientes decepciones.
La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una
vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos
también intuir una historia más grande, un significado más profundo.
Parecen hacerse eco las ardientes palabras de Job que, ante la
invitación de su esposa a rebelarse contra todo el mal que le sucedía,
respondió: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no
vamos a aceptar los males?» (Jb 2,10).
José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista
valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra
vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo el Señor
puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso
a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia.
La venida de Jesús en medio de nosotros es un regalo del Padre, para que
cada uno pueda reconciliarse con la carne de su propia historia, aunque no la
comprenda del todo.
Como Dios dijo a nuestro santo: «José, hijo
de David, no temas» (Mt 1,20), parece repetirnos también a nosotros: “¡No tengan miedo!”. Tenemos que dejar de lado
nuestra ira y decepción, y hacer espacio —sin ninguna resignación mundana y con
una fortaleza llena de esperanza— a lo que no hemos elegido, pero está allí.
Acoger la vida de esta manera nos introduce en un significado oculto. La
vida de cada uno de nosotros puede comenzar de nuevo milagrosamente, si
encontramos la valentía para vivirla según lo que nos dice el Evangelio.
Y no importa si ahora todo parece haber tomado un rumbo equivocado y si
algunas cuestiones son irreversibles. Dios puede hacer que las flores broten
entre las rocas. Aun cuando nuestra conciencia nos reprocha algo, Él «es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo» (1
Jn 3,20).
El realismo cristiano, que no rechaza nada de lo que existe, vuelve una
vez más. La realidad, en su misteriosa irreductibilidad y complejidad, es
portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras.
Esto hace que el apóstol Pablo afirme: «Sabemos
que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios» (Rm 8,28). Y san
Agustín añade: «Aun lo que llamamos mal (etiam
illud quod malum dicitur)». En esta perspectiva general, la fe da
sentido a cada acontecimiento feliz o triste.
Entonces, lejos de nosotros el pensar que creer significa encontrar
soluciones fáciles que consuelan. La fe que Cristo nos enseñó es, en cambio, la
que vemos en san José, que no buscó atajos, sino que afrontó “con los ojos abiertos” lo que le acontecía,
asumiendo la responsabilidad en primera persona.
La acogida de José nos invita a acoger a los demás, sin exclusiones, tal
como son, con preferencia por los débiles, porque Dios elige lo que es débil
(cf. 1 Co 1,27), es «padre de los huérfanos y
defensor de las viudas» (Sal 68,6) y nos ordena amar al extranjero.
Deseo imaginar que Jesús tomó de las actitudes de José el ejemplo para la
parábola del hijo pródigo y el padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32).
5. PADRE DE LA VALENTÍA
CREATIVA
Si la primera etapa de toda verdadera curación interior es acoger la
propia historia, es decir, hacer espacio dentro de nosotros mismos incluso para
lo que no hemos elegido en nuestra vida, necesitamos añadir otra característica
importante: la valentía creativa. Esta surge
especialmente cuando encontramos dificultades.
De hecho, cuando nos enfrentamos a un problema podemos detenernos y
bajar los brazos, o podemos ingeniárnoslas de alguna manera. A veces las
dificultades son precisamente las que sacan a relucir recursos en cada uno de
nosotros que ni siquiera pensábamos tener.
Muchas veces, leyendo los “Evangelios de la
infancia”, nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y
claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre
por medio del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la
redención.
Él era el verdadero “milagro” con el
que Dios salvó al Niño y a su madre. El cielo intervino confiando en la
valentía creadora de este hombre, que cuando llegó a Belén y no encontró un
lugar donde María pudiera dar a luz, se instaló en un establo y lo arregló
hasta convertirlo en un lugar lo más acogedor posible para el Hijo de Dios que
venía al mundo (cf. Lc 2,6-7).
Ante el peligro inminente de Herodes, que quería matar al Niño, José fue
alertado una vez más en un sueño para protegerlo, y en medio de la noche
organizó la huida a Egipto (cf. Mt 2,13-14).
De una lectura superficial de estos relatos se tiene siempre la
impresión de que el mundo esté a merced de los fuertes y de los poderosos, pero
la “buena noticia” del Evangelio consiste en
mostrar cómo, a pesar de la arrogancia y la violencia de los gobernantes
terrenales, Dios siempre encuentra un camino para cumplir su plan de salvación.
Incluso nuestra vida parece a veces que está en manos de fuerzas superiores,
pero el Evangelio nos dice que Dios siempre logra salvar lo que es importante,
con la condición de que tengamos la misma valentía creativa del carpintero de
Nazaret, que sabía transformar un problema en una oportunidad, anteponiendo
siempre la confianza en la Providencia.
Si a veces pareciera que Dios no nos ayuda, no significa que nos haya
abandonado, sino que confía en nosotros, en lo que podemos planear, inventar,
encontrar.
Es la misma valentía creativa que mostraron los amigos del paralítico
que, para presentarlo a Jesús, lo bajaron del techo (cf. Lc 5,17-26). La
dificultad no detuvo la audacia y la obstinación de esos amigos.
Ellos estaban convencidos de que Jesús podía curar al enfermo y «como no
pudieron introducirlo por causa de la multitud, subieron a lo alto de la casa y
lo hicieron bajar en la camilla a través de las tejas, y lo colocaron en medio
de la gente frente a Jesús. Jesús, al ver la fe de ellos, le dijo al
paralítico: “¡Hombre, tus pecados quedan perdonados!”»
(vv. 19-20). Jesús reconoció la fe creativa con la que esos hombres
trataron de traerle a su amigo enfermo.
El Evangelio no da ninguna información sobre el tiempo en que María,
José y el Niño permanecieron en Egipto. Sin embargo, lo que es cierto es que
habrán tenido necesidad de comer, de encontrar una casa, un trabajo. No hace
falta mucha imaginación para llenar el silencio del Evangelio a este respecto.
La Sagrada Familia tuvo que afrontar problemas concretos como todas las
demás familias, como muchos de nuestros hermanos y hermanas migrantes que
incluso hoy arriesgan sus vidas forzados por las adversidades y el hambre. A
este respecto, creo que san José sea realmente un santo patrono especial para
todos aquellos que tienen que dejar su tierra a causa de la guerra, el odio, la
persecución y la miseria.
Al final de cada relato en el que José es el protagonista, el Evangelio
señala que él se levantó, tomó al Niño y a su madre e hizo lo que Dios le había
mandado (cf. Mt 1,24; 2,14.21). De hecho, Jesús y María, su madre, son el
tesoro más preciado de nuestra fe.
En el plan de salvación no se puede separar al Hijo de la Madre, de
aquella que «avanzó en la peregrinación de la fe y
mantuvo fielmente su unión con su Hijo hasta la cruz».
Debemos preguntarnos siempre si estamos protegiendo con todas nuestras
fuerzas a Jesús y María, que están misteriosamente confiados a nuestra
responsabilidad, a nuestro cuidado, a nuestra custodia.
El Hijo del Todopoderoso viene al mundo asumiendo una condición de gran
debilidad. Necesita de José para ser defendido, protegido, cuidado, criado.
Dios confía en este hombre, del mismo modo que lo hace María, que encuentra en
José no sólo al que quiere salvar su vida, sino al que siempre velará por ella
y por el Niño.
En este sentido, san José no puede dejar de ser el Custodio de la
Iglesia, porque la Iglesia es la extensión del Cuerpo de Cristo en la historia,
y al mismo tiempo en la maternidad de la Iglesia se manifiesta la maternidad de
María. José, a la vez que continúa protegiendo a la Iglesia, sigue amparando al
Niño y a su madre, y nosotros también, amando a la Iglesia, continuamos amando
al Niño y a su madre.
Este Niño es el que dirá: «Les aseguro que
siempre que ustedes lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicieron» (Mt 25,40). Así, cada persona necesitada, cada
pobre, cada persona que sufre, cada moribundo, cada extranjero, cada
prisionero, cada enfermo son “el Niño” que
José sigue custodiando.
Por eso se invoca a san José como protector de los indigentes, los
necesitados, los exiliados, los afligidos, los pobres, los moribundos. Y es por
lo mismo que la Iglesia no puede dejar de amar a los más pequeños, porque Jesús
ha puesto en ellos su preferencia, se identifica personalmente con ellos.
De José debemos aprender el mismo cuidado y responsabilidad: amar al Niño y a su madre; amar los sacramentos y la
caridad; amar a la Iglesia y a los pobres. En cada una de estas
realidades está siempre el Niño y su madre.
6. PADRE TRABAJADOR
Un aspecto que caracteriza a san José y que se ha destacado desde la
época de la primera Encíclica social, la Rerum
novarum de León XIII, es su relación con el trabajo. San José era un
carpintero que trabajaba honestamente para asegurar el sustento de su familia.
De él, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la alegría de lo que significa
comer el pan que es fruto del propio trabajo.
En nuestra época actual, en la que el trabajo parece haber vuelto a
representar una urgente cuestión social y el desempleo alcanza a veces niveles
impresionantes, aun en aquellas naciones en las que durante décadas se ha
experimentado un cierto bienestar, es necesario, con una conciencia renovada,
comprender el significado del trabajo que da dignidad y del que nuestro santo
es un patrono ejemplar.
El trabajo se convierte en participación en la obra misma de la
salvación, en oportunidad para acelerar el advenimiento del Reino, para
desarrollar las propias potencialidades y cualidades, poniéndolas al servicio
de la sociedad y de la comunión.
El trabajo se convierte en ocasión de realización no sólo para uno
mismo, sino sobre todo para ese núcleo original de la sociedad que es la
familia. Una familia que carece de trabajo está más expuesta a dificultades,
tensiones, fracturas e incluso a la desesperada y desesperante tentación de la
disolución. ¿Cómo podríamos hablar de dignidad
humana sin comprometernos para que todos y cada uno tengan la posibilidad de un
sustento digno?
La persona que trabaja, cualquiera que sea su tarea, colabora con Dios
mismo, se convierte un poco en creador del mundo que nos rodea. La crisis de
nuestro tiempo, que es una crisis económica, social, cultural y espiritual,
puede representar para todos un llamado a redescubrir el significado, la
importancia y la necesidad del trabajo para dar lugar a una nueva “normalidad” en la que nadie quede excluido.
La obra de san José nos recuerda que el mismo Dios hecho hombre no
desdeñó el trabajo. La pérdida de trabajo que afecta a tantos hermanos y
hermanas, y que ha aumentado en los últimos tiempos debido a la pandemia de
Covid-19, debe ser un llamado a revisar nuestras prioridades. Imploremos a san
José obrero para que encontremos caminos que nos lleven a decir: ¡Ningún joven, ninguna persona, ninguna familia sin
trabajo!
7. PADRE EN LA SOMBRA
El escritor polaco Jan Dobraczyński, en su libro La sombra del Padre,
noveló la vida de san José. Con la imagen evocadora de la sombra define la
figura de José, que para Jesús es la sombra del Padre celestial en la tierra:
lo auxilia, lo protege, no se aparta jamás de su lado para seguir sus pasos.
Pensemos en aquello que Moisés recuerda a Israel: «En el desierto, donde viste cómo el Señor, tu Dios, te
cuidaba como un padre cuida a su hijo durante todo el camino» (Dt 1,31).
Así José ejercitó la paternidad durante toda su vida.
Nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace sólo por traer un hijo
al mundo, sino por hacerse cargo de él responsablemente. Todas las veces que
alguien asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto sentido ejercita
la paternidad respecto a él.
En la sociedad de nuestro tiempo, los niños a menudo parecen no tener
padre. También la Iglesia de hoy en día necesita padres. La amonestación
dirigida por san Pablo a los Corintios es siempre oportuna: «Podrán tener diez mil instructores, pero padres no
tienen muchos» (1 Co 4,15); y cada sacerdote u obispo debería poder
decir como el Apóstol: «Fui yo quien los engendré
para Cristo al anunciarles el Evangelio» (ibíd.). Y a los Gálatas les
dice: «Hijos míos, por quienes de nuevo sufro
dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (4,19).
Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en
la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino
para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta razón la
tradición también le ha puesto a José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”.
No es una indicación meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud
que expresa lo contrario a poseer. La castidad está en ser libres del afán de
poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un
verdadero amor.
El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso,
aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo
libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es
siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera
extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse,
para poner a María y a Jesús en el centro de su vida.
La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en
el don de sí mismo. Nunca se percibe en este hombre la frustración, sino sólo
la confianza. Su silencio persistente no contempla quejas, sino gestos
concretos de confianza.
El mundo necesita padres, rechaza a los amos, es decir: rechaza a los que quieren usar la posesión del otro para
llenar su propio vacío; rehúsa a los que confunden autoridad con autoritarismo,
servicio con servilismo, confrontación con opresión, caridad con
asistencialismo, fuerza con destrucción.
Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración
del simple sacrificio. También en el sacerdocio y la vida consagrada se
requiere este tipo de madurez. Cuando una vocación, ya sea en la vida
matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma
deteniéndose sólo en la lógica del sacrificio, entonces en lugar de convertirse
en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de expresar
infelicidad, tristeza y frustración.
La paternidad que rehúsa la tentación de vivir la vida de los hijos está
siempre abierta a nuevos espacios. Cada niño lleva siempre consigo un misterio,
algo inédito que sólo puede ser revelado con la ayuda de un padre que respete
su libertad.
Un padre que es consciente de que completa su acción educativa y de que
vive plenamente su paternidad sólo cuando se ha hecho “inútil”,
cuando ve que el hijo ha logrado ser autónomo y camina solo por los
senderos de la vida, cuando se pone en la situación de José, que siempre supo
que el Niño no era suyo, sino que simplemente había sido confiado a su cuidado.
Después de todo, eso es lo que Jesús sugiere cuando dice: «No llamen “padre” a ninguno de ustedes en la tierra,
pues uno solo es su Padre, el del cielo» (Mt 23,9).
Siempre que nos encontremos en la condición de ejercer la paternidad,
debemos recordar que nunca es un ejercicio de posesión, sino un “signo” que nos evoca una paternidad superior. En
cierto sentido, todos nos encontramos en la condición de José: sombra del único
Padre celestial, que «hace salir el sol sobre malos
y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45); y sombra
que sigue al Hijo.
* * *
«Levántate, toma contigo al niño y a su madre» (Mt 2,13), dijo Dios a san José.
El objetivo de esta Carta apostólica es que crezca el amor a este gran
santo, para ser impulsados a implorar su intercesión e imitar sus virtudes,
como también su resolución.
En efecto, la misión específica de los santos no es sólo la de conceder
milagros y gracias, sino la de interceder por nosotros ante Dios, como hicieron
Abrahán y Moisés, como hace Jesús, «único mediador»
(1 Tm 2,5), que es nuestro «abogado» ante
Dios Padre (1 Jn 2,1), «ya que vive eternamente para interceder por nosotros»
(Hb 7,25; cf. Rm 8,34).
Los santos ayudan a todos los fieles «a la plenitud de la vida cristiana
y a la perfección de la caridad». Su vida es una prueba concreta de que es
posible vivir el Evangelio.
Jesús dijo: «Aprendan de mí, que soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11,29), y ellos a su vez son ejemplos de vida a imitar.
San Pablo exhortó explícitamente: «Vivan como imitadores míos» (1 Co
4,16). San José lo dijo a través de su elocuente silencio.
Ante el ejemplo de tantos santos y santas, san Agustín se preguntó: «¿No podrás tú lo que éstos y éstas?». Y así llegó
a la conversión definitiva exclamando: «¡Tarde te
amé, belleza tan antigua y tan nueva!».
No queda más que implorar a san José la gracia de
las gracias: nuestra conversión.
A él dirijamos nuestra oración: Salve, custodio del Redentor y esposo de
la Virgen María.
A ti Dios confió a su Hijo, en ti María depositó su confianza, contigo
Cristo se forjó como hombre.
Oh, bienaventurado José, muéstrate padre también a nosotros y guíanos en
el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y valentía, y defiéndenos de todo mal.
Amén.
Roma, en San Juan de Letrán, 8 de diciembre,
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, del
año 2020, octavo de mi pontificado.
Francisco
POR MERCEDES DE LA
TORRE | ACI Prensa
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